El último cliente de la noche
La carretera atravesaba la Auvernia y el Cantal. Habíamos
salido de Saint-Tropez por la tarde, y condujimos hasta entrada la noche. No
recuerdo exactamente qué año era, fue en pleno verano. Lo conocía desde
principios de año. Lo había encontrado en un baile al que había ido sola. Es
otra historia. Quiso parar antes del amanecer en Aurillac. El telegrama había
llegado con retraso, había sido enviado a París, y luego reenviado de París a
Saint-Tropez. El entierro debía tener lugar al día siguiente, a última hora de
la tarde. Hicimos el amor en el hotel «Aurillac», y luego volvimos a hacerlo.
Por la mañana lo hicimos de nuevo. Creo que fue allí, durante este viaje, cuando
el deseo se esclareció en mi cabeza. Por él. Creo. Pero, estoy menos segura.
Pero por él, sin duda, sí, desde el momento que se unía a mí en este deseo. Pero
él, como otro, como el último cliente de la noche. Apenas dormimos, y
reemprendimos el viaje muy pronto. Era una carretera muy bonita y terrible,
interminable, con curvas cada cien metros. Sí, fue durante este viaje. Esto
nunca se ha vuelto a repetir en mi vida. El lugar ya estaba allí. Sobre el
cuerpo. En estas habitaciones de hotel. Sobre las orillas arenosas del río. El
lugar era oscuro. Estaba también en los castillos, en sus muros. En la crueldad
de las cacerías. De los hombres. En el miedo. En los bosques. En el desierto de
las alamedas. De los estanques. Del cielo. Tomamos una habitación al borde del
río. Volvimos a hacer el amor. No podíamos hablarnos más. Bebíamos. En la sangre
fría, golpeaba. El rostro. Y ciertos lugares del cuerpo. No podíamos acercarnos
ya el uno al otro sin tener miedo, sin temblar. Me llevó hasta lo alto del
parque, a la entrada del castillo. Estaban los de Pompas Fúnebres, los
guardianes del castillo, el ama de mi madre y mi hermano mayor. A mi madre no la
habían metido todavía en el ataúd. Todo el mundo me esperaba. Mi madre. Besé la
frente helada. Mi hermano lloraba. En la iglesia de Onzain éramos tres, los
guardianes se habían quedado en el castillo. Yo pensaba en este hombre que me
esperaba en el hotel al borde del río. No me daban pena, ni la mujer muerta ni
el hombre que lloraba, su hijo. Nunca más he tenido. Después vino la cita con el
notario. Consentí a las disposiciones testamentarias de mi madre, me desheredé.
Él me esperaba en el parque. Dormimos en este hotel al
borde del Loira. Después, nos quedamos varios días junto al río, dando vueltas
por allí. Permanecimos en la habitación hasta entrada la tarde. Bebíamos.
Salíamos para beber. Volvíamos a la habitación. Luego, volvíamos a salir por la
noche. Buscábamos cafés abiertos. Era la locura. No podíamos marcharnos del bar,
de este lugar. De lo que buscábamos, no se hablaba. A veces, teníamos miedo.
Sentíamos una profunda pena. Llorábamos. La palabra no se pronunciaba.
Lamentábamos no amarnos. Ya no sabíamos nada. Existía sólo lo que se decía.
Sabíamos que esto no volvería a ocurrir en nuestra vida, pero de esto no se
decía nada, ni que éramos los mismos frente a esta disposición de nuestro deseo.
Esto siguió siendo la locura durante todo el invierno. Después, fue menos grave,
una historia de amor. Posteriormente aún escribí Moderato Cantabile.
Autora Francesa
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