domingo, 29 de octubre de 2017

Silvia Favaretto


BIOGRAFÍAS LÍVIDAS. La poesía femenina italiana en los siglos.



Todas las veces que me invitan a un festival como autora representante de la literatura italiana, me resulta inmediato refleccionar sobre de qué forma mi escritura se inserta en el panorama literario nacional y si realmente merezco el rol de portavoz de tal tradición. Súbitamente un sentido de angustia me cerca la garganta. Una tal responsabilidad aplastaría a cualquiera. Quiero decir, el suelo italiano dio luz a Dante, a Petrarca, a Montale, a Ungaretti: ¿qué puedo escribir yo que esté a la altura de tanta grandeza? Nuestro pasado me incomoda, como siempre me es más grato vivir el presente: las maletas de la herencia son un fardo enorme, un bulto que estorba. Las raíces profundas dan más firmeza, es cierto, pero al mismo tiempo estancan y bloquean. Prefiero pensar en tener raíces aéreas. Prefiero no cargar con tantos ilustres escritores a cuestas.
Pero esta vez puede que me escape un poco de ser la abanderada de los consagrados: me invitaron a un festival de poesía femenina: puedo prescendir de ser la nieta de los grandes autores, me conformo con ser huérfana de tantos padres. Hoy sólo soy la hija legítima de tantas, igualmente valiosas pero menos altísonas, madres. Me sienta bien: me acomodo entre los tejidos femeninos, respiro de entre la urdimbre más fácilmente, el espejo me restituye una imagen más nítida en la que puedo reconocerme, puedo atreverme a sentirme parte de eso, de la literatura femenina italiana. Recojo el pendón, lo apoyo en mis hombros y me echo a andar.
Las mujeres escritoras de mi país han sido muchas y algunas injustamente olvidadas. Intentaré, en las líneas siguientes, rendir justicia a algunas de ellas dando testimonio de sus vidas al público salvadoreño, para que las descubran y talvez les entren ganas de conocerlas mejor. Me limitaré a las poetas y desde ya sé que olvidaré mencionar a algunas y por la brevedad de este espacio que se me concede, tendré que omitir detalles y profundizaciones que dejo a la labor de los lectores más curiosos (despertar curiosidad intelectual...¡ qué encargo más dichoso!)
Empezaré aclarando que, en Italia como en toda Europa, en los primeros siglos en que los hombres ya componían sus escritos, leer y escribir no era patrimonio de las mujeres: a las muchachas no se les daba una educación literaria, y aun cuando algunas hermanas aprovechaban de las clases impartidas a los hijos varones de la familia, puesto que llegaran a componer versos, no habrían encontrado la valentía ni la forma de publicarlos. Pero, siendo la nuestra una tierra de milagros y bendiciones, tenemos una excepción: Compiuta Donzella, una poeta de la zona de Florencia, que en el siglo XIII dio a conocer bajo seudónimo (en una época en la que ningún escritor tenía la necesidad de esconder su nombre) algunos sonetos que llegaron hasta nosotros. Significativo resulta el contenido de uno de los sonetos en el que hablando en primera persona Compiuta Donzella denuncia: “mi padre me hace sufrir mucho, pues quiere regalarme a un señor, y yo no tengo ganas ni deseo de eso y paso las horas atormentada, y no me hace feliz mirar a las flores o a otras plantas” (todas las traducciones en este artículo son mías: reconozco la dificultad de esta tarea y la asumo como desafío pues mi única intención es trasladar el sentido de lo expresado para que el lector lo entienda en su idioma natal).
La siguiente poeta que quisiera mencionarles es Tullia d’Aragona (1508- 1556), una cortesana de Roma, quien escribió rimas de amor siguiendo el estilo de Petrarca. Aun teniendo amores con muchos hombres influyentes de la época, ella se sentía principalmente una escritora y tuvo que padecer la humillación de tener que llevar las “marcas” impuestas a las mujeres de su oficio (un velo o un moño de color amarillo). La crítica intentó atribuir su obra a un hombre, talvez porque los poemas eran demasiado buenos para que se les considerara femeninos: “siento que su rayo divino, cuanto más lejos él vaya, más me arde en fuego: no me alivia acercarme a las fuentes o entrar en los bosques: las olas, la frescura y la sombra no pueden nada contra mi mal”.
Pero fue en 1559 que se abrieron nuevas posibilidades para las poetas por la histórica publicación de una antología de poesía femenina con selección de Ludovico Domenichi, hecho que testimonia la llegada de una época culta y más libre en la que las mujeres empezaron a poder cultivar las letras. De esta época es Barbara Torelli Strozzi (1475-1533), de Parma, quien escribió un soneto a la muerte de su segundo marido asesinado dos meses después de las nupcias: “quisiera con mi fuego entibiar su fosa helada, volver a amasar el polvo con el llanto, y así llevarlo a nueva vida y quisiera, altiva y atrevida, mostrarlo a él que quebró nuestro nudo de amor, diciéndole que el amor, cruel monstruo, puede hacer tanto”. De su vida frenética se sabe que su primer matrimonio terminó por la muerte del marido que había intentado prostituirla varias veces. El segundo marido, un político conocido y cercano a Lucrezia Borgia, en cambio fue acuchillado con 22 puñaladas en la calle, frente al que se convertiría en un monasterio.
Otras poetas de la época tuvieron una biografía parecida: Veronica Gambara (1485-1551), de Brescia, se quedó viuda a los 28 años y gobernó sola el estado de Correggio, dedicándole rimas ardientes al marido, antes y después de su muerte; Vittoria Colonna (1490-1547), joven viuda romana, amiga de Miguel Ángel, escribió de la muerte del marido: “a él la pesada muerte le quitó un dulce y breve sospiro, a mi me dejó el amargo y eterno luto”. Más trágico aún el hado de Isabella di Morra (1520-1548), dejada en custodio a los hermanos pues el padre estaba exiliado en Francia; en su breve vida escribió versos atrapada en el castillo de su familia, enamorándose de un noble español y por esta razón desencadenando la ira de los hermanos que lo mataron a su preceptor, al español y finalmente a ella también.
Del mismo siglo son algunas poetas venecianas a las que bien se podría dedicar otro entero artículo, centrado en la ciudad misma. Pasando en cambio al siglo XVII y XVIII cabe destacar a Faustina Maratti (1679-1745), hermosa esposa de un escritor conocido, Zappi. La mujer escribió tristes y elegantes versos a la muerte de su hijito, y, unida a ella en este trágico aspecto biográfico y literario, está Eleonora de Fonseca Pimentel (1752-1799), marquesa napolitana que terminó su vida a los 47 años en el patíbulo por razones políticas y que se conoce por 5 sonetos en muerte de su hijo.
En fin, llegando al siglo XIX hay que destacar el nombre de Evelina Cattermole Mancini (1849-1896), de Florencia, con una vida atormentada por amores inquietos y asesinada por el novio, o Amalia Guglielminetti (1881-1941), de Turín, quien tuvo una larga relación con el poeta Guido Gozzano y escribió poemas sensuales e inquietos: “El odio a menudo se confunde con el amor que se humilla y desconfía, ya que igual pasión los dos guía, por sus calles profundas. En nosotras yace, quizás, una mártir que goza de su martirio, y una prisionera que se rebela y roe sus cuerdas. Una quisiera besar esa mano que la golpea y la otra clavarle un mordisco deshumano”.
De las poetas nacidas en el siglo XX me atrevo a mencionar solo a dos, pues de los contemporáneos siempre es más arriesgado hablar, porque carecemos de perspectiva histórica. Amelia Rosselli (1930-1998), poeta muy admirada y reconocida, murió suicida, y a ella me ata un apellido materno. Antonia Pozzi (1912-1938), de Milán, también muerta suicida, a los 26 años, a ella me ata en cambio una profunda admiración. Su obra apareció póstuma: de ella nos quedan un diario íntimo en versos y un libro de poemas dedicados a Flaubert que apareció en 1950. Tuvo un amor prohibido con su profesor de latín y la relación terminó obstaculizada por su familia. El padre, que le sobrevivió, se ocupó de censurar sus poemas, inclusive volviéndolos a escribir. Se debe a la labor filológica de una monja, que se graduó con una tesis sobre la obra de la poeta milanés, si hoy en día conocemos versos como:
Por la demasiada vida que tengo en la sangre, tiemblo en el ancho invierno”
Vivo de la poesía como las venas viven de la sangre”
Entre todas, Antonia es la que más siento como afine a mi forma de percibir la realidad y describirla. Si tuviera que elegir a un numen del que desciendo, una madre protectora entre las muchas mujeres poetas que he mencionado en este artículo, me quedo con Antonia, camino a lo largo del río dándole la mano, voy por ella, para que me acompañe en este viaje al Festival de poesía de Occidente, que me ayude a no hacer desfigurar la poesía femenina italiana, que me consuele cuando los hombros se me llaguen con tanta carga, con tantas vidas agudas, intensas, trágicas y quebradas que me arrastro, atadas a los nudillos de las manos con las que escribo.
Pintura de de Domenico Ghirlandaio, siglo XV

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