LA VIDA SECRETA DE WALTER MITTY
“¡Estamos pasando!” La voz del
comandante se oía como cuando se quiebra una capa delgada de hielo.
Llevaba el uniforme de gala, con la gorra blanca, cubierta de bordados
de oro, inclinada con cierta malicia sobre uno de sus fríos ojos grises.
“No lo lograremos, señor. En mi opinión, está a punto de desencadenarse
un huracán”. “No le estoy pidiendo su opinión, teniente Berg ‑dijo el
comandante‑. ¡Ponga en marcha el generador de luz a 8.500 revoluciones!
¡Vamos a pasar!” El golpeteo de los cilindros aumentó:
tá‑poquetá‑poquetá-poquetá‑poquetá‑poquetá. El comandante observó la
formación del hielo sobre la ventanilla del piloto. Dio unos pasos y
manipuló una hilera de complicados cuadrantes. “¡Conéctese el motor
auxiliar número 8!”, gritó. “¡Conéctese el motor auxiliar número 8!”,
repitió el teniente Berg. “¡Dotación completa en la torrecilla número
3’, gritó el comandante. “¡Dotación completa en la torrecilla número 3!”
Los tripulantes atareados en el desempeño de sus respectivos trabajos,
dentro del gigantesco hidroplano de ocho motores de la Armada, se decían
entre sí, con sonrisa aprobatoria: “¡El viejo nos hará pasar! ¡Ese
viejo no le tiene miedo ni al diablo… !”
‑“¡No tan aprisa! ¡Estás manejando demasiado aprisa! ‑dijo la señora Mitty‑. ¿Por qué vamos tan deprisa?”
“¿Qué?”,
dijo Walter Mitty. Con un extraño asombro miró a su mujer que estaba
sentada al lado de él. Le hizo el efecto de ser una mujer desconocida
que le hubiera gritado en medio de una multitud. “Íbamos a cien
kilómetros –dijo-. Sabes bien que no me gusta correr a más de sesenta.
Sí, ¡llegaste a cien!” Walter Mitty siguió conduciendo el coche hacia
Waterbury, en silencio, alejándose el rugido del SN202 a través de la
peor tormenta que había experimentado durante sus veinte años de vuelos
al servicio de la Armada en las íntimas y remotas rutas aéreas de su
imaginación. “Te encuentras de nuevo sufriendo una tensión ‑dijo la
señora Mitty‑. Es uno de tus días. Quisiera que el doctor Renshaw te
hiciera un examen.”
Walter Mitty
detuvo el coche frente al edificio adonde su esposa iba para que le
arreglaran el peinado. “No te olvides de comprar los zapatos de goma,
mientras me peinan”, dijo ella. “No necesito zapatos de goma”, dijo
Mitty. Ella colocó el espejito de nuevo en su bolsa de mano. “Ya hemos
discutido eso ‑dijo apeándose del coche‑. Ya no eres joven.” Él aceleró
el motor unos instantes. “‑¿Por qué no llevas puestos los guantes?
¿Acaso los perdiste?”. Walter Mitty se llevó la mano a un bolsillo y
sacó de él los guantes. Se los puso, pero tan pronto como ella volvió la
espalda y entró en el edificio, y después de llegar a una luz roja, se
los quitó. “¡Dése prisa!” le gritó un policía cuando cambió la luz, y
entonces Mitty se puso de nuevo los guantes y reanudó la marcha. Anduvo
recorriendo calles sin rumbo fijo, y luego se encaminó hacia el parque,
cruzando de paso frente al hospital.
-… es el banquero millonario, WeIlington McMillan, dijo la linda enfermera. “¿Sí?”, preguntó Mitty, mientras se quitaba lentamente los guantes. “¿A cargo de quién está el caso?” “Del doctor Renshaw y del doctor Bendow, pero hay también dos especialistas aquí, el doctor Remington, de Nueva York, y el doctor Pritchard‑Mitford, de Londres, que hizo el viaje en avión.” Se abrió una puerta que daba acceso a un corredor largo y frío, en el que apareció el doctor Renshaw. Parecía aturdido y trasnochado. “¡Hola, Mitty! ‑le dijo‑. Estamos pasando las de Caín con McMillan, el banquero millonario que es un íntimo amigo de Roosevelt. Obstreosis del área conductiva. Una operación terciaria. Ojalá que usted quisiera verlo”. “Con mucho gusto”, dijo Mitty. En la sala de operaciones se hicieron las presentaciones en voz baja: “El doctor Remington, el doctor Mitty. El doctor Pritchard‑Mitford, el doctor Walter Mitty”. “He leído su libro sobre estreptotricosis ‑dijo Pitchard‑Mitford, estrechándole la mano‑ Un trabajo magnífico”. “Gracias”, dijo Walter Mitty. No sabía que estuviera usted aquí, Mitty ‑murmuró Remington‑, llevar bonetes a Roma; eso fue lo que hicieron al traernos a Mitford y a mí para esta operación terciaria”. “Es usted muy bondadoso”, dijo Mitty. En aquel momento, una máquina enorme y complicada conectada a la mesa de operaciones, con muchos tubos y alambres, comenzó a hacer un ruido: poquetá‑poquetá‑poquetá. “¡El nuevo anestesiador está fallando! ‑exclamó
-… es el banquero millonario, WeIlington McMillan, dijo la linda enfermera. “¿Sí?”, preguntó Mitty, mientras se quitaba lentamente los guantes. “¿A cargo de quién está el caso?” “Del doctor Renshaw y del doctor Bendow, pero hay también dos especialistas aquí, el doctor Remington, de Nueva York, y el doctor Pritchard‑Mitford, de Londres, que hizo el viaje en avión.” Se abrió una puerta que daba acceso a un corredor largo y frío, en el que apareció el doctor Renshaw. Parecía aturdido y trasnochado. “¡Hola, Mitty! ‑le dijo‑. Estamos pasando las de Caín con McMillan, el banquero millonario que es un íntimo amigo de Roosevelt. Obstreosis del área conductiva. Una operación terciaria. Ojalá que usted quisiera verlo”. “Con mucho gusto”, dijo Mitty. En la sala de operaciones se hicieron las presentaciones en voz baja: “El doctor Remington, el doctor Mitty. El doctor Pritchard‑Mitford, el doctor Walter Mitty”. “He leído su libro sobre estreptotricosis ‑dijo Pitchard‑Mitford, estrechándole la mano‑ Un trabajo magnífico”. “Gracias”, dijo Walter Mitty. No sabía que estuviera usted aquí, Mitty ‑murmuró Remington‑, llevar bonetes a Roma; eso fue lo que hicieron al traernos a Mitford y a mí para esta operación terciaria”. “Es usted muy bondadoso”, dijo Mitty. En aquel momento, una máquina enorme y complicada conectada a la mesa de operaciones, con muchos tubos y alambres, comenzó a hacer un ruido: poquetá‑poquetá‑poquetá. “¡El nuevo anestesiador está fallando! ‑exclamó
un
interno del hospital‑. ¡No hay aquí quién sepa componer este aparato!”
“¡Calma, hombre!”, dijo Mitty, en voz baja y serena, y en un momento se
colocó frente a la máquina, que seguía haciendo de forma irregular
poquetá‑poquetá‑cuip. Comenzó a mover con suavidad una serie de llaves
brillantes. “¡Dénme una estilográfica!”, dijo secamente. Alguien le
entregó una pluma estilográfica. Sacó entonces un émbolo defectuoso y en
su lugar insertó la pluma. “Esto resistirá unos diez minutos ‑dijo‑.
Prosigan la operación.” Una enfermera se acercó y dijo algo al oído de
Renshaw, y Mitty pudo ver que el hombre palidecía. “Ha aparecido la
coreapsis ‑dijo Renshaw, muy nervioso‑. ¿Quisiera usted intervenir,
Mitty?” Mitty se les quedó mirando a él y al atemorizado Bendow, y fijó
luego la vista en los rostros austeros y llenos de incertidumbre de los
dos grandes especialistas. “Si ustedes lo desean…”, dijo. Le pusieron
una túnica blanca y él mismo se ajustó una máscara y se puso los guantes
de cirugía que le presentaban las enfermeras.
“‑¡Atrás, Mac, atrás! ‑dijo el encargado del parque‑. ¡Cuidado con ese Buick!” Walter Mitty aplicó los frenos. “No, por ahí”, continuó el encargado. Mitty murmuró algo ininteligible. “Déjelo en donde está. Yo lo colocaré debidamente”, dijo el aparcador. Mitty se apeó del coche. “¡Pero déjeme la llave!”. “Sí, sí”, dijo Mitty y entregó la llave del motor. El aparcador saltó al coche, lo hizo retroceder con insolente habilidad y lo colocó luego en el lugar debido.
“‑¡Atrás, Mac, atrás! ‑dijo el encargado del parque‑. ¡Cuidado con ese Buick!” Walter Mitty aplicó los frenos. “No, por ahí”, continuó el encargado. Mitty murmuró algo ininteligible. “Déjelo en donde está. Yo lo colocaré debidamente”, dijo el aparcador. Mitty se apeó del coche. “¡Pero déjeme la llave!”. “Sí, sí”, dijo Mitty y entregó la llave del motor. El aparcador saltó al coche, lo hizo retroceder con insolente habilidad y lo colocó luego en el lugar debido.
“Son gente demasiado
orgullosa”, pensó Walter Mitty mientras caminaba por la calle Main;
“creen que lo saben todo.” Una vez, a la salida de New Milford, había
tratado de quitar las cadenas antideslizantes de las ruedas y las enredó
en los ejes. Hubo necesidad de llamar a una grúa para que el mecánico
desenredara las cadenas. Desde entonces, cuando se trataba de quitar las
cadenas, la señora Mitty le obligaba a llevar el coche a un taller para
que efectuaran esa sencillísima operación. “La próxima vez, pensó
Mitty, me pondré un brazo en cabestrillo y entonces no se reirán de mí,
pues verán así que me era imposible quitar yo mismo las cadenas.” Pisó
con disgusto la nieve fangosa en la acera. “Zapatos de goma”, se dijo, y
se puso a buscar una zapatería.
Cuando
salió de nuevo a la calle ya con los zapatos de goma dentro de una caja
que llevaba debajo del brazo, Walter Mitty comenzó a preguntarse qué
otra cosa le había encargado su mujer. Le había dicho algo dos veces,
antes de que salieran de su casa rumbo a Waterbury. En cierto modo,
odiaba esas visitas semanales a la ciudad; siempre le salía algo mal.
¿Kleenex, pasta dentífrica, hojas de afeitar?, pensó. No. ¿Cepillo de
dientes, bicarbonato, carborundo iniciativa o plebiscito? Se dio por
vencido. Pero ella seguramente se acordaría. “¿Dónde está la cosa esa
que te encargué? -le preguntaría-. No me digas que te olvidaste de la
cosa esa?” En aquel momento pasó un muchacho voceando algo acerca del
juicio de Waterbury.
‑…Tal vez ésta
le refrescará la memoria. El fiscal, súbitamente presentó una pesada
pistola automática al ocupante del banquillo de los testigos. “¿Ha visto
usted esto antes, alguna vez?” Walter Mitty tomó la pistola y la
examinó con aire de conocedor. “Esta es mi Webley‑Vickers 50.80”, dijo
con calma. Un murmullo que denotaba agitación general se oyó en la sala
de la audiencia. El juez impuso el silencio dando golpes con el mazo.
“Es usted un magnífico tirador con toda clase de armas de fuego,
¿verdad?”, dijo el fiscal con tono insinuante. “¡Objeto la pregunta!
‑gritó el defensor de Mitty‑. Hemos probado que el acusado no pudo haber
hecho el disparo. Hemos probado que la noche del 14 de julio llevaba el
brazo derecho en cabestrillo.” Walter Mitty levantó la mano como para
imponer silencio y los abogados de una y otra parte se quedaron
perplejos. “Con cualquier marca de pistola pude haber matado a Gregory
Fitzhurst a cien metros de distancia, usando mi mano izquierda.” Se
desencadenó un pandemónium en la sala del tribunal. El alarido de una
mujer se impuso sobre todas las voces y, de pronto, una mujer joven y
bonita se arrojó en los brazos de Walter Mitty. El fiscal la golpeó de
una manera brutal. Sin levantarse siquiera de su asiento, Mitty descargó
un puñetazo en la extremidad de la barba del hombre. “¡Miserable
perro!”
‑Bizcocho para cachorro, dijo
Walter Mitty. Detuvo el paso, y los edificios de Waterbury parecieron
surgir de entre la niebla de la sala de audiencias, y lo rodearon
nuevamente. Una mujer que pasaba por ahí se echó a reír. “Dijo bizcocho
para cachorro ‑explicó a su acompañante‑. Ese hombre iba diciendo
bizcocho para cachorro, hablando solo.” Walter Mitty siguió su camino de
prisa. Fue a una tienda de la cadena de A and P, pero no entró en la
primera por donde pasó, sino en otra más pequeña que estaba calle
arriba. “Quiero bizcocho para perritos muy chicos”, dijo al dependiente.
“¿De alguna marca especial, señor?” El mejor tirador de pistola de todo
el mundo pensó durante un momento. “Dice en la caja bizcocho para
cachorro”, dijo Walter Mitty.
Su
mujer ya debía haber terminado en el salón de belleza, o tardaría tal
vez otros quince minutos, pensó Mitty consultando su reloj, a menos que
hubiera tenido dificultades para teñirse como le había ocurrido algunas
veces.
No le agradaba llegar al hotel antes que él; deseaba que le aguardara allí como de costumbre. Encontró un gran sillón de cuero en el vestíbulo, frente a una ventana, y puso los zapatos de goma y el bizcocho para cachorro en el suelo, a su lado. Tomó un ejemplar atrasado de la revista Liberty y se acomodó en el sillón. “¿Puede Alemania conquistar el mundo por el aire?” Walter Mitty vio las ilustraciones del artículo, que eran de aviones de bombardeo y de calles arruinadas.
No le agradaba llegar al hotel antes que él; deseaba que le aguardara allí como de costumbre. Encontró un gran sillón de cuero en el vestíbulo, frente a una ventana, y puso los zapatos de goma y el bizcocho para cachorro en el suelo, a su lado. Tomó un ejemplar atrasado de la revista Liberty y se acomodó en el sillón. “¿Puede Alemania conquistar el mundo por el aire?” Walter Mitty vio las ilustraciones del artículo, que eran de aviones de bombardeo y de calles arruinadas.
“…El
cañoneo le ha quitado el conocimiento al joven Raleigh, señor”, dijo el
sargento. El capitán Mitty alzó la vista, apartándose de los ojos el
pelo alborotado. “Llévenlo a la cama con los otros ‑dijo con tono de
fatiga‑. Yo volaré solo.” “Pero no puede usted hacerlo, señor ‑dijo el
sargento con ansiedad‑. Se necesitan dos hombres para manejar ese
bombardero y los hunos están sembrando el espacio con proyectiles. La
escuadrilla de Von Richtman se encuentra entre este lugar y Saulier”.
“Alguien tiene que llegar a esos depósitos de municiones ‑dijo Mitty‑.
Voy a ir yo. ¿Un trago de coñac?” Sirvió una copa para el sargento y
otra para él. La guerra tronaba y aullaba en torno de la cueva
protectora y golpeaba la puerta. La madera estaba desbaratándose y las
astillas volaban por todas partes dentro del cuarto, “Una migajita del
final”, dijo el capitán Mitty negligentemente. “El fuego se está
aproximando”, dijo el sargento. “Sólo vivimos una vez, sargento ‑dijo
Mitty con su sonrisa lánguida y fugaz‑. ¿O acaso no es así?” Se sirvió
otra copa, que apuró de un trago. “Nunca había visto a nadie que tomara
su coñac como usted, señor ‑dijo el sargento‑. Perdone que lo diga,
señor. “ El capitán Mitty se puso de pie y fijó la correa de su
automática Webley‑Vickers. “Son cuarenta kilómetros a través de un
verdadero infierno, señor”, dijo el sargento. Mitty tomó su último
coñac. “Después de todo ‑dijo‑, ¿en dónde no hay infierno?” El rugido de
los cañones aumentó; se oía también el rat‑tat‑tat de las
ametralladoras, y desde un lugar distante llegaba ya el
paquetá‑paquetá‑paquetá de los nuevos lanzallamas. Walter Mitty llegó a
la puerta del refugio protector tarareando “Auprés de ma blonde”. Se
volvió para despedirse del sargento con un ademán, diciéndole: “¡Ánimo,
sargento… !”
Sintió que le tocaban un
hombro. “Te he estado buscando por todo el hotel ‑dijo la señora
Mitty‑. ¿Por qué se te ocurrió esconderte en este viejo sillón? ¿Cómo
esperabas que pudiera dar contigo?” “Las cosas empeoran”, dijo Mitty con
voz vaga. “¿Qué?”, exclamó la señora Mitty. “¿Conseguiste lo que te
encargué? ¿Los bizcochos para el cachorro? ¿Qué hay en esa caja?” “Los
zapatos de goma”, dijo Mitty. “¿No pudiste habértelos puesto en la
zapatería?” “Estaba pensando ‑dijo Walter Mitty‑. ¿No se te ha llegado a
ocurrir que yo también pienso a veces?” Ella se le quedó mirando. “Lo
que voy a hacer es tomarte la temperatura tan pronto como lleguemos a
casa”, dijo.
Salieron por la puerta
giratoria, que produce un chirrido débilmente burlón cuando se la
empuja. Había que caminar dos calles hasta el parque. En la droguería de
la esquina le dijo ella: “Espérame aquí. Olvidé algo. Tardaré apenas un
minuto”. Pero tardó más de un minuto. Walter Mitty encendió un
cigarrillo. Comenzó a llover y el agua estaba mezclada con granizo. Se
apoyó en la pared de la droguería, fumando. Apoyó los hombros y juntó
los talones. “¡Al diablo con el pañuelo!”, dijo Walter Mitty con tono
desdeñoso. Dio una última chupada y arrojó lejos el cigarrillo.
Entonces, con esa sonrisa leve y fugaz jugueteando en sus labios, se
enfrentó al pelotón de fusilamiento; erguido e inmóvil, altivo y
desdeñoso, Walter Mitty, el Invencible, inescrutable hasta el fin.
“The secret life of Walter Mitty”, 1939
Columbus, Ohio, 8 de diciembre de 1894 - Nueva York, 2 de noviembre de 1961) fue un escritor y humorista gráfico estadounidense cuyos trabajos, que van de lo ridículo a lo satírico, le dieron un lugar entre los mejores humoristas del siglo XX.
No hay comentarios:
Publicar un comentario