Vivimos una
sociedad que aisla a los seres que tienen como principal estandarte
una posición contraria a la hipocresía, al machismo fascista y a la
revolución sexual. En los trágicos años '70 esta contradicción
asumió una nefasta política de Estado que no sólo impedía toda
militancia provocadora sino que provocó la tragedia que todos
conocemos. El poeta se había comprometido con una militancia que
giraba sobre ejes transgresores, a contramano con el autoritarismo de
entonces. Viajaba desde Avellaneda -aquí vivía- hacia la Facultad
de Filosofía y Letras en Buenos Aires donde integraba el cuerpo de
delegados a cargo de la autodefensa de las
movilizaciones
universitarias. Gustaba hacerlo enfundado en un tapado blanco, de
piel sintética, a las dos de la mañana, bancándose las burlas y la
agresión de muchos, incluyendo policías, laburantes y señoras
pacatas. No era Maradona para que la extravagancia de su provocación
estimulara una sonrisa. Estaba el poeta dispuesto a generar una
revolución, tal vez a destiempo, en la peor época, o solamente en
el momento en el que le tocó ser poeta, pensador, homosexual, taxi
boy, antropólogo, militante, todo junto. Era demasiado para una
sociedad
que hace,
todavía hoy, un culto de la hipocresía y la marginación. Néstor
Perlongher era franco y explícito, su provocación no sólo era
visible, sino que se preocupaba por aclararla, manifestarla, como un
gesto autoimpuesto para empujar esa revolución sexual en la que
creía. Era dueño de una coherencia perturbadora para quienes
navegan por los mundos de la duda, los saltos intermitentes y una
suerte de acomodo social y cultural. "Yo tenía un espíritu
plebeyo, de barrio de extramuros, que me llevaba a sentir la poesía
como algo muy bello. Mezclado con lo bestial, enchastrado, embarrado,
pero lleno de brillos y de lujos, feo jamás", explica
Perlongher en una entrevista. "Lo poético no puede ser feo"
afirmaba
Escribió
varios libros: “Austria-Hungría” en 1980, “Alambres” en 1987
que obtiene el premio Boris Vian, Hule, “Parque Lezama” y “Aguas
Aéreas”,”El negocio del deseo”, “El fantasma del Sida”, y
el libro que debió defender como tesis de maestría en la
Universidad de Campiñas, en Brasil, “La prostitución masculina”.
El niño solitario que creció en un barrio de Avellaneda, cursó sus
estudios secundarios y comenzó con sus inclinaciones literarias,
integró grupos de poetas, talleres... hasta que intenta escapar de
un ambiente opresivo machista, atrasado y anticultural, para
comprometerse con los fermentos revolucionarios de su época. Queda
su coherencia y su desesperado llamado a respetar la diferencia, el
derecho de elegir caminos, cualesquiera que ellos sean. Quedan sus
poesías, como la que denuncia la masacre del Proceso. “Bajo las
matas. En los pajonales. Sobre los puentes. En los canales. Hay
cadáveres” decía.
Murió en
noviembre de 1992 en San Pablo y los derechos de su libro fueron
donados a una fundación de lucha contra el Sida. El poeta coqueteó
con la vida, le mojó la oreja a la muerte... transitando una zona
peligrosa que impuso el límite final. “Preciso un poco de mimo
–escribía unos meses antes de su muerte- porque en general me
siento solo. Esta enfermedad provoca un aislamiento progresivo porque
uno no consigue acompañar el ritmo de los otros y va quedando
rezagado. La desesperanza (desesperación) desanima, estoy apático,
sin ganas”.Un año después sus amigos presentaron el libro “La
prostitución masculina” en la Feria Internacional de Libro de
Buenos Aires y le rindieron un homenaje póstumo.
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