domingo, 23 de noviembre de 2014

Cuentos bajo el Sol:Antonio Gonzalez

                                             Obra de Antonio J.Gonzalez

El gran río



Se asomó a la pequeña ventana de su taller. El escultor había dejado por un momento la argamasa con la que pretendía elaborar una figura vigorosa que representara la furia, el desconcierto y la rabia del hombre, pero se había detenido cuando sonó el primer trueno que anunciaba la tormenta. Debajo de él pasaban las aceitosas aguas del Riachuelo, lentas, pesadas, oscuras. Durante muchos años, todos los días, veía esas aguas que viajaban sin apuro hacia el Río de la Plata. Don Julio vivía allí, sobre la estructura rígida y herrumbrada del viejo puente que cruzaba el Riachuelo en dirección a Avellaneda. Resonaron varios truenos y un rápido destello iluminó el cielo gris que cubría las casas y galpones de la orilla opuesta. Fue un estallido que de pronto estalló en sus ojos cansados sobre los vidrios de la ventana. Garrón se acurrucó junto a sus pies y su cuerpo gris se hizo un ovillo buscando calor. Puso su hocico debajo de una de sus patas y gruñó levemente como un gemido. El escultor se inclinó y comprendió el temor que sacudía a quien acompañaba sus días. Era el mismo temblor que él estaba sintiendo, no sabe bien si era por la tormenta que se anunciaba o el insistente dolor en el vientre que no le dejaba estar mucho tiempo de pie. Justo a él que acostumbraba a treparse a los andamios, a las escaleras, para romper la piedra, modelar la arcilla o simplemente descubrir las formas que escondía la madera. Volvió a sentarse en el sillón con almohadones que hacía las veces de cama, escritorio, mesa de trabajo, donde su cuerpo reposaba y encontraba la posición justa para aquietar el paso incesante del agua bajo el puente de hierro.

Pensó un instante en este mediodía, no tenía apetito, pero Garrón otra vez se acurrucaba a sus pies y le disipó la idea sobre el alimento. Ahora su mirada se volvió hacia la mesa donde estaba la masa sin forma de donde debía surgir aquella figura que imaginaba con un gesto de rebeldía, el brazo con un puño apuntando hacia el cielo, sus piernas abiertas firmes sobre el suelo y un rostro aindiado, rudo, increpando… ¿A qué? ¿A quién? ¿Por qué…? Tantas cosas… Tantas razones había para el grito desgarrado de la furia…

En ese momento la tormenta se descargaba sobre el viejo puente, el río y su pequeña vivienda que, en forma de torre, perteneció alguna vez al encargado de subir y bajar el puente ante el paso de las embarcaciones que, hace mucho tiempo, traían y llevaban bultos al frigorífico La Negra y otras industrias que estaban a las orillas del curso de agua.

Él sabía mucho sobre esa historia. Habría trabajado en el frigorífico en su juventud, con sus ilusiones libertarias. Recordó en ese instante aquellos días del ‘40 cuando pararon las tareas durante varios días…

Garrón se levantó asustado, rápidamente bajó la escalera de madera y comenzó a ladrar en la puerta de entrada. La lluvia descargaba su golpeteo incesante sobre los techos y los vidrios de la casa. El agua bajaba con sus rezongos por las oxidadas cañerías, mientras el viento sacudía toda la estructura con un temblor leve, casi imperceptible para Don Julio, pero no para la sensibilidad canina. El escultor se puso de pie apoyándose en los brazos del sillón.

- Garrón... – llamó sin fuerza ni convicción. Se asomó sobre la baranda y miró al perro que se mantenía alerta ante la imaginaria amenaza que estaba más allá de la puerta de entrada. No atendió el llamado. Siguió con sus orejas atentas, su hocico hacia el espacio exterior, toda su estructura perceptiva atenta a las acechanzas que el animal intuía a través de las paredes.

- Garrón, vení… ¡Garrón! – gritó con esfuerzo, al mismo tiempo que se volvió hacia el sillón. Se dejó caer lentamente sobre los mullidos almohadones y buscó la mejor posición para un cuerpo lastimado, dolorido, cansado… Vio la masa inerte de la arcilla, las herramientas que esperaban su mano ágil, firme y segura buscando los relieves, las hendiduras y los significados. Pensó en aquella figura… levantándose pese a todo… gritando con fuerza su furia…

Garrón buscó el refugio de sus pies. Ahora atento a los sonidos de la tormenta, a las acechanzas más allá de este espacio apenas iluminado por la tenue lamparita que oscila sobre ellos. Sus ojos no podían alejarse de la puerta que estaba abajo, la lluvia que golpeaba el paisaje gris del suburbio, tal vez el mismo Riachuelo que ahora aceleraba su paso… Don Julio pasó su mano por la cabeza nerviosa del perro. Sus dedos se metieron en su pelaje negro, pero Garrón no apartó su vigilancia de aquella presencia que sólo él intuía.

Don Julio sumó sus fuerzas, fue hasta la mesa de trabajo, se acomodó los anteojos y sus manos amasaron esa materia tan familiar. Los dedos aún tenían el vigor y la ductilidad de siempre. Pronto apareció una figura que plantó firmemente en la base. Poco a poco surgía el cuerpo desnudo de ese hombre, erguido sobre sus piernas… el rostro ya insinuaba el gesto hacia arriba con la boca abierta en un grito… y el escultor enseguida amasó sus brazos musculosos, tensos…

El animal bajó por los escalones de madera y se colocó en posición de guardia ante la puerta de entrada y la tormenta… El martilleo de la fuerte lluvia llegaba allí a través de los ventanales, un hilo de agua se escurría por debajo de la puerta… Los ladridos de Garrón eran desesperantes, insistentes… sin abandonar su posición rígida y la mirada más allá de la puerta.

Las manos de Don Julio se aquietaron… rígidas, frías y ausentes, mientras las aguas corrían en busca del gran río y Garrón subía rápidamente por la escalera.... 


 


Mala Pata





Vos sabés que estoy contenta de haberlo hecho de una buena vez. Nunca estuve tan contenta. Yo sé que me entendés, Luis, aunque te canse con mis cosas. Los recuerdo y me río, como si les hubiese pinchado la barriga a los dos. O a los tres, porque todos eran iguales. El con su redonda cintura caída, ella con sus caderas como almohadones y el otro… No. Ahora los veo como pequeños canallas. Al principio me daban risa, a escondidas, cuando en mi pieza repasaba las ocurrencias. Pero en el fondo los veía desnudos.



No. No te rías, Luis. Los veía tal cual eran en realidad y no como los imaginé en la pensión. Desde allá era otra cosa. El parecía comprensivo, hasta simpático. No lo creí capaz de jorobar a nadie, a pesar de cobramos bastante salado en la pensión. Por eso me pareció bien su proposición. De alguna manera se va arreglar, me dijo cuando le expliqué que estaba sin trabajo. Y entonces me propuso servir en su casa. Agarré viaje en el momento; le debía tres semanas y de otro modo no podía pagar. Además la idea no me disgustaba. Casa y comida seguras, un trabajo que nunca había realizado pero al que no me costaría mucho acostumbrarme. Después de todo algo debía hacer y qué mejor que eso. No te imaginás, Luis, con qué entusiasmo acepté la proposición. Bueno, siempre me ocurrió lo mismo. También cuando vine a la casa de aquellos tíos cascarrabias. Y cuando empecé a trabajar en la fábrica de bolsas. Pero nunca duró mucho ese entusiasmo. Mala pata ¿sabés? Me persiguió siempre.

Es así, Luis. Mala pata y nada más. Mirá lo de los gordos si no. A mí sola me ocurren esas cosas. A veces una la liga sin comerla ni beberla. ¿Y eso qué es? Mala suerte nomás. ¿Qué culpa tenía para aguantar a esos viejos rezongones y desconfiados aunque fueran mis tíos? ¿Qué culpa? ¿Y por qué me despidieron justo a mí, decime, y no a otras? ¿Qué diablos tenía yo que ver con que iban mal las cosas, con que se vendían menos bolsas de papel y todas esas excusas? ¿Me querés de cir, Luis? Ni la indemnización me pagaron. A mí me persigue la yeta.



No, no quise decir eso, Luis. Con vos es otra cosa. Algo distinto. Como la lotería, ¿sabés? Me ayudaste a salir de allá y eso sí que no es yeta. Estaba harta, vos lo sabés bien, cansada de soportarlos. Los primeros días me divertían. Esperaba entrar a una residencia lujosa, bacana, como el Torino flamante que estacionaba frente a la pensión. Pero me encontré con una casa sin revoques en las paredes, desordenada, con cosas viejas por todos lados y tierra hasta... bueno, hasta donde podés imaginarte. A los pocos días cambió todo.



Carmencita sos un amor, me dijo la señora. Y eso de Carmencita sonó en mis oídos con tono gracioso y confianzudo. Lo acepté con una sonrisa pero enseguida se volvió una campana insistente y falsa. Carmencita de mi alma, ¿me peinás? Carmencita querida, traeme un vaso con agua. Carmencita tesoro, acompañame a comprar. Y entonces me tomaba del brazo y comenzábamos a andar, ella con su impresionante cuerpo desparramándose por todos los costados. Y debía decir que sí cuando me preguntaba: ¿No, es cierto, Carmencita?, aunque supiera que su fanfarronería no engrupía a nadie. Comencé a sentirme molesta y estúpida a su lado. El pobre marido no participaba de ese juego; dejaba hacer, únicamente le preocupaba su negocio con metales viejos y robados y la pensión para señoritas y matrimonios, con muchas señoritas y poco matrimonio. Buena pilcha, también.



¿Te acordás, Luis, cuando lo vimos en Constitución? Salía de un hotel con Elsa, mi compañera de pieza. Con su cara redonda y satisfecha depositó su mole en el rojo tapizado del Torino. ¿,Te acordás? No, si ahora me avivo cómo cobraba algunas deudas.



Dejame, Luis, me destapás.



Pero todo eso no hubiera sido nada si no fuera por Carlitos, ese canallita rechoncho que atravesaba el comedor con sus zapatos embarrados, que me largaba la bicicleta en medio de la cocina my abandonaba los restos de comida en cualquier lugar de la casa. Carlitos no me dejés esto por el medio, le decía yo y él seguía devorando el Patoruzú con .los pies sobre la mesa, sin atenderme; como si nada. Carlitos hacé caso, le decía la madre como al pasar; sólo por satisfacer mis rezongos.



Me haces cosquíllas, Luis, saca la mano.



Escuchame ahora. ¿No hice lo que debía hacer? Que algunas veces se le ocurriera perseguirme y empujarme, que otras me golpeara detrás de las rodillas para divertirse, que también se colgara de mi cintura y me pellizcara las nalgas podía tomarse por travesuras y nada más. Pero lo peor es que pasó el límite y ya no podía ser. Eso de entrar a mi pieza mientras dormía, acostarse en mi cama y abrazarme desde atrás apretándome los pechos, era lo último. y no aguanté más. Lo sacudí de los pelos y le pegué con todas mis fuerzas hasta que salió gritándome porquerías. Cuando los padres regresaron les conté muy nerviosa lo que pasó. No era posible callar, Luis, era necesario castigarlo como correspondía. Carlitos comenzó a decir que le pegué, que le arranqué los pelos, que lo arañé, que lo pateé y lo tiré al suelo. A la señora se le pusieron coloradas las mejillas y su nariz se hinchó de indignación. Gritaba, sacudía su brazo robusto y me amenazaba con su dedo índice. Qué me creía, quién era yo para levantarle la mano a su hijo, qué derecho tenía, que sea la última vez. que no iba a permitir que una como yo y qué sé yo cuantas cosas más. El marido sonreía y no pude escuchar más. Corrí a mi pieza y me tiré llorando sobre la cama. Decime: ¿qué debía hacer?


Y me vine con vos, Luis, porque ya no soportaba más. A vivir con vos de cualquier forma, con alguien que me comprendiera. Decime si estuve equivocada.

Eh, Luis, decime.

¿Me escuchás, Luis?

Ufa, otra vez te quedaste dormido.

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El septyimo cielo en los ojos n°60