Nací
en una casa de la calle Jaramillo (ahora Int. Beguiristain) a media
cuadra de la Av. Mitre, en el seno de una familia de origen obrera e
inmigrante. Mi padre vino de Galicia de la mano de su madre cuando
era pibe. Y mi madre era hija argentina de inmigrantes italianos.
Esta mezcla común en nuestro país era la argamasa que modeló esto
que soy. Luego vinimos a vivir a una casa en Sarandí donde crecí en
una habitación de chapa y madera, una cocina precaria y un patio de
baldosones blancos y negros. Es el mismo barrio donde todavía vivo,
aunque un par de cuadras de distancia, pero allí estábamos en la
década del ’40 en adelante, calles que aún conservan el ceibo,
los árboles y la esencia de casas que se transformaron. Ya no están
las retamas, los potreros, el arroyo a cielo descubierto, las
madreselvas y un silencio pueblerino que yo respiraba sentadito,
juicioso y tímido en el escalón de entrada de la casa que todavía
existe intocable.
Luego
mis padres compraron una vieja esquina, a 200 metros de la anterior,
con precaria construcción de chapa de cinc y madera, la bomba manual
de extracción del agua, las calles de tierra y un alambrado con
enredadera que fijaba el límite con las veredas también de tierra y
las zanjas donde circulaba el agua de descarte.
La
asistencia a la escuela primaria era de rutina para un muchacho
introvertido y curioso, con la timidez estampada en sus dibujos a
lápiz, claritos, tenues, como pidiendo permiso para aparecer en los
cuadernos, pero ya marcaban una sensibilidad y visión diferente que
con el tiempo se confirma y acentúa.
La
lectura era una compañía necesaria en la adolescencia y una de
ellas fueron las obras de Shakespeare que comenzaron a cautivarme con
el alimento de ideas, ficciones y realidades de Otelo, Romeo y
Julieta, Macbeth y los personajes que danzaban sobre las hojas
impresas. Había allí, y siguen vivas y coleando, las reflexiones de
aquel Williams que decía cosas como éstas: “Los amigos que tienes
y cuya amistad ya has puesto a prueba engánchalos a tu alma con
ganchos de acero”. “Duda que sean fuego las estrellas, duda que
el sol se mueva, duda que la verdad sea mentira, pero no dudes jamás
de que te amo”. “Si no recuerdas la más ligera locura en que el
amor te hizo caer, no has amado”.“El sabio no se sienta para
lamentarse, sino que se pone alegremente a su tarea de reparar el
daño hecho”.
Por
esas horas de lecturas en mi casa mi madre me reprochaba y rezongaba:
“Te vas a volver loco…” me decía con su precaria instrucción,
que por supuesto no atendía y ya adolescente iba por las calles
leyendo algún libro despertando la curiosidad y la sospecha de los
vecinos. “Su nene un día se va dar un porrazo…” le comentaban
a mi madre.
Ella
no entendía de ansiedades e ideas escritas, pero no pasaba de un
comentario doméstico. Había sido obrera textil de una fábrica del
barrio y encandilada por las maravillas que mi padre le escribía
para enamorarla. Eran cartas con ideas y comentarios propios pero
acompañados por poesías de la época. Los hermanos Alvárez
Quintero, por ejemplo, con sus versos que aún resuenan en mis
sueños: “Era un jardín sonriente;/ era una tranquila fuente de
cristal;/ era a su borde asomada,/ una rosa inmaculada/ de un rosal”.
En
esa época había comenzado a trabajar, pese a mis 14 años recién
cumplidos, en el Centro Comercial de mi barrio, había terminado la
escuela primaria y ya estaba, con mis pantalones largos estrenados
para la ocasión, caminando las seis cuadras que me separaban de la
precaria oficina de entonces: una salita con máquina de escribir, un
escritorio y un mostrador. Mi trabajo era la de hacer los trámites
municipales y provinciales que los socios de esa entidad requerían.
Y así lo hice, pero las vueltas de la calesita me llevarían pronto
por caminos nuevos, de golpe, sin anestesia.
Al
poco tiempo el “gerente”, mi jefe, nos deja. Yo sólo tenía
apenas un año de trabajo, lo que exige enseguida me ponga a resolver
el doble trabajo de “gerente” y “cadete”, sin chistar casi
por necesidad operativa. Esa dualidad fue sobreviviendo durante
meses y luego años, sin que nadie se atreviera a nombrar otro
gerente por encima mío… y tampoco nombrarme a mí, un adolescente
apenas, al frente de la institución. Esta ambigüedad me acompañó
en esa etapa que duró durante más de doce años… Y así me hice
solidario, operativo y laburante… sin saberlo siquiera, por imperio
de la historia personal.
Allí
comenzó todo… o casi todo… porque un día al presidente de la
institución se le ocurre dar un curso de pintura y dibujo y pide en
Gente de Arte un profesor. Le envían a un joven de pocas palabras,
silencioso y cumplidor. Era el pintor José Pérez Sanín, que
enseñaba en aquella entidad, recién nacida, con quien comenzamos
naturalmente a compartir una amistad. Para entonces escribía algunas
poesías propias de la adolescencia, el romanticismo y la apertura
vital de mi juventud. Hasta que un día Pérez Sanín pronuncia las
palabras mágicas: “¿Porqué no te venís un día a Gente de
Arte….?”, que cambiarían el curso de mis acontecimientos y el
rumbo definitivo de una historia personal.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario