domingo, 23 de noviembre de 2014

Antonio J.Gonzalez:De niñez, orígenes y golpes de timón

                                                          

Nací en una casa de la calle Jaramillo (ahora Int. Beguiristain) a media cuadra de la Av. Mitre, en el seno de una familia de origen obrera e inmigrante. Mi padre vino de Galicia de la mano de su madre cuando era pibe. Y mi madre era hija argentina de inmigrantes italianos. Esta mezcla común en nuestro país era la argamasa que modeló esto que soy. Luego vinimos a vivir a una casa en Sarandí donde crecí en una habitación de chapa y madera, una cocina precaria y un patio de baldosones blancos y negros. Es el mismo barrio donde todavía vivo, aunque un par de cuadras de distancia, pero allí estábamos en la década del ’40 en adelante, calles que aún conservan el ceibo, los árboles y la esencia de casas que se transformaron. Ya no están las retamas, los potreros, el arroyo a cielo descubierto, las madreselvas y un silencio pueblerino que yo respiraba sentadito, juicioso y tímido en el escalón de entrada de la casa que todavía existe intocable.
Luego mis padres compraron una vieja esquina, a 200 metros de la anterior, con precaria construcción de chapa de cinc y madera, la bomba manual de extracción del agua, las calles de tierra y un alambrado con enredadera que fijaba el límite con las veredas también de tierra y las zanjas donde circulaba el agua de descarte.
La asistencia a la escuela primaria era de rutina para un muchacho introvertido y curioso, con la timidez estampada en sus dibujos a lápiz, claritos, tenues, como pidiendo permiso para aparecer en los cuadernos, pero ya marcaban una sensibilidad y visión diferente que con el tiempo se confirma y acentúa.
La lectura era una compañía necesaria en la adolescencia y una de ellas fueron las obras de Shakespeare que comenzaron a cautivarme con el alimento de ideas, ficciones y realidades de Otelo, Romeo y Julieta, Macbeth y los personajes que danzaban sobre las hojas impresas. Había allí, y siguen vivas y coleando, las reflexiones de aquel Williams que decía cosas como éstas: “Los amigos que tienes y cuya amistad ya has puesto a prueba engánchalos a tu alma con ganchos de acero”. “Duda que sean fuego las estrellas, duda que el sol se mueva, duda que la verdad sea mentira, pero no dudes jamás de que te amo”. “Si no recuerdas la más ligera locura en que el amor te hizo caer, no has amado”.“El sabio no se sienta para lamentarse, sino que se pone alegremente a su tarea de reparar el daño hecho”.
Por esas horas de lecturas en mi casa mi madre me reprochaba y rezongaba: “Te vas a volver loco…” me decía con su precaria instrucción, que por supuesto no atendía y ya adolescente iba por las calles leyendo algún libro despertando la curiosidad y la sospecha de los vecinos. “Su nene un día se va dar un porrazo…” le comentaban a mi madre.
Ella no entendía de ansiedades e ideas escritas, pero no pasaba de un comentario doméstico. Había sido obrera textil de una fábrica del barrio y encandilada por las maravillas que mi padre le escribía para enamorarla. Eran cartas con ideas y comentarios propios pero acompañados por poesías de la época. Los hermanos Alvárez Quintero, por ejemplo, con sus versos que aún resuenan en mis sueños: “Era un jardín sonriente;/ era una tranquila fuente de cristal;/ era a su borde asomada,/ una rosa inmaculada/ de un rosal”.
En esa época había comenzado a trabajar, pese a mis 14 años recién cumplidos, en el Centro Comercial de mi barrio, había terminado la escuela primaria y ya estaba, con mis pantalones largos estrenados para la ocasión, caminando las seis cuadras que me separaban de la precaria oficina de entonces: una salita con máquina de escribir, un escritorio y un mostrador. Mi trabajo era la de hacer los trámites municipales y provinciales que los socios de esa entidad requerían. Y así lo hice, pero las vueltas de la calesita me llevarían pronto por caminos nuevos, de golpe, sin anestesia.
Al poco tiempo el “gerente”, mi jefe, nos deja. Yo sólo tenía apenas un año de trabajo, lo que exige enseguida me ponga a resolver el doble trabajo de “gerente” y “cadete”, sin chistar casi por necesidad operativa. Esa dualidad fue sobreviviendo durante meses y luego años, sin que nadie se atreviera a nombrar otro gerente por encima mío… y tampoco nombrarme a mí, un adolescente apenas, al frente de la institución. Esta ambigüedad me acompañó en esa etapa que duró durante más de doce años… Y así me hice solidario, operativo y laburante… sin saberlo siquiera, por imperio de la historia personal.
Allí comenzó todo… o casi todo… porque un día al presidente de la institución se le ocurre dar un curso de pintura y dibujo y pide en Gente de Arte un profesor. Le envían a un joven de pocas palabras, silencioso y cumplidor. Era el pintor José Pérez Sanín, que enseñaba en aquella entidad, recién nacida, con quien comenzamos naturalmente a compartir una amistad. Para entonces escribía algunas poesías propias de la adolescencia, el romanticismo y la apertura vital de mi juventud. Hasta que un día Pérez Sanín pronuncia las palabras mágicas: “¿Porqué no te venís un día a Gente de Arte….?”, que cambiarían el curso de mis acontecimientos y el rumbo definitivo de una historia personal.
FIN

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