En
efecto, lo que revela la experiencia mística es una ausencia de
objeto. El objeto se identifica con la discontinuidad y la
experiencia mística, en la medida que tenemos fuerza de operar una
ruptura de nuestra discontinuidad, introduce en nosotros el
sentimiento de la continuidad.
Georges
Bataille
I
Para
llegar a la unión con lo divino, al menos según los teólogos y
tratadistas religiosos, hay tres caminos o vías: la vía purgatoria
(que implica el momento de la purificación de los pecados), la
iluminativa (que sería el estadio resultante luego del ejercicio
ascético) y la unitiva (la perfecta unión con Dios). Esta última
vía, quizás la más compleja, es la que conduce al estado
beatífico, estado de arrobamiento y plenitud que sólo puede
describirse a través de una metáfora: el matrimonio espiritual.
La
poesía mística está signada por la carencia, carencia del objeto
amado (como bien nos indica Bataille en el epígrafe elegido) y
carencia del lenguaje apto para dar cuenta de ello que, no obstante y
paradójicamente, duplica el sentimiento de orfandad. Esta suerte de
erotismo sagrado estará acompañada por la noción de inefabilidad,
inefabilidad que, por otra parte, caracteriza todo hecho poético por
ser justamente el fenómeno que le da existencia.
Este
matrimonio espiritual es, además, autorreflexivo, ya que al objeto
deseado, ausente en lo concreto, se lo busca en el interior del
sujeto deseante. El místico ama más la huella de Dios en su
interior que a Dios mismo, lo que lo transforma en una suerte de
onanista espiritual. Echémosle un vistazo a estos versos de santa
Teresa para obtener un ejemplo más o menos digno:
Aquesta
divina unión
del
amor con que yo vivo,
hace
a Dios ser mi cautivo
y
libre mi corazón;
mas
causa en mí tal pasión
ver
a Dios mi prisionero
que
muero porque no muero.
Las
imágenes que encontramos en la poesía mística están relacionadas
con la tradición cortesana amatoria del Siglo de Oro, tradición en
la que estos poetas, sin lugar a dudas, abrevaron. Lo cierto es que
no siempre fueron comprendidos. Sus contemporáneos no vieron con
buenos ojos la marcada proliferación de signos inequívocamente
eróticos que los poemas de estos místicos presentaban, al punto de
tildarlos de herejes en la mayoría de los casos, cuando no, de
intentar directamente proscribirlos. Remarcable es la explicación en
prosa que se vio obligado a hacer san Juan de la Cruz para justificar
el presunto exceso de sus poemas mayores: «Noche oscura», «Cántico
espiritual» y «Llama de amor viva». Podríamos agregar, acordando
con Alain Torraine, que la historia de la vida religiosa en nuestro
occidente judeocristiano, no es otra que la historia del
distanciamiento creciente entre el racionalismo aristotélico
transformado por los teólogos y la mística del sujeto perdido en el
amor a Dios. La continuidad de la que habla Bataille, esa suerte de
completud trascendental, sólo se da en el solipsismo.
«Las
palabras no sirven», arriesgan los colmados de tanta vida interior
que la asumen inefable, y es esta misma inefabilidad la que los
llevará a consagrarse a una técnica o estética de la brevedad, de
lo sucinto. Esto calará hondamente en la historia de la poesía
occidental y tendrá su apogeo en la poesía pura de cuño
simbolista. Así, el lirismo integrador propuesto por los místicos
busca menos las maratones verbales que el silencio primordial, menos
el fárrago de la oratoria que la contención expresiva.
II
Para
definir el impresionismo literario —en el supuesto caso de que algo
así exista— nos vemos forzados a hacer una revisión de los
postulados estéticos de su rama pictórica, la más significativa
por cierto. Monet es el que, sin proponérselo, le da el nombre a
toda una escuela cuando le pone a un cuadro suyo el título de
Impresión.
Manet, nombre que a primera «impresión» puede sonar parecido al
del pintor antes mencionado, afirmaba que «sólo hay una cosa
verdadera, plasmar al primer golpe lo que se ve y no se plasma un
paisaje, una marina, una figura: se plasma la impresión que se tiene
a una hora del día de un paisaje, de una marina, de una figura».
Sin
dudas, el arquetipo de escritor impresionista se establece a partir
de Marcel Proust. Este ambicioso y bergsoniano literato en A
la sombra de las muchachas en flor,
no casualmente, se detiene en la descripción de los cuadros de un
pintor inexistente (un tal Elstir), en cuyo arte se reconocen
analogías con las obras de los pintores impresionistas. El
impresionismo reproduce las cosas como las percibimos en el primer
momento, el único genuino momento, el momento en el que nuestro
intelecto no filtra sensaciones, no reduce a conceptos meras
apetencias, el momento en el que no necesita todavía explicarnos qué
son las cosas y en el que no hemos sustituido la impresión que nos
han producido por las nociones que poseemos acerca de ellas.
El
concepto de «epifanía», instaurado por Joyce, es otro ejemplo de
impresionismo literario. Este recurso o fenómeno es una construcción
tardía de origen simbolista, digamos que, la epifanía es un
éxtasis, pero un éxtasis sin Dios; no es la «Trascendencia», sino
la fatigada trascendencia de las cosas de este mundo. Los invito a
entender lo expuesto en este fragmento también joyceano: «Una
muchacha estaba ante él en medio de la corriente: sola e inmóvil,
mirando hacia el mar. Parecía una criatura transformada como por un
encanto en un extravagante y hermoso pájaro marino».
Esta
epifanía o aparición es promovida por la proyección, saturada de
esteticismo, de un «yo» que se dispara queriendo enriquecer todo lo
que lo rodea con la belleza crítica, teórica e ideal que detenta
muy a pesar suyo. El impresionismo es una catarsis natural para los
enfermos de belleza.
Los
impresionistas, ya sean literarios, ya pictóricos, también fueron
combatidos por la moral instituida. Max Nordau, expandiendo el
análisis «lombrosiano», intentó demostrar que no siempre los
degenerados son los criminales, prostitutas y lunáticos, sino que,
con frecuencia, son autores y artistas. Para Nordau, el degenerado
artista moderno (al igual que el criminal) carecía de sentido moral.
La impresión es anterior a lo axiológico, es vital y subjetiva
simplemente.
La
sublimación de la experiencia que, en muchos casos, es sinónimo de
deseo, también tendrá sus representantes en el universo de habla
hispana. No hay un autor de lengua española que comporte tanto
aspectos de la poesía mística como del impresionismo literario,
siendo, en sí mismo, la síntesis de la dialéctica expuesta en este
opúsculo, como Gabriel Miró. La sensualidad, la sensibilidad, el
sentimiento de su prosa, forman un mundo sin deformar el nuestro. Es
que esos materiales, bien afirmaba Miró, se salvan por una crisis de
formaciones: la serie de sonidos significativos, sugestivos y
alusivos. La palabra, como la música, al menos para Miró, resucita
realidades, las valora y exalta. Es que la palabra, subiendo a la
pureza inefable, logra un estado de existencia desconocido, situado
más allá de la expresión y sólo por ella sostenida.
III
La
inefabilidad es lo que los místicos plantearon como problemática y
lo que los impresionistas literarios, no pudiendo resolverla,
hicieron un rasgo estilístico. Miró, como dijimos más arriba, es
el justo equilibrio entre las dos claras puntas del camino. Miró
hace del símbolo algo conspirativo contra el orden declarativo del
discurso utilitario. El siguiente fragmento es un válido ejemplo de
esto mismo:
¿Quién
recogió las aguas entre sus brazos como una túnica? Únicamente
Dios. Ya lo sabe Sigüenza. Sigüenza y muchos quisieran gozar del
agua, cogiéndola, ciñéndola, modelándola como una ropa dócil a
nuestros dedos. Se lo hace decir a Salomón en sus proverbios, que
sea el agua tan infinita en sí misma, tan incorpórea en su cuerpo y
la codicia de tenerla y de romperla en su unidad, fugaz y perdurable.
Miró,
como todo poeta, quiere aprehender la realidad en una noción
plástica y sonriente. Íntimamente, el acoso de la inefabilidad yace
en estado de latencia. La búsqueda estética o religiosa, si no son
lo mismo en algún punto, no es otra cosa que la búsqueda de alivio
y armonía. Pero, no lo olvidemos, y Alejandra Pizarnik así nos lo
recuerda en lo que sigue, el problema está presente:
explicar
con palabras de este mundo
que
partió un barco de mí llevándome.
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