lunes, 5 de junio de 2017

Narraciones de Elisabet Cincotta

                                      

   
  LA CALLE, CORRIENTES

La calle: avenida luminosa, carteles, rótulos de jolgorio. Ella caminaba por su sonrisa. Miraba vidrieras, ofertas de fin de temporada. Por dentro lloraba. La humedad de Buenos Aires disimulaba su sombra meciéndola entre pegajosas veredas. Un lugar... un café no le caería mal. Entró pidió un capuchino, le gustaba, su paladar jugó con el sabor reconfortándola, el frío que la humedad calaba disminuyó. Corrientes se cansó de esperarla, se sentó en el cordón, estiró sus brazos, observó a los transeúntes. La calle nunca se había detenido en tanto andar apurado de gente gris, por eso quizás ella se había vuelto gris.

Salió se detuvo en una librería, usados-nuevos, los libros giraron alrededor de su figura, sus ojos se posaron en ellos, un hombre de traje negro se paró a su lado, preguntó por un libro. Esa voz... esa voz ausente retornó por los caminos del tiempo. Siluetas surgieron ante sí, borrosas primero, más claras después. Miró de reojo, un hombre cano, tez morena, rostro enjuto... esos ojos verdes que se escondían tras los lentes. Se reconocieron.
Treinta años, un abrazo emocionado los encontró, salieron del local, lágrimas corrían por las mejillas de ambos. Corrientes los acompañó y pese al clima, la calle bailaba a su alrededor. Las imágenes plagadas de rutinas recobraron lozanía, los ojos opacos recuperaron destellos. Se sentaron en un café... otro capuchino, frases nuevas, recuperaron palabras antiguas. Gestos sin diseño trasgredieron la frontera del pasado.
Corrientes espiaba desde afuera, cada vez se volvía más brillante, paseaba de verde, se tiñó de rosa, el celeste navegó por las esquinas. Ellos, ajenos, contemplaban sus manos ajadas. Intercambiaron lugares, salieron de la escuela secundaria, corrieron por la plaza de los enamorados, se alejaron.
Caminos paralelos, líneas caprichosas, curvas sinuosas, una cortada... y allí ellos renaciendo.
Corrientes se durmió extasiada arrullando sueños de historias que por su calle caminaban.



                                         ESTAMPA I


Esquina donde los reos rumiaban sus cuitas, tango canyengue en el adoquín del tiempo. Algún mísero pasado recuerda las lides de los guapos de antaño -funyi, trajeados, polainas y un paso-

Serenata con viola oliendo a ropero y la percanta... ¡ay! la percanta-carmín en sus labios, rosa roja en sus manos, desde el balcón insinuante algún vals tarareaba.
Esquina, farol...
Buenos Aires despierta nostalgias.

                         

 DOLOR

Esta noche necesito tu risa, del contagio que provoca tu carcajada.

Esta noche hay tristeza, soledad y una vuelta atrás ineludible, aunque no sirva de nada.
Esta noche hay un sueño muerto, un amigo perdido en las penumbras, una copa vacía y una lágrima.
Esta noche el angustioso adiós duele más que nunca. Gris opaco en la mirada, vino añejo en la garganta, abiertos los brazos al abismal pasaje sin retorno. Cierro mis ojos y no te encuentro.
Esta noche hay un bohemio menos, y un recuerdo más.



FINAL

Bordea la aguja el orillo, va por la vida. El hilo guía cada puntada, las hilachas se vencen ante sus manos.

En cada vuelta una pregunta alterna los silencios.
Está prenda está casi terminada, si a su dueño no le agrada ya no podrá empezar de nuevo.



RECUERDOS I

El camino de tierra colorada, a su vera un exuberante verde en mil tonalidades, con la más férrea intención de invadirlo como réplica al machete humano que lo pretende limitar, más allá una cascada musiquera inunda el silencio.

El camino, una senda que me lleva hacia tu casa de madera vencida por el tiempo y la lluvia. Un aroma a leño quemado se apodera de mis sentidos y me anuncia la cercanía.
Descalza me esperas en la puerta, diez alumnos guaraníes espían por la ventana.
Una lágrima se me escapa cuando me recibes con un grito al monte: ¡Llegó la maestra!



ANUNCIADO

Esa noche llegó a su casa con olor a victoria, ni bien puso la llave en la cerradura sonó el teléfono. Había apagado su celular. Con un tarareo apuró la maniobra y atendió la llamada. Dejó la sonrisa tras el hola.

No podría conducir, sus manos temblaban, su corazón parecía una máquina infernal que aceleraba su ritmo. Llamó un remise. Nunca supo como bajó del automóvil. Sus ojos estaban rojos y ardidos de tanto refregarlos para ocultar las gotas saladas que escapaban desobedientes. Tampoco recordó como llegó hasta la sala de terapia intensiva, sólo recordó a la mensajera de blanco que no le permitió la entrada y que con voz uniforme le dio la noticia. Al rato, piadosamente, un médico trasladó su cuerpo vencido hasta la cama.
Allí estaba ella, envuelta en el sopor anunciante. Se acercó, la saludó con ese saludo de despedida que tenían pactado de años, de siempre:
-Portate bien mamá.
En un murmullo casi indescifrable ella le contestó:
-Vos también.
Luego el silencio, ella se durmió como se duermen los niños, con una sonrisa.
Y quedó la nada.
En blanca ceremonia recorrió la niñez, la juventud, su adultez... su madre siempre adivinaba, nunca había podido mentirle ni en el último momento.
Ya la extrañaba.



ESE POEMA

Recuerdo que entonces reías si yo te leía mi verso mejor y ahora, capricho del tiempo, leyendo esos versos ¡lloramos los dos!

Homero Expósito
Ese poema que te leía, bardeando las siglas de algún viejo autor, hablaba de grandes quimeras, besos fogosos, cantos de amor bajo las estrellas, del zaguán en penumbras que nos daba momentos de vehemente pasión. Y vos te reías conmigo pensando en los hijos que serían de los dos.
El tiempo quebró las esquinas, marchamos en pos de la vida llevando candiles encendidos porque en el camino todo se disfumó.
Ayer encontré esos versos en un viejo cajón, mirando mi imagen en el grotesco espejo me dije llorando: esta no soy yo.
¿Dónde quedamos? ideas, victorias, proyectos, dónde murió la ilusión en qué empedrado, en qué rumbo mi sur no fue tu norte, mi esquina la vida, tu esquina el páramo de la hoz.
Recojo el papel arrugado y arrullo los hijos que pudieron ser de los dos.

TIERRA COLORADA


Hoy tengo cuerdas de guitarra, lágrimas de acordeón y pies desnudos, colorados. Tengo mi sol entre palmeras, caña, mate amargo y naranjas dulces.

Hoy paseo por el sendero macheteado para penetrarte monte y oler tu canto.
Hoy tengo compungida el alma de recuerdos, sones chamameceros, chotis, piso de tierra y rojos mis dedos… rojos de amarte.



QUINCE AÑOS

Vestido cuello mao, piqué bordado, taquitos aguja. Baldosas amarillas. Cabello largo, trenza a un costado. Orquesta familiar, sólo piano y contrabajo. Milonga sentimental, desde el alma la recuerdas.

Cerca de la entrada sus ojos verdes, piel morena, se detienen haciendo vibrar tu pecho. Las glicinas enredadas en la pérgola bañan de luna el viejo patio paterno. Su mirada camina por tu cintura, no lo mirás, sabés que está allí jugando con tus caderas.
Quince años destellan entre malvones sonrojados, nadás entre espuma de ilusiones. El ayer lejano se despliega en el fulgor de tus ojos y en la comisura de los labios cuando entre sueños de imágenes pasadas te encuentras bailando en sus brazos.

VOLVÍ


Estaba encerrada en su propia prisión, creada por ella a fuerza de callar. Sin coraje rubricaba el apartarse del andar sentada ante su música y sus silencios llenos de imágenes inventadas.

La cumparsita brotaba suavemente como eco melodioso. No estaba allí, flotaba entre tules de tristeza. Su computadora, con el clásico sonido que señala la entrada de un correo, la despertó de la nebulosa mental en que estaba sumida.
Se acercó, pocas veces recibía mensajes, había dejado encanecer sus cabellos, resaltar sus arrugas, en ese postrarse ante su propia vida.
Casi tediosamente comenzó a leer:
No sé como decirte que te extraño y te necesito. Desapareciste de golpe de mi vida. Te amo"
Ella que siempre había amado y nunca había sido amada releyó el texto infinitas veces, su corazón se aceleraba, lloró.
Abrió la puerta de su habitación, salió a la calle. Los horneros hacían un nido en el poste de la luz, el jardín de su vecino estaba lleno de rosas, el cartero la saludó amablemente, ella esbozó una sonrisa.
Entró a la casa, se sentó frente a la computadora y tecleó: Volví.


ESA MUJER, ALGUIEN


Ese día vino el Gordo, como al final de muchas vueltas decidimos llamarlo, charlatán, petulante, la vida giraba alrededor suyo.

Ese día aún más. Entró y dijo: ¡mi mujer tiene cáncer!
Pobre mujer pensé, es joven, tiene un hijo chico; no sé como se llama.
El Gordo es, los demás ¿qué son? Su mujer que a diario lo observa embelesada. “Él es piola, las sabe todas y yo quien soy si nadie sabe mi nombre”
¡Pobre Gordo! dirá ella, convencida que el pobre es él y no ella que a partir de ese día transita, más veloz que otros, el camino hacia la muerte.
Esa mujer cocinó, lavó, planchó, se arregló con el dinero recibía y trató de arreglar los desajustes, esos que hacía él para quedar bien y mantener su imagen: a eso no hay que fallar.
Esa mujer hoy sin nombre, ayer sin nombre, ¡siempre sin nombre!
Por fin una vez en la vida tendrá nombre: en la sepultura.


DESPUÉS DEL SILENCIO


Era de noche, un golpe en la puerta sobresalta el sueño tranquilo de Juan.

-Abran- dicen las voces furiosas que, sin esperar se abalanzan sobre la puerta, la rompen, entran a la casa.
-Somos del psiquiátrico- único anuncio. Toman a Juan por la fuerza, lo trasladan a la ambulancia que espera impaciente. Por esos tiempos había muchos “clientes” que atender.
Amanece, entre golpes y patadas, Juan es dejado en una habitación, luego verá que la comparte con veinte personas más. ¿Habitación? más que habitación parece un calabozo múltiple.
Nadie le dice nada, él no sabe nada. Desespera mansamente, sabe que así será mejor.
Al mediodía lo ve un psiquiatra, nunca supo si lo era. Le medica tranquilizantes potentes y algunas sesiones de electroshock.
Juan comprende todo, sus poemas de denuncia han corrido por todo el país, de mano en mano, en pequeños rollos de papel. No les conviene su poesía rebelde que enciende ideales.
Cada noche doble dosis. Después que el silencio inunda el lugar y la ausencia de pensamientos brilla en los internados, aparecen los gritos -Arriba es hora de hacer ejercicios- A punta de botas se levantan como pueden. Un paseo de cuerpos desnudos por el patio, frío invierno, sirve para evitar toda manifestación a puro sol y vencer la memoria. Algunas sesiones especiales terminan con el pulso de Juan.
Durante seis meses se repite diariamente quién es. Logra obtener una libretita, regalo de una enfermera que se apiada de su delgadez y sus ojos heridos. Allí escribe, allí se mantiene luz e idea. Se encierra en ese mundo. Sobrevive.
Por esas cosas raras un día lo liberan.
No olvida la tortura, la gélida noche, el hambre y el sueño.
Ya pasaron muchos años, en el abrigo de su casa no puede vencer el frío que lo acompaña desde entonces. Escribe sus poemas, cuida sus rosas, recicla la vida para subsistir mirando al horizonte.De noche el descanso se hace largo, mil temores de puertas destruidas, de fantasmas con bata blanca, de jeringas con calmantes asisten a su dormitorio silenciosamente, pero por sobre todo existe el miedo permanente a aquello que puede haber después del silencio.


Cincotta 50 De las cosas y los cuentos



NUNCA LLEGÓ


Cuando ella editó su libro, cumplió la promesa.

Esa tarde llevaba como tesoro un ejemplar, envuelto primorosamente, había revisado cada detalle, la dedicatoria, el papel, la dirección y el nombre. Todo estaba perfecto.
Entró con una sonrisa al correo, saludó alegremente y le dio, con sus ojos brillantes, el paquete a la empleada. Pagó y salió. Recorrió la vereda, mientras su imaginación paseaba por la rayuela.
Era diciembre, Navidad se acercaba. Su amiga aún no recibía el libro, habían pasado quince días ya. Se llamaban, esperaban y nada.
Así llegó Nochebuena, y Navidad.
Esa mañana Cecilia se despertó y fue corriendo a la cocina donde los padres habían armado, con una rama de tuya, un arbolito para la ocasión. Sus hermanos habían hecho los adornos con papeles de colores. Nueve hermosas figuras colgaban de las ramitas, y arriba de todo la estrella que había hecho Cecilia.
Ella sabía que sus padres no podían regalarles nada, igual siempre había guardado la ilusión... un día Papá Noel se acordaría de ellos...
Un grito y mucha risa despertó al resto de la familia, corrieron asustados a la cocina, allí estaba Cecilia, con lágrimas en los ojos, abrazando el regalo que al fin Papá Noel había dejado... La tortuga Alicia.
Las dos amigas saben que este cuento puede ser realidad y aunque nunca llegó el libro, alguna Cecilia posiblemente lo esté leyendo.


DE LAS SEGUNDAS PARTES


Cuando Rita la invitó a la milonga dudó, hacía tanto que no bailaba, amurada a un recuerdo las canas le habían poblado su tristeza. Los años de un amor vencido, el plazo fijo había expirado aunque se encontrara varada en esa esquina.

Tanto insistió su amiga que ya sin opción del no, y a pesar de sentirse desanimada, aceptó. Claro corrió a la peluquería donde los grises se transformaron en castaños, sus uñas volvieron al carmín de antaño.
La pollera negra y la blusa blanca, se miró en el espejo, faltaba algo, buscó en el cajón de los recuerdos el pañuelo negro con hebras plateadas, lo ató alrededor del cuello, había sido su cábala en otros tiempos.
En la casa anunció que salía con Rita, ante el expire no había porque mentir.
Le sudaban las manos cuando llegó a su casa. Allí la vara mágica de la amiga hizo cambios increíbles en el maquillaje.
Y así, una hora más tarde entraron a la milonga, ella avergonzada, a su edad estar en ese lugar, y por otra parte emocionada como veinte años atrás.
Arrancó la orquesta. Ya no sabía de orquestas, quiénes serían estos jóvenes que movían los pies en cada acorde.
Observó todo, cuántos turistas, -es que vienen para que el Maestro les enseñe, toman tres clases y salen bailando tango- le comentó su compañera.
-Y ella para qué fue, ella sabía bailar, había lustrado tanto piso, claro ya no lo hacía, pero sabía bailar- se dijo para sí.
De pronto, silencio. En el pequeño escenario apareció el Maestro, entre aplausos y presentación.
-No era posible, no era posible- se repetía... veinte años, volvieron en ese instante.
El viejo salón, la lejanía, las sábanas púrpuras flotando una noche entre amor y deseo, la despedida. Sabía que estaba colorada, le ardían las mejillas.
Desde su altura él la vio, bajó del escenario y casi en un susurro de años le dijo -¿Bailamos?
No pudo negarse.
Dicen que las segundas partes nunca fueron buenas, pero esa noche ella decidió apostar a otra noche inolvidable.



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El septyimo cielo en los ojos n°60