George Sand(Francia)
De niña, querida Aurora, me
atormentaba mucho no entender lo que las flores se decían entre ellas. Mi
profesor de botánica me aseguraba que nada decían; acaso porque era sordo o
porque quería ocultarme la verdad, me juraba que las flores no decían
absolutamente nada.
Yo sabía que no era así. Las oía
balbucear confusamente sobre todo bajo el rocío de la noche, pero hablaban
demasiado bajo para que pudiese captar sus palabras; y además, como eran
desconfiadas, cada vez que yo pasaba cerca de las plantaciones del jardín o por
la senda del prado, se alertaban con una especie de "psitt" que
corría de una a otra. Era como si dijesen a lo largo del cantero:
"Cuidado, ¡hagamos silencio! Aquí está la niña curiosa que nos
espía".
Me obstiné. Aprendí a caminar tan
suavemente, sin rozar la menor brizna de hierba, que ellas ya no me escuchaban
y así logré arrimarme muy cerca, muy cerca; entonces, agachándome bajo las
sombras de los árboles para que no viesen mi sombra, pude oír al fin lo que
decían.
Hacía falta prestar mucha
atención. Sus voces eran tan pequeñas, tan dulces y tan agudas que se las
llevaba la menor brisa; que el rumor de las mariposas y las orugas las tapaban
por completo.
Ignoro en que idioma hablaban. No
era francés, tampoco latín que por entonces me enseñaban; sin embargo, yo
entendía. Sentía, incluso, que comprendía mejor esas palabras que todas las que
hubiese oído hasta entonces.
Una noche, me tendí en el suelo y
no me perdí nada de lo que decían, allí muy cerca, en un rincón resguardado.
Como todo el mundo hablaba en el jardín, debía resignarme a no descubrir más de
un secreto por vez. de modo que permanecí sin moverme y le oí decir a una de
las amapolas:
- Señoras y señores, es tiempo de
terminar con las simplificaciones. Todas las plantas son igualmente nobles;
nuestra familia no es menos que ninguna otra, y, aunque acepto el reinado de la
rosa, declaro que estoy harta y que no le concedo a nadie el derecho de creerse
de mejor cuna y con más títulos que yo.
A esto las margaritas respondieron a coro que la oradora amapola tenía razón. Y una de ellas, la más grande y la más fuerte, pidió la palabra y dijo:
Nunca he podido entender los
grandes aires que se dan las rosas. ¿En que sentido, me pregunto, una rosa es
más bonita y está mejor hecha que yo? La naturaleza y el arte supieron ponerse
de acuerdo para multiplicar el número de nuestros pétalos y el brillo de
nuestros colores. Nosotras somos más ricas, ya que la más bella de las rosas no
supera los doscientos pétalos, mientras que nosotras llegamos a poseer hasta
quinientos. En cuanto a los colores, tenemos el violeta y el azul casi puro,
que la rosa jamás tendrá.
Yo, dijo otra flor -, yo, la
princesa Delfinia, tengo el azul del firmamento en mi corola, y mis numerosas
parientas poseen la gama completa del rosa. La supuesta reina de las flores
tiene, por tanto, mucho que envidiarnos. y con respecto a su afamado perfume...
No me hable de eso, por favor -
interrumpió airadamente la amapola -. Las habladurías acerca del perfume me
ponen los nervios de punta. Al fin y al cabo, ¿Qué es el perfume? Una
convención establecida entre los jardineros y las mariposas. Personalmente,
pienso que las rosas hieden y que soy yo quien huele bien.
Nosotras no olemos - dijo la
margarita -, y ello es prueba suficiente, según creo, de nuestros modales y
nuestro buen gusto. Los olores son indiscreciones o jactancias. Una planta que
se precie no debería anunciarse con emanaciones. Su belleza debería ser
suficiente.
No comparto su opinión -
exclamó una inmensa adormidera que olía muy fuerte-. Los olores denotan
personalidad y salud.
Unas risas sepultaron la voz de
la inmensa adormidera. Los claveles se agarraban las costillas y las resedas
desfallecían. Pero, en lugar de enfadarse, la adormidera volvió a criticar la
fisonomía y el color de la rosa, que no estaba allí para defenderse; todos los
rosales acababan de ser podados y los brotes no eran más que unos pequeños
botones que apretaban sus lenguas verdes. Un pensamiento criticó con amargura a
las flores dobles y estas, que eran mayoría en el macizo, alzaron su protesta.
Pero había tantos celos contra la rosa, que todos se reconciliaron y se unieron
para denigrarla. El pensamiento tuvo su rato de éxito cuando comparó a la rosa
con un repollo y añadió que prefería a este último a causa de su tamaño y su
utilidad. Lo que estaba oyendo me exasperó tanto que, de pronto, les grité en
su idioma, al tiempo que daba una fuerte patada contra el suelo:
Cállense. No dicen más que
tonterías. Yo que imaginaba oír de ustedes maravillas poéticas, ¡cómo me
decepcionan con sus riñas, sus vanidades y sus miserables envidias!
Reinaba un silencio profundo. Me
alejé.
Veamos - me dije - si las
plantas salvajes son más sensatas que estas parlanchinas que, al recibir de
nosotros su belleza, parecen haber copiado nuestros prejuicios y nuestros
defectos.
Me deslicé bajo la sombra del
frondoso seto y marché hacia la pradera; deseaba saber si las espíreas,
llamadas "reinas del prado", eran tan orgullosas y envidiosas. Pero
me detuve ante un rosal silvestre cuyas flores hablaban al unísono.
Averigüemos - me dije - si la
rosa silvestre denigra a la rosa de cien hojas o si desprecia a la rosa pompón.
Debo decir que, en tiempos de mi
infancia, aún no se habían creado todas las variedades de rosas que los
expertos jardineros lograron producir mediante injertos e inseminaciones. La
naturaleza no era más pobre a causa de ello. Nuestros arbustos estaban repletos
de mil variedades en estado salvaje: la "canina", así llamada porque
se la creía un remedio para la mordedura de perro rabioso; la rosa canela, la
mosqueta, la "rubiginosa" u oxidada, que es una de las más bonitas;
la rosa pimpinella, la "tormentosa" o algodonosa, la rosa alpina,
etc. Asimismo, en los jardines, contábamos con maravillosas especies casi
perdidas en la actualidad: una matizada en rojo y blanco que no reunía muchos
pétalos pero que exhibía una corona de estambres de intenso color amarillo,
olía a bergamota y era tan rústica que no le temía ni a la sequía del verano ni
a la rudeza del invierno. La rosa pompón, en su formato grande o en el pequeño,
se ha vuelto un ejemplar raro; la pequeña rosa de mayo, la más precoz y quizá
la más perfumada de todas, no se consigue hoy en el mercado; la rosa de Damasco
o de Provins, que supimos cultivar, hoy sólo se encuentra en la región central
de Francia; y, por último, la rosa de cien hojas o, mejor dicho, de cien
pétalos, cuya patria es desconocida y se atribuye por lo general a la cultura.
Aquella rosa
"centifolia" era entonces para mí, como para todo el mundo, el ideal
de la rosa, y yo no estaba persuadida, a diferencia de mi maestro, de que ella
fuese un monstruo fruto de la ciencia de los jardineros. Mis poetas favoritos
afirmaban que esa rosa era, desde la antigüedad, arquetipo de la belleza y del
perfume. Con seguridad ellos no conocían nuestras rosas té que no huelen a
rosa, ni todas las atractivas variantes que, hoy en día, han alterado la
esencia de la rosa.
Por entonces yo estudiaba
botánica. Había desarrollado mi olfato y pensaba que el aroma era una de las
características fundamentales de una planta; mi profesor, aficionado al tabaco,
no estaba de acuerdo con ese criterio de clasificación. Era incapaz de oler más
allá del tabaco y cuando husmeaba alguna planta solía ponerse a estornudar.
Presté atención a lo que decían
las rosas silvestres por encima de mi cabeza, puesto que, desde las primeras
palabras que alcancé a oír, supe que hablaban de los orígenes de las rosas.
Quédate aquí, dulce Céfiro -
decían -, somos floridas. Las bellas rosas del jardín duermen aún dentro de sus
botones verdes. Nosotras somos frescas y risueñas, ¿lo ves?, y si nos meces un
poco, derramaremos unos perfumes tan suaves como los de nuestra ilustre reina.
El dios viento respondió:
Silencio, ustedes no son más
que hijas del Norte. No me molesta que charlemos un rato, pero no les permito
el orgullo de compararse con la reina de las flores.
Querido Céfiro, nosotras la
respetamos, la adoramos - respondieron las rosas silvestres - y sabemos cuán
celosas están las restantes flores del jardín. Dicen que ella no es más bonita
que nosotras, que es la hija del escaramujo y que su belleza se debe a los
injertos hechos por los hombres. Nosotras somos ignorantes y no sabemos qué
responder. Dinos tú, que llevas más tiempo que nosotras en la tierra y conoces
el origen de la rosa.
Les contaré, ya que se trata
también de mi propia historia.
Y Céfiro habló:
- En los tiempos en que los seres
y las cosas del universo hablaban aún la lengua de los dioses, yo era el
primogénito del rey de las tormentas. Mis alas negras rozaban los dos extremos
de los más anchos horizontes, mi inmensa cabellera se mezclaba con las nubes.
Mi aspecto era temerario y sublime, tenía el poder de agrupar las nubes del
crepúsculo y de extenderlas, como un velo impenetrable, entre la tierra y el
sol.
"Reiné durante mucho tiempo,
con mi padre y con mis hermanos, en este planeta infecundo. Nuestra misión era
destruir y sembrar caos. Mis hermanos y yo, enfurecidos contra aquel miserable
y pequeño mundo, no debíamos permitir que apareciese la vida sobre esta escoria
informe que hoy llamamos la tierra de los vivos. Yo era el más robusto y el más
furioso de todos. Cuando mi padre, el rey, estaba cansado, se recostaba sobre
las nubes y delegaba en mí la tarea de proseguir la implacable destrucción.
pero, en el seno de esa tierra, aún inerte, se agitaba un alma, una poderosa
divinidad, que deseaba cobrar vida y que, resquebrajando las montañas, colmando
los mares, amontonando el polvo, se puso un día a surgir de todas partes.
Redoblamos nuestros esfuerzos pero no hicimos otra cosa que incentivar la
eclosión de una multitud de seres que por su pequeñez escaparon o por su
debilidad resistieron: humildes y flexibles plantas, delgados moluscos
flotantes, ocuparon la corteza terrestre todavía tibia. la vida nacía y
aparecía sin cesar, bajo formas novedosas, como si el paciente genio de la
creación hubiera resuelto adaptar los órganos de todos los seres al tormentoso
ambiente que nosotros queríamos crear.
"Pronto empezamos a
cansarnos de esta resistencia, pasiva en apariencia y tenaz en realidad. Si
destruíamos raíces enteras, otras aparecían enseguida. Estábamos agotados y
furiosos. Nos retiramos a la cima de las nubes para deliberar y pedirle consejo
y renovado estímulo a nuestro padre.
Mientras él nos daba nuevas
órdenes, la tierra, libre de nuestra iracundia, se cubrió de innumerables
plantas, a las que hordas de animales, ingeniosamente hechos de mil formas,
acudieron en pos de abrigo y de alimentos, desde las inmensas selvas hasta los
flancos de fuertes montañas, e incluso desde las aguas puras de los lagos.
Vaya - dijo mi padre, el
rey de las tormentas -, la tierra se ha vestido como una novia que ha de
casarse con el sol. Entre ambos, formen una inmensa nube, resoplen y que su
aliento voltee los árboles del bosque, aplane los montes y enloquezca los
mares. No regresen aquí mientas quede un solo ser vivo, una sola planta de pie
en aquella maldita tierra.
"Nos dispersamos a sembrar
la muerte en ambos hemisferios y yo, como un águila que rasgase el telón de las
nubes, caí sobre las antiguas comarcas del extremo oriente, allí donde las
profundas depresiones de la altiplanicie asiática, internándose en el mar bajo
un cielo de fuego, crean aún en medio de una intensa humedad, plantas gigantes
y animales temibles. Repuesto de mi cansancio, me sentía imbuido de una fuerza
inconmensurable, orgulloso de sembrar caos y muerte. Con un ala barrí toda una
comarca; con un soplido derribé todo un bosque, y sentía una ciega alegría, la
de ser más poderoso que las fuerzas de la naturaleza.
"De repente, un perfume me
atravesó y, sorprendido por esta sensación tan nueva, me detuve para ver su
procedencia. Entonces vi por vez primera a un ser que había aparecido en la
tierra durante mi ausencia; una criatura fresca, delicada, imperceptible: ¡la
rosa!
"Me precipité para
aplastarla. Ella se plegó y, recostada sobre el césped, pudo decirme:
"- ¡Ten piedad! Soy tan
hermosa y tan dulce... Siente mi aroma, me perdonarás.
"Aspiré y una embriaguez
repentina aplacó mi furor. Me recosté yo también en el césped y dormí a su
lado.
"Cuando desperté, la rosa se
había incorporado y se balanceaba débilmente, mecida por mi aliento.
"- Seamos amigos - me dijo.
no me dejes. Cuando pliegas tus temibles alas, te encuentro bello y te amo.
Erres, sin dudas, el rey del bosque. Tu aliento, cuando se calma, es un canto
delicioso. Quédate o llévame contigo, así podré ver el sol y las nubes más de
cerca.
"Puse la rosa en el medio de
mi pecho y salí volando con ella. Pero pronto me pareció que se marchitaba; al
languidecer, era incapaz de hablar; sin embargo su perfume continuaba
hechizándome, y, por temor a aniquilarla, yo volaba con suavidad, acariciando
la cima de los árboles, evitando el menor choque. Así, con suma precaución,
remonté vuelo hasta el palacio de nubes sombrías donde me esperaba mi
padre.
"- ¿Qué haces aquí? - me
dijo -, ¿Por qué dejaste en pie esa selva de la India, que puedo ver desde
aquí? Regresa de inmediato allá.
"- Sí - contesté,
mostrándole la rosa -, pero antes deja que te entregue este tesoro que anhelo
salvar.
"-¡Salvar! - rugió
encolerizado -. ¿Así que quieres salvar algo?
"Y me arrancó la rosa, que
desapareció esparciendo en el aire algunos pétalos marchitos.
"Me arrojé para salvar al
menos un vestigio; pero el rey, irritado e implacable, me sujetó, me puso boca
abajo, apoyó mi pecho sobre sus rodillas y, con gran violencia, me arrancó las
alas, cuyas plumas revolotearon en compañía de los pétalos de rosa.
"- Miserable - me dijo-, has
conocido la piedad, ¡ya no eres más mi hijo! Vé a buscar en la tierra el
funesto espíritu de la vida, que me desafía; veremos si esto te sirve de algo
puesto que ahora, gracias a mí, ya no eres nada.
"Y tras arrojarme a los
abismos, me olvidó para siempre.
"Rodé hasta un claro y me
desvanecí junto a la rosa, más risueña y más perfumada que nunca.
"- Explícame este prodigio.
Te creía muerta y lloraba por tu ausencia. ¿Tienes el donde de renacer después
de morir?
"- Si - respondió -, como
todas las criaturas fecundadas por el espíritu de la vida. Mira esos botones
que me rodean. Esta noche habré perdido el brillo y me pondré a trabajar en mi
renacimiento, mientras mis hermanas te seducirán y te embriagarán con su
perfume. Quédate con nosotros. ¿Acaso eres nuestro amigo?
"Me humillaba tanto mi
decadencia que con mis lágrimas regué esta tierra a la que ahora me sentía
unido para siempre. El espíritu de la vida se emocionó al verme llorar. Se
apareció bajo el aspecto de un ángel radiante y me dijo:
"- Has conocido la piedad,
sentiste misericordia por la rosa, ahora yo quiero tener piedad de ti. Tu padre
es poderoso, pero yo lo soy aún más ya que él puede destruir, en cambio yo
puedo crear.
"Mientras me hablaba, el ser
luminoso me tocó y mi cuerpo adoptó la forma de un hermoso niño, con un
semblante parecido al de la rosa. Unas alas de mariposa brotaron en mi espalda
y me puse a revolotear fascinado.
"- Quédate con las flores,
al abrigo de los árboles que te ocultarán y te protegerán. Más tarde, cuando yo
haya vencido la ira de los elementos, podrás recorrer la tierra, donde serás
bendecido por los hombres y loado por los poetas. En cuanto a ti, bella rosa
que supiste derrotar al odio con la belleza, te otorgo un título que en siglos
futuros nadie se atreverá a quitarte. Te proclamo reina de las flores; tu
reinado será divino y tendrá un único recurso: el encanto.
"Desde aquel día, viví en
paz con el cielo y apreciado por los hombres, los animales y las plantas. Mis
orígenes, libres y divinos, me permiten escoger dónde vivir pero amo demasiado
esta tierra para abandonarla y mi primer y eterno amor me retiene aquí. Sí, mis
queridas, soy el amante fiel de la rosa y, por tanto, su hermano y su amigo.
- En tal caso - gritaron las
rosas silvestres - haznos bailar y hagamos juntos el elogio de nuestra reina,
la rosa de cien hojas de Oriente.
Céfiro agitó sus alas y sobre mi
cabeza empezó una danza desenfrenada, acompañada de roces de ramas y de choques
de hojas, a modo de timbales y de castañuelas: algunas rosas, enloquecidas,
llegaron a desgarrar sus ropas de baile y a sembrar de pétalos mis cabellos
pero no prestaron mayor atención y no dejaron de danzar y cantar.
- ¡Qué viva la bella rosa cuya
dulzura doblegó al hijo de las tormentas! ¡Qué viva el buen Céfiro, amigo de
las flores!
Cuando le conté a mi preceptor lo
oído, declaró que yo estaba enferma y que urgía darme un purgante. Pero mi
abuela me salvó diciéndole:
- Lo compadezco si nunca oyó lo
que dicen las rosas. Yo extraño los tiempos en que podía oírlas. Es un don de
la niñez.¡Tenga cuidado y no confunda, señor, dones con enfermedades!.
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