BIOGRAFÍAS
LÍVIDAS. La poesía femenina italiana en los siglos.
Todas
las veces que me invitan a un festival como autora representante de
la literatura italiana, me resulta inmediato refleccionar sobre de
qué forma mi escritura se inserta en el panorama literario nacional
y si realmente merezco el rol de portavoz de tal tradición.
Súbitamente un sentido de angustia me cerca la garganta. Una tal
responsabilidad aplastaría a cualquiera. Quiero decir, el suelo
italiano dio luz a Dante, a Petrarca, a Montale, a Ungaretti: ¿qué
puedo escribir yo que esté a la altura de tanta grandeza? Nuestro
pasado me incomoda, como siempre me es más grato vivir el presente:
las maletas de la herencia son un fardo enorme, un bulto que estorba.
Las raíces profundas dan más firmeza, es cierto, pero al mismo
tiempo estancan y bloquean. Prefiero pensar en tener raíces aéreas.
Prefiero no cargar con tantos ilustres escritores a cuestas.
Pero
esta vez puede que me escape un poco de ser la abanderada de los
consagrados: me invitaron a un festival de poesía femenina: puedo
prescendir de ser la nieta de los grandes autores, me conformo con
ser huérfana de tantos padres. Hoy sólo soy la hija legítima de
tantas, igualmente valiosas pero menos altísonas, madres. Me sienta
bien: me acomodo entre los tejidos femeninos, respiro de entre la
urdimbre más fácilmente, el espejo me restituye una imagen más
nítida en la que puedo reconocerme, puedo atreverme a sentirme parte
de eso, de la literatura femenina italiana. Recojo el pendón, lo
apoyo en mis hombros y me echo a andar.
Las
mujeres escritoras de mi país han sido muchas y algunas injustamente
olvidadas. Intentaré, en las líneas siguientes, rendir justicia a
algunas de ellas dando testimonio de sus vidas al público
salvadoreño, para que las descubran y talvez les entren ganas de
conocerlas mejor. Me limitaré a las poetas y desde ya sé que
olvidaré mencionar a algunas y por la brevedad de este espacio que
se me concede, tendré que omitir detalles y profundizaciones que
dejo a la labor de los lectores más curiosos (despertar curiosidad
intelectual...¡ qué encargo más dichoso!)
Empezaré
aclarando que, en Italia como en toda Europa, en los primeros siglos
en que los hombres ya componían sus escritos, leer y escribir no era
patrimonio de las mujeres: a las muchachas no se les daba una
educación literaria, y aun cuando algunas hermanas aprovechaban de
las clases impartidas a los hijos varones de la familia, puesto que
llegaran a componer versos, no habrían encontrado la valentía ni la
forma de publicarlos. Pero, siendo la nuestra una tierra de milagros
y bendiciones, tenemos una excepción: Compiuta Donzella, una poeta
de la zona de Florencia, que en el siglo XIII dio a conocer bajo
seudónimo (en una época en la que ningún escritor tenía la
necesidad de esconder su nombre) algunos sonetos que llegaron hasta
nosotros. Significativo resulta el contenido de uno de los sonetos en
el que hablando en primera persona Compiuta Donzella denuncia: “mi
padre me hace sufrir mucho, pues quiere regalarme a un señor, y yo
no tengo ganas ni deseo de eso y paso las horas atormentada, y no me
hace feliz mirar a las flores o a otras plantas” (todas las
traducciones en este artículo son mías: reconozco la dificultad de
esta tarea y la asumo como desafío pues mi única intención es
trasladar el sentido de lo expresado para que el lector lo entienda
en su idioma natal).
La
siguiente poeta que quisiera mencionarles es Tullia d’Aragona
(1508- 1556), una cortesana de Roma, quien escribió rimas de amor
siguiendo el estilo de Petrarca. Aun teniendo amores con muchos
hombres influyentes de la época, ella se sentía principalmente una
escritora y tuvo que padecer la humillación de tener que llevar las
“marcas” impuestas a las mujeres de su oficio (un velo o un moño
de color amarillo). La crítica intentó atribuir su obra a un
hombre, talvez porque los poemas eran demasiado buenos para que se
les considerara femeninos: “siento que su rayo divino, cuanto más
lejos él vaya, más me arde en fuego: no me alivia acercarme a las
fuentes o entrar en los bosques: las olas, la frescura y la sombra no
pueden nada contra mi mal”.
Pero
fue en 1559 que se abrieron nuevas posibilidades para las poetas por
la histórica publicación de una antología de poesía femenina con
selección de Ludovico Domenichi, hecho que testimonia la llegada de
una época culta y más libre en la que las mujeres empezaron a poder
cultivar las letras. De esta época es Barbara Torelli Strozzi
(1475-1533), de Parma, quien escribió un soneto a la muerte de su
segundo marido asesinado dos meses después de las nupcias: “quisiera
con mi fuego entibiar su fosa helada, volver a amasar el polvo con el
llanto, y así llevarlo a nueva vida y quisiera, altiva y atrevida,
mostrarlo a él que quebró nuestro nudo de amor, diciéndole que el
amor, cruel monstruo, puede hacer tanto”. De su vida frenética se
sabe que su primer matrimonio terminó por la muerte del marido que
había intentado prostituirla varias veces. El segundo marido, un
político conocido y cercano a Lucrezia Borgia, en cambio fue
acuchillado con 22 puñaladas en la calle, frente al que se
convertiría en un monasterio.
Otras
poetas de la época tuvieron una biografía parecida: Veronica
Gambara (1485-1551), de Brescia, se quedó viuda a los 28 años y
gobernó sola el estado de Correggio, dedicándole rimas ardientes al
marido, antes y después de su muerte; Vittoria Colonna (1490-1547),
joven viuda romana, amiga de Miguel Ángel, escribió de la muerte
del marido: “a él la pesada muerte le quitó un dulce y breve
sospiro, a mi me dejó el amargo y eterno luto”. Más trágico aún
el hado de Isabella di Morra (1520-1548), dejada en custodio a los
hermanos pues el padre estaba exiliado en Francia; en su breve vida
escribió versos atrapada en el castillo de su familia, enamorándose
de un noble español y por esta razón desencadenando la ira de los
hermanos que lo mataron a su preceptor, al español y finalmente a
ella también.
Del
mismo siglo son algunas poetas venecianas a las que bien se podría
dedicar otro entero artículo, centrado en la ciudad misma. Pasando
en cambio al siglo XVII y XVIII cabe destacar a Faustina Maratti
(1679-1745), hermosa esposa de un escritor conocido, Zappi. La mujer
escribió tristes y elegantes versos a la muerte de su hijito, y,
unida a ella en este trágico aspecto biográfico y literario, está
Eleonora de Fonseca Pimentel (1752-1799), marquesa napolitana que
terminó su vida a los 47 años en el patíbulo por razones políticas
y que se conoce por 5 sonetos en muerte de su hijo.
En
fin, llegando al siglo XIX hay que destacar el nombre de Evelina
Cattermole Mancini (1849-1896), de Florencia, con una vida
atormentada por amores inquietos y asesinada por el novio, o Amalia
Guglielminetti (1881-1941), de Turín, quien tuvo una larga relación
con el poeta Guido Gozzano y escribió poemas sensuales e inquietos:
“El odio a menudo se confunde con el amor que se humilla y
desconfía, ya que igual pasión los dos guía, por sus calles
profundas. En nosotras yace, quizás, una mártir que goza de su
martirio, y una prisionera que se rebela y roe sus cuerdas. Una
quisiera besar esa mano que la golpea y la otra clavarle un mordisco
deshumano”.
De
las poetas nacidas en el siglo XX me atrevo a mencionar solo a dos,
pues de los contemporáneos siempre es más arriesgado hablar, porque
carecemos de perspectiva histórica. Amelia Rosselli (1930-1998),
poeta muy admirada y reconocida, murió suicida, y a ella me ata un
apellido materno. Antonia Pozzi (1912-1938), de Milán, también
muerta suicida, a los 26 años, a ella me ata en cambio una profunda
admiración. Su obra apareció póstuma: de ella nos quedan un diario
íntimo en versos y un libro de poemas dedicados a Flaubert que
apareció en 1950. Tuvo un amor prohibido con su profesor de latín y
la relación terminó obstaculizada por su familia. El padre, que le
sobrevivió, se ocupó de censurar sus poemas, inclusive volviéndolos
a escribir. Se debe a la labor filológica de una monja, que se
graduó con una tesis sobre la obra de la poeta milanés, si hoy en
día conocemos versos como:
“Por
la demasiada vida que tengo en la sangre, tiemblo en el ancho
invierno”
“Vivo
de la poesía como las venas viven de la sangre”
Entre
todas, Antonia es la que más siento como afine a mi forma de
percibir la realidad y describirla. Si tuviera que elegir a un numen
del que desciendo, una madre protectora entre las muchas mujeres
poetas que he mencionado en este artículo, me quedo con Antonia,
camino a lo largo del río dándole la mano, voy por ella, para que
me acompañe en este viaje al Festival de poesía de Occidente, que
me ayude a no hacer desfigurar la poesía femenina italiana, que me
consuele cuando los hombros se me llaguen con tanta carga, con tantas
vidas agudas, intensas, trágicas y quebradas que me arrastro, atadas
a los nudillos de las manos con las que escribo.
Pintura de de Domenico Ghirlandaio, siglo XV
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