El
gran río
Se asomó a la pequeña ventana de su taller. El escultor había
dejado por un momento la argamasa con la que pretendía elaborar una
figura vigorosa que representara la furia, el desconcierto y la rabia
del hombre, pero se había detenido cuando sonó el primer trueno que
anunciaba la tormenta. Debajo de él pasaban las aceitosas aguas del
Riachuelo, lentas, pesadas, oscuras. Durante muchos años, todos los
días, veía esas aguas que viajaban sin apuro hacia el Río de la
Plata. Don Julio vivía allí, sobre la estructura rígida y
herrumbrada del viejo puente que cruzaba el Riachuelo en dirección a
Avellaneda. Resonaron varios truenos y un rápido destello iluminó
el cielo gris que cubría las casas y galpones de la orilla opuesta.
Fue un estallido que de pronto estalló en sus ojos cansados sobre
los vidrios de la ventana. Garrón se acurrucó junto a sus pies y su
cuerpo gris se hizo un ovillo buscando calor. Puso su hocico debajo
de una de sus patas y gruñó levemente como un gemido. El escultor
se inclinó y comprendió el temor que sacudía a quien acompañaba
sus días. Era el mismo temblor que él estaba sintiendo, no sabe
bien si era por la tormenta que se anunciaba o el insistente dolor en
el vientre que no le dejaba estar mucho tiempo de pie. Justo a él
que acostumbraba a treparse a los andamios, a las escaleras, para
romper la piedra, modelar la arcilla o simplemente descubrir las
formas que escondía la madera. Volvió a sentarse en el sillón con
almohadones que hacía las veces de cama, escritorio, mesa de
trabajo, donde su cuerpo reposaba y encontraba la posición justa
para aquietar el paso incesante del agua bajo el puente de hierro.
Pensó un instante en este mediodía, no tenía apetito, pero Garrón
otra vez se acurrucaba a sus pies y le disipó la idea sobre el
alimento. Ahora su mirada se volvió hacia la mesa donde estaba la
masa sin forma de donde debía surgir aquella figura que imaginaba
con un gesto de rebeldía, el brazo con un puño apuntando hacia el
cielo, sus piernas abiertas firmes sobre el suelo y un rostro
aindiado, rudo, increpando… ¿A qué? ¿A quién? ¿Por qué…?
Tantas cosas… Tantas razones había para el grito desgarrado de la
furia…
En ese momento la tormenta se descargaba sobre el viejo puente, el
río y su pequeña vivienda que, en forma de torre, perteneció
alguna vez al encargado de subir y bajar el puente ante el paso de
las embarcaciones que, hace mucho tiempo, traían y llevaban bultos
al frigorífico La Negra y otras industrias que estaban a las orillas
del curso de agua.
Él sabía mucho sobre esa historia. Habría trabajado en el
frigorífico en su juventud, con sus ilusiones libertarias. Recordó
en ese instante aquellos días del ‘40 cuando pararon las tareas
durante varios días…
Garrón se levantó asustado, rápidamente bajó la escalera de
madera y comenzó a ladrar en la puerta de entrada. La lluvia
descargaba su golpeteo incesante sobre los techos y los vidrios de la
casa. El agua bajaba con sus rezongos por las oxidadas cañerías,
mientras el viento sacudía toda la estructura con un temblor leve,
casi imperceptible para Don Julio, pero no para la sensibilidad
canina. El escultor se puso de pie apoyándose en los brazos del
sillón.
- Garrón... – llamó sin fuerza ni convicción. Se asomó sobre la
baranda y miró al perro que se mantenía alerta ante la imaginaria
amenaza que estaba más allá de la puerta de entrada. No atendió el
llamado. Siguió con sus orejas atentas, su hocico hacia el espacio
exterior, toda su estructura perceptiva atenta a las acechanzas que
el animal intuía a través de las paredes.
- Garrón, vení… ¡Garrón! – gritó con esfuerzo, al mismo
tiempo que se volvió hacia el sillón. Se dejó caer lentamente
sobre los mullidos almohadones y buscó la mejor posición para un
cuerpo lastimado, dolorido, cansado… Vio la masa inerte de la
arcilla, las herramientas que esperaban su mano ágil, firme y segura
buscando los relieves, las hendiduras y los significados. Pensó en
aquella figura… levantándose pese a todo… gritando con fuerza su
furia…
Garrón buscó el refugio de sus pies. Ahora atento a los sonidos de
la tormenta, a las acechanzas más allá de este espacio apenas
iluminado por la tenue lamparita que oscila sobre ellos. Sus ojos no
podían alejarse de la puerta que estaba abajo, la lluvia que
golpeaba el paisaje gris del suburbio, tal vez el mismo Riachuelo que
ahora aceleraba su paso… Don Julio pasó su mano por la cabeza
nerviosa del perro. Sus dedos se metieron en su pelaje negro, pero
Garrón no apartó su vigilancia de aquella presencia que sólo él
intuía.
Don Julio sumó sus fuerzas, fue hasta la mesa de trabajo, se acomodó
los anteojos y sus manos amasaron esa materia tan familiar. Los dedos
aún tenían el vigor y la ductilidad de siempre. Pronto apareció
una figura que plantó firmemente en la base. Poco a poco surgía el
cuerpo desnudo de ese hombre, erguido sobre sus piernas… el rostro
ya insinuaba el gesto hacia arriba con la boca abierta en un grito…
y el escultor enseguida amasó sus brazos musculosos, tensos…
El animal bajó por los escalones de madera y se colocó en posición
de guardia ante la puerta de entrada y la tormenta… El martilleo de
la fuerte lluvia llegaba allí a través de los ventanales, un hilo
de agua se escurría por debajo de la puerta… Los ladridos de
Garrón eran desesperantes, insistentes… sin abandonar su posición
rígida y la mirada más allá de la puerta.
Las manos de Don Julio se aquietaron… rígidas, frías y ausentes,
mientras las aguas corrían en busca del gran río y Garrón subía
rápidamente por la escalera....
Mala Pata
Vos sabés que estoy contenta de haberlo hecho de una buena vez.
Nunca estuve tan contenta. Yo sé que me entendés, Luis, aunque te
canse con mis cosas. Los recuerdo y me río, como si les hubiese
pinchado la barriga a los dos. O a los tres, porque todos eran
iguales. El con su redonda cintura caída, ella con sus caderas como
almohadones y el otro… No. Ahora los veo como pequeños canallas.
Al principio me daban risa, a escondidas, cuando en mi pieza repasaba
las ocurrencias. Pero en el fondo los veía desnudos.
No. No te rías, Luis. Los veía tal cual eran en realidad y no como
los imaginé en la pensión. Desde allá era otra cosa. El parecía
comprensivo, hasta simpático. No lo creí capaz de jorobar a nadie,
a pesar de cobramos bastante salado en la pensión. Por eso me
pareció bien su proposición. De alguna manera se va arreglar, me
dijo cuando le expliqué que estaba sin trabajo. Y entonces me
propuso servir en su casa. Agarré viaje en el momento; le debía
tres semanas y de otro modo no podía pagar. Además la idea no me
disgustaba. Casa y comida seguras, un trabajo que nunca había
realizado pero al que no me costaría mucho acostumbrarme. Después
de todo algo debía hacer y qué mejor que eso. No te imaginás,
Luis, con qué entusiasmo acepté la proposición. Bueno, siempre me
ocurrió lo mismo. También cuando vine a la casa de aquellos tíos
cascarrabias. Y cuando empecé a trabajar en la fábrica de bolsas.
Pero nunca duró mucho ese entusiasmo. Mala pata ¿sabés? Me
persiguió siempre.
Es así, Luis. Mala pata y nada más. Mirá lo de los gordos si no. A
mí sola me ocurren esas cosas. A veces una la liga sin comerla ni
beberla. ¿Y eso qué es? Mala suerte nomás. ¿Qué culpa tenía
para aguantar a esos viejos rezongones y desconfiados aunque fueran
mis tíos? ¿Qué culpa? ¿Y por qué me despidieron justo a mí,
decime, y no a otras? ¿Qué diablos tenía yo que ver con que iban
mal las cosas, con que se vendían menos bolsas de papel y todas esas
excusas? ¿Me querés de cir, Luis? Ni la indemnización me pagaron.
A mí me persigue la yeta.
No, no quise decir eso, Luis. Con vos es otra cosa. Algo distinto.
Como la lotería, ¿sabés? Me ayudaste a salir de allá y eso sí
que no es yeta. Estaba harta, vos lo sabés bien, cansada de
soportarlos. Los primeros días me divertían. Esperaba entrar a una
residencia lujosa, bacana, como el Torino flamante que estacionaba
frente a la pensión. Pero me encontré con una casa sin revoques en
las paredes, desordenada, con cosas viejas por todos lados y tierra
hasta... bueno, hasta donde podés imaginarte. A los pocos días
cambió todo.
Carmencita sos un amor, me dijo la señora. Y eso de Carmencita sonó
en mis oídos con tono gracioso y confianzudo. Lo acepté con una
sonrisa pero enseguida se volvió una campana insistente y falsa.
Carmencita de mi alma, ¿me peinás? Carmencita querida, traeme un
vaso con agua. Carmencita tesoro, acompañame a comprar. Y entonces
me tomaba del brazo y comenzábamos a andar, ella con su
impresionante cuerpo desparramándose por todos los costados. Y debía
decir que sí cuando me preguntaba: ¿No, es cierto, Carmencita?,
aunque supiera que su fanfarronería no engrupía a nadie. Comencé a
sentirme molesta y estúpida a su lado. El pobre marido no
participaba de ese juego; dejaba hacer, únicamente le preocupaba su
negocio con metales viejos y robados y la pensión para señoritas y
matrimonios, con muchas señoritas y poco matrimonio. Buena pilcha,
también.
¿Te acordás, Luis, cuando lo vimos en Constitución? Salía de un
hotel con Elsa, mi compañera de pieza. Con su cara redonda y
satisfecha depositó su mole en el rojo tapizado del Torino. ¿,Te
acordás? No, si ahora me avivo cómo cobraba algunas deudas.
Dejame, Luis, me destapás.
Pero todo eso no hubiera sido nada si no fuera por Carlitos, ese
canallita rechoncho que atravesaba el comedor con sus zapatos
embarrados, que me largaba la bicicleta en medio de la cocina my
abandonaba los restos de comida en cualquier lugar de la casa.
Carlitos no me dejés esto por el medio, le decía yo y él seguía
devorando el Patoruzú con .los pies sobre la mesa, sin atenderme;
como si nada. Carlitos hacé caso, le decía la madre como al pasar;
sólo por satisfacer mis rezongos.
Me haces cosquíllas, Luis, saca la mano.
Escuchame ahora. ¿No hice lo que debía hacer? Que algunas veces se
le ocurriera perseguirme y empujarme, que otras me golpeara detrás
de las rodillas para divertirse, que también se colgara de mi
cintura y me pellizcara las nalgas podía tomarse por travesuras y
nada más. Pero lo peor es que pasó el límite y ya no podía ser.
Eso de entrar a mi pieza mientras dormía, acostarse en mi cama y
abrazarme desde atrás apretándome los pechos, era lo último. y no
aguanté más. Lo sacudí de los pelos y le pegué con todas mis
fuerzas hasta que salió gritándome porquerías. Cuando los padres
regresaron les conté muy nerviosa lo que pasó. No era posible
callar, Luis, era necesario castigarlo como correspondía. Carlitos
comenzó a decir que le pegué, que le arranqué los pelos, que lo
arañé, que lo pateé y lo tiré al suelo. A la señora se le
pusieron coloradas las mejillas y su nariz se hinchó de indignación.
Gritaba, sacudía su brazo robusto y me amenazaba con su dedo índice.
Qué me creía, quién era yo para levantarle la mano a su hijo, qué
derecho tenía, que sea la última vez. que no iba a permitir que una
como yo y qué sé yo cuantas cosas más. El marido sonreía y no
pude escuchar más. Corrí a mi pieza y me tiré llorando sobre la
cama. Decime: ¿qué debía hacer?
Y me vine con vos, Luis, porque ya no soportaba más. A vivir con vos
de cualquier forma, con alguien que me comprendiera. Decime si estuve
equivocada.
Eh, Luis, decime.
¿Me escuchás, Luis?
Ufa, otra vez te quedaste dormido.
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