“Y vi un ángel descender del cielo, que
tenía la llave del abismo, y una gran cadena en sus manos…”
(Apocalipsis; Cáp. 20, versículo 1)
Premio APDH.
Esa noche se había descuidado más de lo debido. Claro que
no era la primera vez que sus guardaespaldas lo dejaban solo.
Recordaba que los despidió en tres oportunidades al salir de
distintos boliches bailables de la Recoleta y otras tres se atrevió
a pasear solo por la peatonal de Mardel.
Lo hacía para probarse y probar a los demás. Muy pocos lo
reconocían, salvo esa mujer que lo insultó y logró evitar
alejándose rápido en el coche que tenía estacionado muy cerca.
En los lugares de baile no le iba mal con algunas chicas y
tranzaba con facilidad, pero tomaba la precaución de no dar su
nombre y apellido verdaderos de primera intención.
Lo malo era que luego de reconocerlo, esas chicas evitaban
prolongar esa relación. Prejuicios de padres o amiguitas idiotas, se
decía, y procuraba no hacerse problemas.
Pero le gustaba recordar el levante de Laura, una minita de
La Plata, recién egresada de Psico, y que no pestañeó cuando le
descubrió su auténtica personalidad. Cosa distinta, parecía que
luego de esto Laura se enganchó más con él.
-¿No me tenés miedo, Laura, como las otras pibas?
-¿Por qué? Mirá, yo no se nada y además se dicen tantas
cosas… que es difícil reconocer cuánto hay de verdad.
-Hacés bien en no creer toda esa bazofia que se publicó,
es puro sensacionalismo.- Y no se habló más del asunto.
Por las dudas, les encargó a sus amigotes del Servicio de
Inteligencia Naval que la investigaran. -Está limpia, Querubín- ,
le informó la Hiena Fernández, capitán con su misma graduación.
-No te hagás problema... ¡Ah!, y cuándo la reventés, ojo con el
SIDA, si es que la encontrás estrecha… ¡Ja, ja, ja!
Agradeció el informe de la Hiena, pero no pudo evitar un
gesto de contrariedad.
-¿Qué te pasa, Arco Voltaico?
-No jodás, Fernández, ¿querés?
-Bueno sería que el Querubín, inventor de la cucharita
eléctrica para arrancar clítoris rebeldes, se haga ahora el
estrecho.
No contestó y se fue sin saludarlo.
Sin saludar siquiera, como hace unas horas que se fue de la
discoteca por otra salida y no sabe por qué lo hizo, no sabe por qué
se largó a caminar solo, con el eco de sus pasos. Quizás quiere
probarse y probar a los demás.
Y son unos pasos sigilosos que cree reconocer y escuchar,
pero ya se volvió tres veces y no descubrió nada. Sólo su sombra
en las paredes.
-¿Mister, me paga una copa?- , le rogó esa puta vieja a
la entrada del piringundín infecto. Se la pagó por el hecho de no
haberlo reconocido.
Ahora, nuevamente en la noche y en la calle.
Y la sombra vuelve a ganarle a sus pasos. El Querubín
pretende ganarle al tiempo y a los recuerdos, al recuerdo de la
primera flor madre entregada, a las monjitas francesas que delató y
luego salvajemente torturaron en la escuelita. A los familiares
chupados, a la jovencita sueca que baleara sin miramientos, a las
mujeres que violara en noches de infierno y de orgías, a esa cara
incrédula de Sor Irene que no puede comprender que él, el rubito,
sea uno de los martirizadores y no uno de los desaparecidos.
Es ese rostro de la monjita francesa, transido de dolor y
espanto, que nunca podrá olvidar. Rostros y más rostros, de
sufrimientos, de miedos, de iras, de tormentos, de agonías, de
muertes, grabados por siempre en sus retinas, repetidos rostros e
infaltables en la soledad de sus sueños.
Soñar, escapar, caminar como un sonámbulo, para escuchar
con su oído de fiera siempre en acecho, otra vez, pasos que lo
siguen, que se le acercan, y antes que nada, sin titubear, sin
preguntar, volverse una sombra dentro de la sombra. Llevar la mano a
la sobaquera, sacar ya martillada su arma, y dispararle a la sombra
que lo viene siguiendo y se acercó demasiado. Y disparar una, dos,
tres veces, y ver que la sombra se retuerce, grita y cae, y es una
voz que cree conocer: es la voz apagada de Laura, su único amor
sincero, que salió a buscarlo esa noche. Pero a ese grito apagado ya
no le alcanza el encuentro, ni le alcanza la noche.
El otro final
Cansado de repetirse esta historia, el
cuentero del susodicho engendro se enteró de esta nueva y real
ficción.
…Y la sombra vuelve a ganarle a sus pasos, las sombras...
Entonces, parapetarse detrás de otra y distinguir que no es una, que
son dos, que son tres, que son… Y sin preguntar siquiera llevar la
mano hacia la sobaquera y disparar el arma ya martillada y hacerlo
una, dos, tres veces y luego nada, sólo el silencio.
Y sorprendido sentir un gusto amargo y salobre en la boca.
Una respiración entrecortada, un sudor áspero. Ver que las siluetas
se desplazan. Escuchar extrañado un llanto casi histérico, su
propio llanto, sentirse mojados los pantalones por el orín rancio, y
ese olor nauseabundo de sus heces entrecortadas.
Pegarse a ellas en el revuelco por evitar la supuesta
emboscada. Ahora sí, ver el estallido de uno, dos, tres fogonazos
púrpuras en la noche que le van entrando de a poco, como rosas de
fuego.
Y mojarse nuevamente con su propio orín, el sudor, la
mierda, y esbozar un pedido de piedad, y ver la figura de Laura
parada con su metralleta, flanqueada por dos compañeros,
contorsionada por los movimientos, por el llanto y esas lágrimas que
le empañan la mira del arma que está disparando.
Y escuchar ese grito que sale de Laura desde el pecho,
desde el estómago, desde los ovarios. El grito que no es de ella,
sino de los otros, los de las sombras y los recuerdos.
El grito que lo va apagando de a poco, sin alcanzarle la
noche.
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