LAS PANTERAS Y EL TEMPLO
Y sin embargo sé que algún día tendré un descuido, tropezaré con un
mueble o simplemente me temblará la mano y ella abrirá los ojos
mirándome aterrada (creyendo acaso que aún sueña, que ese que está ahí
junto a la cama, arrodillado y con el hacha en la mano, es un asesino de
pesadilla), y entonces me reconocerá, quizá grite, y sé que ya no podré
detenerme.
Todo
fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras corregía aquella historia
del hombre que una noche se acerca sigilosamente a la cama de su mujer
dormida, con un hacha en alto (no sé por qué elegí un hacha: ésta aún no
estaba allí, llamándome desde la pared con un grito negro, desafiándome
a celebrar una vez más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de pronto,
que el hombre no mataba a la mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror
consistía, justamente, en eso: él guardará para siempre el secreto de
aquel juego; ella dormirá toda su vida junto al hombre que esa noche
estuvo a punto de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza rubia (por qué
rubia y luminosa, por qué no podía dejar de imaginarme el esplendor de
su pelo sobre la almohada), y ese secreto intolerable sería la infinita
venganza de aquel hombre. La historia, así resuelta, me pareció mucho
más bella y perversa que la historia original.
Inútilmente,
traté de reescribirla. Como si alguien me hubiese robado las palabras,
era incapaz de narrar la sigilosa inmovilidad de la luna en la ventana,
el trunco dibujo del hacha ahora detenida en el aire, el pelo de la
mujer dormida, los párpados del hombre abiertos en la oscuridad, su odio
tumultuoso paralizado de pronto y transformándose en un odio sutil,
triunfal, mucho más atroz por cuanto aplacaba, al mismo tiempo, al amor y
a la venganza.
Me sentí incapaz, durante días, de hacer algo con aquello. Una tarde,
mientras hojeaba por distraerme un libro de cacerías, vi el grabado de
una pantera. Las panteras irrumpen en el templo, pensé absurdamente. Más
que pensarlo, casi lo oí. Era el comienzo de una frase en alemán que yo
había leído hacía muchos años, ya no recordaba quién la había escrito,
ni comprendí por qué me llenaba de una salvaje felicidad. Entonces sentí
como si una corriente eléctrica me atravesara el cuerpo, una idea,
súbita y deslumbrante como un relámpago de locura. No sé en qué momento
salí a la calle; sé que esa misma noche yo estaba en este cuarto mirando
fascinado el hacha. Después, lentamente la descolgué. No era del todo
como yo la había imaginado: se parece más a un hacha de guerra del siglo
XIV, es algo así como una pequeña hacha vikinga con tientos en la
empañadura y hoja negra. Mi mujer se había reído con ternura al verla,
yo nunca me resignaría a abandonar la infancia. El día siguiente fue
como cualquier otro. No recuerdo ningún acontecimiento extraño o anormal
hasta mucho después. Una noche, al acostarse, mi mujer me miró con
preocupación. “Estás cansado”, me dijo, “no te quedes despierto hasta
muy tarde.” Respondí que no estaba cansado, dije algo que la hizo
sonreír acerca del fuego pálido de su pelo, le besé la frente y me
encerré en mi escritorio. Aquélla fue la primera noche que recuerdo
haber realizado la ceremonia del hacha. Traté de engañarme, me dije que
al descolgarla y cruzar con pasos de ladrón las habitaciones de mi
propia casa, sólo quería (es ridículo que lo escriba) experimentar yo
mismo las sensaciones (el odio, el terror, la angustia) de un hombre
puesto a asesinar a su mujer. Un hombre puesto. La palabra es
horriblemente precisa, sólo que ¿puesto por quién? Como mandado por una
voluntad ajena y demencial me transformé en el fantasma de una invención
mía. Siempre lo temí, por otra parte. De algún modo, siempre supe que
ellas acechan y que uno no puede conjurarlas sin castigo, las panteras,
que cualquier día entran y profanan los cálices. Desde que mi mano
acarició por primera vez el áspero y cálido correaje de su empuñadura,
supe que la realidad comenzaba a ceder, que inexorablemente me
deslizaba, como por una grieta, a una especie de universo paralelo, al
mundo de los zombies que porque alguien los sueña se abandonan una noche
al caos y deben descolgar un hacha. El creador organiza un universo.
Cuando ese universo se arma contra él, las panteras han entrado en el
templo. Todavía soy yo, todavía me aferro a estas palabras que no pueden
explicar nada, porque quién es capaz de sospechar siquiera lo que fue
aquello, aquel arrastrarse centímetro a centímetro en la oscuridad, casi
sin avanzar, oyendo el propio pulso como un tambor sordo en el silencio
de la casa, oyendo una respiración sosegada que de pronto se altera por
cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un estallido
sólo porque ella, mi mujer que duerme y a la que yo arrastrándome me
acerco, se ha movido en sueños. Siento entonces todo el ciego espanto,
todo el callado pavor que es capaz de soportar un hombre sin perder la
razón, sin echarse a dar gritos en la oscuridad. Acabo de escribirlo:
todo el miedo de que es capaz un hombre a oscuras, en silencio.
Creí
o simulé creer que después de aquel juego disparatado podría terminar
mi historia. Esa mañana no me atreví a mirar los ojos de mi mujer y tuve
la dulce y paradojal esperanza de haber estado loco la noche anterior.
Durante el día no sucedió nada; sin embargo, a medida que pasaban las
horas, me fue ganando un temor creciente, vago al principio pero más
poderoso a medida que caía la tarde: el miedo a repetir la experiencia.
No la repetí aquella noche, ni a la noche siguiente. No la hubiese
repetido nunca de no haber dado por casualidad (o acaso la busqué días
enteros en mi biblioteca, o acaso quería encontrarla por azar en la
página abierta de un libro) con una traducción de aquel oscuro símbolo
alemán. Leopardos irrumpen en el templo, leí, y beben hasta vaciar los
cántaros de sacrificio: esto se repite siempre, finalmente es posible
preverlo y se convierte en parte de la ceremonia.
Hace
muchos años de esto, he olvidado cuántos. No me resistí: descolgué casi
con alegría el hacha, me arrodillé sobre la alfombra y emprendí, a
rastras, la marcha en la oscuridad. Y sin embargo sé que algún día
cometeré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará
la mano. Cada noche es mayor el tiempo que me quedo allí hipnotizado por
el esplendor de su pelo, de rodillas junto a la cama. Sé que algún día
ella abrirá los ojos. Sé que la luna me alumbrará la cara.
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