lunes, 2 de marzo de 2015

Cuentos bajo el sol :© Héctor D’Alessandro



El Cucaracho y otros relatos

Héctor D’Alessandro

ISBN-13: 978-1499171303
ISBN-10: 1499171307


Prólogo

Marco Tulio Aguilera Garramuño.


Si fuera posible meter los genes de Chéjov, Borges, Cortázar y Roberto Arlt en una máquina clonadora, con una serie de ajustes propicios, lo más posible es que saliera una criatura semejante a Héctor D’Alessandro.
Leamos la primera frase del primer cuento de este libro regocijante, profundo y leve: “La historia que les voy a contar comenzó una tarde de primavera muy soleada y fresca”. Hay en ella un desparpajo y una sencillez sorprendentes, inusual en el cuento contemporáneo.
El texto se llama “Karma en El Corte Inglés”. Se desarrolla en una institución más española que la monarquía, una de esas inmensas tiendas departamentales donde se puedeencontrar todo. Desde una lata de sardinas noruegas hasta una moto de algo octanaje,pasando por el más reciente best seller y el platillo más reciente de la alta literatura, humeante. Y está ambientado el cuento, y casi todos los demás, en la Barcelona de este uruguayo maestro del aprendizaje creativo, de la programación neurolingüística y las redes sociales.
Héctor es un personaje que se atreve a subir al youtube un video diario donde anuncia Cuentos curativos para recuperar amigos del alma o En 60 minutos puede desarrollar las habilidades para escribir Rayuela. En sus conferencias, que lanza al mundo con un desparpajo de sabio y gurú dice: “Cuando oyes un cuento, recuperas amigos que estaban escondidos en tu interior” o
“”Al olmo no le pidas peras, pídele olmas” o “Soy mi propio amigo”. Héctor D’Alessandro es el célebre autor de “El cucaracho”, cuento que merecidamente le da título a esta recopilación y que es una relaboración jocosa de La metamorfosis, en la que logra hallar y trasmitir el lado luminoso de la experiencia de convertirse en un monstruoso insecto de dura caparazón. Relato, por cierto, lleno de sofisticadas trampas. Alcanza con leer la primera frase, esa de tan aparente sencillez: “Si no lo hago ahora, acabaré
olvidándome de contar la ocasión en que me convertí yo también en una cucaracha”. Ese imposible olvido es una broma que nos aboca a entrar en un relato que a medida que avanza, con un lenguaje regocijante, nos mete en un universo doméstico de ribetes tan cómicos como dramáticos. En medio del relato y sin previo aviso, éste rompe, y no diré cómo, el “pacto autobiográfico” y el pacto ficcional y nada es lo que parece, el lector está envuelto en dudas, mientras el cuento se sumerge en un collage cada vez más acelerado de géneros hacia algo que entre otras sonoridades posee la de una leyenda urbana y la de una canción popular.
Su blog, Psicocuántico, nos muestra una foto de Héctor en el patio de su casa. Que no es suya sino rentada, a las afueras de Barcelona, en un suburbio que se llama Las Planas: en ella habita en el segundo piso una fantasmal ucraniana que grita como una koroboshjka enloquecida –y no me pregunten qué es una koroboshjka enloquecida porque no lo sé—.Héctor se extasía y conmueve lanzando mensajes que día a día y noche a noche al mundo desde su lap top. Porque Héctor no duerme, atropellado como está constantemente por una lucidez de loco feliz. Vive en Las Planas, no me importa repetirlo, en las afueras de Barcelona, y sus mascotasson incontables piaras de jabalíes, no siempre muy corteses con los jardines y los extranjeros, a los que Héctor ha llegado a tener en alto aprecio (me refiero a los animales,claro), gracias a su don de cerdos aprendido con Francisco de Asís.
¿Qué tiene toda esta digresión que ver con los cuentos de este volumen? Todo, como el Corte Inglés, cuyo eslogan podría ser: “Aquí consigue todo… pero más caro que en cualquier otra parte”.
Héctor D’Alessandro y todo lo que lo rodea, para decirlo democráticamente, es singular. De entrada, en el blog Psicocuántico vemos una foto de Héctor D’Alessandro en una de sus mejores poses: atléticamente en cuclillas, su rostro redondo de hombre feliz que no se decide a ser gordo, pero que nunca llegará a ser flaco, atléticamente en cuclillas, como si fuera el fichaje más reciente del Barca, su rostro redondo, su bonhomía de oso panda, su pelo ligeramente rizado. Y abajo leemos: Héctor D’Alessandro. Coaching para escribir y PNL.
Más abajo anuncia que en tres horas con su asesoría un alumno puede absorber la información necesaria para escribir Rayuela o el Ulises de Joyce. Por más inverosímil que sea la propuesta, yo les aseguro que si hablan con Héctor, terminarán convencidos.
Cortázar lo llamaría cronopio, yo lo llamaría frenáptero, Oscar de la Borbolla lo llamaría ucrónico. Es, simplemente, un ser diferente al humano convencional, un cuarentón que guarda al niño en su iluminada pureza.
Y ¿qué tiene esto que ver con los cuentos de este libro? Cuando los lean me entenderán.
Ahora está el otro asunto: su parentesco con Borges. Recuerdo que le dije después de leer sus cuentos: Amigo, nunca llegarás a ser Borges aunque tienes su erudición y su manejo del lenguaje: te falta ese aire inglés, eres un mestizo, con todo lo mejor del mestizo y nada de lo peor.
En su blog y en sus cuentos hay toda una enciclopedia que envidiarían Diderot y Voltaire; hay burlescos cantos homéricos, hay poéticas abisales, hay un ingenio digno de Francisco de Quevedo.“Yo vengo de todas partes”, dice.
Héctor D’Alessandro es una especie de hombre del paraíso, el cantado por Joseph South y repetido (quizás apócrifamente) por Borges. Un Aristóteles platónico, si es que eso es posible. Además de los ya mencionados, no podría destacar un cuento de este volumen.
Todos son extraordinarios, divertidos, ferozmente efectivos. Me he puesto a buscar algún cuentista latinoamericano que tenga ese tino narrativo que hace que el autor dé en el blanco a todo lo que le apunta. He llegado a la conclusión de que sólo se le acerca uno: Julio Ramón Ribeyro. Sólo que Ribeyro tiene sus caídas. Héctor no las tiene. Vive en la cima del arte de la narración breve. Con un agravante: todo lo que escribe tiene gracia y música. Y ya se sabe: la gracia es la belleza del alma. Y la música es el ritmo de la belleza del alma.
Héctor nos ayuda a vivir… y siempre con una sonrisa. ¿Se puede pedir algo más a un cuentista?


Karma en el Corte Inglés
 
La historia que les voy a contar comenzó una tarde de primavera muy soleada pero fresca; yo sentía el cuerpo lleno de vitalidad y vibrante de energía. Estaba, ya hacía un rato, desayunando, según mi costumbre, al mediodía, en la séptima planta del Corte Inglés de la plaza Cataluña. Me gusta observar a la gente. Aunque parezca que estoy distraído no me pierdo detalle de lo que sucede alrededor. Aún permanecía latente la imagen, en las personas, de un enorme ventanal que cayó desde una cuarta planta durante la madrugada a cien metros de allí y, milagrosamente, nadie sufrió en su piel daño alguno debido a tamaño desaguisado. Yo observaba a una pareja que discutía en silencio. Las palabras se habían agotado entre ellos y habían optado por un resentido mutismo punteado por ceños fruncidos, labios apretados, resoplidos y gestos más enérgicos de lo necesario. En otra mesa, una pareja fingía el juego de pasarse la pelota a costa de un niño que no quería comer y berreaba como un condenado. En un ángulo, una mujer, con la cara empolvada con algo parecido al talco fumaba unos cigarrillos delgados y larguísimos. Yo estaba barajando la idea de ir a tomar el sol a Sitges o a algún sitio más lejano cuando el hombre que discutía con su mujer en silencio se levantó, se dirigió al baño, pasó ante la puerta del mismo, siguió de largo, salió a la terraza, fue hasta el balcón, se apoyó en la baranda como para tomar aire –no me extrañó que quisiera tomar un respiro– pero tomó impulso, se subió a esta con extraordinaria agilidad, trepó por el cristal de seguridad, lo sobrepasó y saltó al vacío.
Yo, que contemplé toda la escena, vi a la mujer que comía de espaldas a ese suceso sin ver nada de lo que había pasado y en un segundo pensé que ella en el momento de enterarse y cuando se hubieran pasado los arrebatos del dolor diría que era un buen hombre, un buen vecino, un buen esposo, un buen padre de familia y diciendo esto quizás se quitaría de encima cualquier sentimiento de culpa o responsabilidad. Si alguien tiene un vínculo emocional muy fuerte contigo, discutís y acto seguido se suicida, tú ya no puedes mirar a nadie durante el resto de tu vida con cara de póquer y decir “esto nada tiene que ver conmigo”. Para que tus palabras resulten creíbles supongo que deberás hacer alguna cosa que te redima.
Estas cosas pensé mientras con cierto acusado sentido de la irrealidad observaba que ella continuaba revolviendo una cucharilla en la taza del café, miraba la taza con cansancio, y el resto de manjares que había sobre la mesa en diferentes platillos. Una incómoda curiosidad se apoderó de mí; yo sabía algo terrible sobre el presente y el futuro de esa extraña y sin embargo estaba paralizado, no podía levantarme y decirle nada. ¡Qué horror! Pensé en aquel chiste vulgar del recluta al que se le muere la madre y no sabiendo el comandante cómo decírselo, los hace formar a todos y dice “A ver, todos los que tengan madre que den un paso al frente... No, le dice al recluta huérfano, usted no, González”. Es increíble cómo en los momentos intensos uno se atonta y la mente se pone a divagar por los parajes más absurdos. Luego pensé, al cobrar conciencia de que nadie parecía haber visto al hombre saltar al vacío, que alguien tendría que decírselo y por un momento se me puso esa cara esquiva, tan de Barcelona, de escaqueo, de me largo de aquí antes de que me vean, mejor me callo y que otro arregle las cosas, esa indiferencia que hace a la gente poner esa cara de idiota que se te queda cuando de pronto te hablan en otro idioma. ¡Collons! Pensé, soy catalán, para algo me va a servir mi educación y puse cara de pasmao y, relamido, contemplé reteniendo la respiración a ver quién era el valiente que comunicaba la noticia.
Pasó un minuto, no sé si pasaron dos. De pronto, un chico de esos con el pelo con brillantina, con la camisa que lo identificaba como camarero, sin educación secundaria y con un lenguaje de más o menos 400 palabras adquiridas seguramente de la televisión, corrió hacia aquella elegante señora de traje salmón que removía la cucharilla, la inconsciente viuda y con el mismo tono con que diría alarmado “¿Este abrigo es suyo?” le dijo: “Señora, señora. ¿El señor que estaba con usted aquí fue al lavabo?” Ella dijo que sí y entonces él, que seguramente no conocía el chiste del recluta, dado que esa broma pertenecía al acervo cultural de dos generaciones antes, le dijo “Entonces, cambió de parecer”. “¿Qué quiere decir?” exclamó la mujer como si preguntara ¿Quiere usted decir que me ha dejado? El chico, atribulado, mesándose el cabello y girándose hacia atrás en busca del encargado,
que lo miraba con cara seria y con un mensaje implícito en sus ojos que decía “Te ha tocado”, comprobó que en este trance estaba solo.
Se giró hacia la mujer y empezó a moquear: “Quiero decir que si no está en el lavabo, debería usted bajar a la calle porque allí hay un señor muy parecido”.
Y yo pensé “sólo que aplastado”.La mujer elevó las manos y apretó la cartera de piel negra que llevaba colgada del brazo contra su chaquetilla rosa salmón y juntó las cejas en un gesto de súplica. Miraba a unos y otros interrogando con la mirada. El encargado, en dos zancadas, se situó a su lado, la tomó del brazo y le dijo, “Yo la acompañaré señora”.
Puse un billete sobre la mesa e hice un ostentoso gesto para que los camareros entendieran de un modo claro que pagaba y no que me largaba aprovechándome de las circunstancias. Me fui detrás de la señora y yo también la cogí de un brazo. El encargado me miró con odio porque le estaba quitando protagonismo en su papel más esmerado pero la verdad es que me importó un pimiento.
Utilizamos el ascensor de emergencia, que en un santiamén nos condujo a la planta baja y juntos los tres fuimos hasta el bulto enorme de la multitud que se arremolinaba a mirar el cadáver y el enorme manchón rojo de sangre. Un panorama desolador que me dejó el cuerpo sin energía.
La mujer se me escurrió del brazo, desmayada, suerte que estaba el encargado. Los servicios de emergencia intervinieron de inmediato. Entendí que la mujer se llamaba Matilde y que vivía en Capitán Arenas, luego, un olor horrible a productos químicos desinfectantes y a medicamentos de violenta acción corporal se apoderó de mi nariz y de mi cerebro. Cuando preguntaron si alguien la acompañaría fui junto a ella cogiéndole la mano más por asegurarme yo que estaría en manos médicas si me sucedía algo que por la pobre mujer. La ambulancia zumbaba Paseo de Gracia arriba en busca de los ramales de calles que nos condujeran al Hospital Clinic y yo, con el objeto de no desmayarme como un inútil, intentaba encontrar una cierta entretención en todo este ajetreo. La mujer, cada tanto suspiraba bajo la manta y sus ojos se movían como si estuviera soñando. Pensé que lo mejor sería darle la mano y decirle que la quería pero luego pensé que eso sería muy osado, aunque, qué caramba, aquellos enfermeros no me conocían de nada, suponían que yo sería un pariente o amigo de ella y entonces me lancé y le dije “Te quiero, Matilde, no te preocupes, te quiero”. Y me repantigué contento contra el respaldo del asiento que se movía como una barca por los zig zags que la ambulancia iba realizando por las calles de la ciudad. Respiré hondo y me invadió aquel olor a fármacos, recordé a mi madre muriendo  en Houston de un cáncer, recordé su olor durante todo el último año, aquel penetrante olor químico que se me quedó fijado de tal manera que ya no puedo hablar con norteamericanos, les encuentro a todos ellos un aroma químico, artificial, como de conservantes alimentarios pero sobre todo un penetrante olor a quimioterapia. Recuerdo ese olor en las calles de Texas, lo recuerdo en el hospital, en el baño, en el hotel, en las autopistas calientes, en la moqueta del coche, el olor del cáncer y de la muerte.
Cuando llegamos al Clinic todo fue muy rápido. Los diestros enfermeros secuestraron a aquella mujer, rellenaron todos los papeles, emitieron por radio un diagnóstico a modo de aviso a los nuevos enfermeros que, a través de largos pasillos la condujeron con presteza hacia el vientre del edificio, en cambio a mí me apartaron de un empujón, como si no me vieran y me desviaron por el camino de la gente sana. Fui a dar a la sala de espera.
Allí me estuve todo el día y nadie me dijo nada. Al fin, me sentí un poco avergonzado, como si estuviera comportándome estúpidamente y cuando llegó la noche me largué sin decir ni pío.
Esa noche vagué por las calles y en un momento determinado me asaltó la idea de ir a la casa de aquella mujer, había oído su dirección pronunciada varias veces por los enfermeros, entre ellos y por radio, la había visto escrita en el formulario que rellenaron y allá me dirigí.
Estuve rondando por el edificio, vivía en la primera planta y se veía luz, atisbé y pude verla, deprimida pero a salvo; aprovechando que una chica entraba con el perro me colé y fui hasta su puerta. Llamé al timbre y cuando abrió me miró con cara de cansancio como si me interrogara con los ojos, como si estuviera harta de mí, como si le molestara mi visita.
–Quería saber cómo está.
No dijo nada, se dio la vuelta como para volver a su sofá y entré tras ella. Le dije que si necesitaba algo no dudara en pedírmelo, que me sentía un poco responsable y quería apoyarla, me miró con una cara como si yo estuviera loco y por un momento me lo hizo creer, porque yo mismo me pregunté a santo de qué le estaba diciendo aquellas sandeces a una desconocida. Como no me contestaba y parecía que iba a buscar una bandeja con dos tazas de café, aguardé en la sala de estar a que me dijera alguna cosa. Vino dejó la bandeja allí en la mesa de centro y cuando iba a poner azúcar en la segunda taza empezó a llorar de un modo horrible y desolador, me hizo acordar al llanto desgarrador de mi propia madre cuando tomó conciencia, la pobrecita, de que iba a morir. Se levantó del sofá y se fue corriendo a su habitación y me dejó allí plantado; si fuera otra la circunstancia hubiera dicho algo, pero como había pasado lo que había pasado, me quedé allí callado la boca y me puse a tomar café, hice un poquito de zaping, pero sólo un poquito porque ella vino corriendo, vaya susto que me dio, se asomó con cara de loca a la sala y miró fijamente hacia
mí y hacia la tele y con los ojos desencajados, el rostro hecho un estropicio y los brazos en alto se agarró la cabeza con un gesto algo teatral y volvió a meterse en su habitación. Yo no dije nada porque en una circunstancia como aquella la gente, yo lo sabía, se pone como loca.
El caso es que apoyado en aquel sofá, con el cafecito encima, las emociones del día parecieron ir asentándose en algún lugar dentro de mí como si fuera el azúcar que luego de revuelta por la cucharilla va sedimentándose en el fondo del vaso.
Me quedé dormido y soñé un sueño típico de estas circunstancias, aunque claro, todo he de decirlo, típico cuando tienes quince años no cuando tienes cincuenta, eso es lo raro.
Soñé que veía una suerte de documental en la tele, quizás realmente lo estaban emitiendo, en el que se decía que los suicidas y todos aquellos que mueren en circunstancias extremadamente violentas generan unas ataduras en su conciencia de difícil ruptura.
Producen , decía el hombre de la película, un karma tan intenso como una cadena metálica que los ata en algún nivel de su conciencia a los sucesos producidos y les hace repetir, no se sabe por cuánto tiempo, esos sucesos, como una película que es reproducida una y otra vez. El sufriente, atado por su propio karma, no se percata de que vive y revive, una y otra vez, los mismos hechos con las mismas emociones. Continúa repitiendo este circuito diabólico hasta que de un modo misterioso esa alma cobra conciencia de sí y se sale del circuito rompiéndolo de un modo milagroso. Se sale de sí y ve, por primera vez.
Los que saben de esto dicen, aunque eso es improbable, que el momento de ese “bardo”,  cuando pasan del estado de inconsciencia al de conciencia, se caracteriza porque por primera vez ven todo lo sucedido como si fueran un testigo.
Me desperté cuando sonó el timbre. No sabía si ir a abrir o no pero Matilde vino antes. Abrió la puerta y entró alguien a quien yo no conocía de nada. Ese hombre la abrazó y se besaron como si se quisieran mucho y cuando vi su cara fresca al recibirlo pude comprobar que el sueño había reparado los daños del día anterior. No supe en qué día estábamos y no pude entender cómo es que ella no se molestaba en presentarme ni en ocultar en algo su manifiesto amor por aquel hombre cuando el que era su marido había muerto el día anterior. El caso es que miré alrededor y sentí como un mareo. Entonces me llevé la mano a la cabeza como si saliera de una enorme resaca y mirándola grité con todas mis fuerzas.
Matilde! ¡Matilde! Pero nadie me contestó, ellos ya estaban en la cocina, aquel hombre le acariciaba el brazo con intenso cariño y ella sonreía con amor.
Tuve la sensación de comprender algo muy importante luego de mucho tiempo, lo que los americanos llaman el “sentimiento ahá”, y sin mediar palabra busqué una salida, pues ya nada tenía que hacer allí.

Falero, el explorador amazónico.

Sueño con Falero solamente cuando estoy en Barcelona. En Génova no sueño con él, tampoco se me aparece en las noches de Caracas. Cuando esta extraña coincidencia comenzó a producirse, me sentí molesto; como si alguien me quisiera decir algo y yo no le entendiera.
Me di cuenta cabal de la coincidencia, la noche en que Falero mató una onza amazónica. Falero estaba herido y se arrastraba por el suelo húmedo, cierto salitre maltrataba, con punzadas, sus heridas y, de pronto, vio el animal. Un golpe de adrenalina lo dejó tieso. No sé de dónde sacó su energía; el caso es que por un momento pareció flotar y suspenderse en el aire y a continuación se lanzó con tal fuerza contra la bestia, que se sintió el crujir de un cartílago. Sintió el aroma animal, el aliento putrefacto, la humedad del pelaje, la infinitud de sus garras.
Después de aquella muerte, Falero llevaba siempre la piel de aquel leopardo y un colmillo adornaba su cuello, el escozor de las heridas tardó mucho tiempo en desaparecer.
Le veía recorriendo largos, tupidos, insondables senderos amazónicos y pensaba ¿hacia dónde se dirige Falero? En general, lo veía alejándose, contemplaba su fuerte espalda aguerrida y dura. Siempre alejándose. La noche de la onza fue muy impresionante pues fue la primera ocasión en que lo vi de lado y muy cerca, oí su respiración.
21
Una tarde oscura caminaba por Muntaner y sentí que alguien me perseguía. Sentí que al caminar yo, esa persona caminaba; que al detenerme, se detenía; sentí una mirada en la nuca. Me di la vuelta y mis pasos sonaron como en una catedral vacía. Nadie había en la calle. Entré en un bar y pedí un café. Miraba la calle y buscaba algo; una vaga inquietud me agitaba.
Decidí ir a casa y soñar con Falero. No se presentó.,Mal asunto; al día siguiente debía partir y durante unos meses no volvería a la ciudad. Intenté soñarlo en Nueva York y fracasé. Terminaba el invierno y yo debía volver a la húmeda ciudad. El sólo pensar en volver me atraía al tiempo que me inquietaba.
La primera noche de estadía en Barcelona no me visitó en sueños. Pensé que quizás el hotel en que me encontraba no era propicio y decidí retornar al de la ocasión anterior.
Nada sucedió. Vislumbré la posibilidad de que las fechas o las estaciones o el estado del tiempo tuvieran algo que ver. Picado en mi curiosidad, salí a caminar. Me encaminé hacia una librería y cafetería que permanece abierta hasta tarde en la noche. Busqué libros que pudieran hablar acerca de algo, aunque fuera vagamente, similar a lo que me estaba sucediendo. Observé que abundaban libros sobre los sueños. Libros que relataban la historia del análisis de los sueños. Libros acerca de los sueños proféticos, tan arbitrarios como vulgares. Distintas hermenéuticas y escatologías del sueño que nada podían aclararme. Libros sobre sueños presentados como auténticas enciclopedias gastronómicas. Libros sobre sueños y loterías varias. Libros que explicaban los sueños en función de su capacidad para hacernos ganar dinero, tener ideas geniales, ser más eficaces en el trabajo y otras simplezas. Opté por comprar "II Giornale della sera". Algo vulgar; sin grandes aspiraciones.
Me senté en una mesa frente a una ventana que daba a la calle y recorrí aquel periódico casi sin ganas. Barajé la posibilidad de irme de putas; conozco en Barcelona a una prostituta jamaicana que llega a divertirme. Siempre hacemos planes inconclusos. Me convertiré en su novio y la llevaré a viajar conmigo; ella podrá hacer lo que desee y saldrá de la vida que lleva. En sus próximas vacaciones coincidiremos en Jamaica. Proyectos por el estilo que se sostienen hasta que desaparecemos. Sé su nombre verdadero; no el de guerra. Eso es muy importante.
Esa noche le propuse irnos juntos a Brasil, al Amazonas. – ¿A qué iríamos, Knoppfler? –me preguntó–. –A perseguir algo.
 – ¿Sombras selváticas?
 – ¿Qué es eso?
 –Una leyenda de mi país. Un viajero busca su sombra para apoderarse de ella.
–Y ¿luego? –No sé cómo sigue. Supongo que vivirá feliz y comerá perdices.
–Joanna, es importante. ¿Cómo sigue?
No sé; si quieres le escribo a mi familia y se lo pregunto.
–No. Tienes que recordar. ¿Cuándo lo aplicabas? ¿A qué tipo de personas se lo solían decir? –Hum. A personas preocupadas por algo desconocido. Por Dios y cosas así.Quedamos en que le escribiría o le telefonearía para que me lo confirmara.
Cuando salí del prostíbulo, sentí que me hallaba muy próximo a un gran descubrimiento y recordé a mi hermana, años antes en la granja en que nos criamos diciéndome que era un vanidoso que me inventaba cosas para darme aires de importancia. Ese pensamiento me desalentó; sentí que era un veterano imbécil e inútil, estaba cruzando la calle Casanovas y en ese instante, por la esquina vi pasar, raudo, a Falero.
Corrí a la esquina, agitado, miré a un lado y otro y había desaparecido. Tuve la horrible sensación de que ninguna de las pocas personas que había en la calle le había visto. Vestía de una manera bastante civilizada; la velocidad de sus andares lo ocultaría de los otros.
No entró en ningún portal; lo corroboré lo más rápido que pude. Quizás me confundí. Busqué una explicación; quizás mi imaginación me estaba jugando malas pasadas. Fui al hotel y me acosté a dormir.
Falero avanzaba, cauteloso, por el bosque y yo le seguía unos pasos detrás. Era su colaborador y en un momento dado, avanzaba la noche, hicimos un alto para encender una hoguera; el aire, los olores, la naturaleza eran hirientes. Todo era intenso. En silencio nos dispusimos a comer. Entonces, por primera vez, me miró directamente a los ojos y me habló.
– ¿Qué, Knoppfler, preparado? Creo que contesté afirmativamente. Yo estaba muy seguro de aquello que me preguntaba y también de mi respuesta; pero no podría explicar de qué se trataba.
Al amanecer llegamos a un paraje desolado y tenebroso, lleno de acechanzas inexplicables, comimos unas galletas extrañas y sentí pavor pero no se lo comuniqué a Falero. No necesitábamos hablar para entendernos. Caminamos toda la jornada y llegamos al borde de un abismo. Del otro lado brillaban muchos soles calcinantes y algo nos aprisionaba. Falero reía y por entre sus dientes se escurría un asqueroso hilo de baba
repugnante. Me dijo, mirándome por segunda vez, fijamente, a los ojos: "No nos queda otra salida".
Y saltamos al abismo.
La caída fue infinita y mil eras transcurrieron en mi mente. Desperté profiriendo un agudo alarido de horror, pánico o furia. Al día siguiente volví a Nueva York.
Desde allí escribí a Joanna y le comuniqué que pensaba permanecer muchos meses, que podía escribirme.
Meses más tarde leí en el "Giornale" que un explorador italiano apellidado Falero necesitaba, para continuar sus investigaciones amazónicas la ayuda económica de alguna institución o de algún mecenas privado. Su fotografía era borrosa pero se le veía, por encima de los hombros, una piel de onza a modo de abrigo o decorado exótico. Sólo por tentar a la suerte pensé en escribirle y apoyarle económicamente.
Lo estaba meditando cuando llegó comunicación de Joanna: Querido Knoppfler: Espero que te encuentres bien. Ojalá nos veamos pronto y podamos cumplir aunque sea uno sólo de nuestros deseos tejidos en común.
sea uno sólo de nuestros deseos tejidos en común.
Le he preguntado a mi madre lo de las sombras selváticas y ella se lo preguntó a mi abuela. Es una leyenda muy interesante.
Cuando una persona recorre materialmente el mundo sembrando proyectos y planes por aquí y por allá, siempre según mi abuela, va dejando una estela inmaterial de todos los deseos fuertemente creados en la imaginación pero no cumplidos en la realidad.
Tampoco se necesitaba de una gran movilidad geográfica para producir esto; baste para demostrarlo el caso de mi abuelo, que tuvo que viajar a capturar su sombra antes de casarse porque de otro modo mi abuela no hubiera accedido a la boda, alegando que de no hacerlo sería siempre una persona con un culo de mal asiento, que no encontraría acomodo ni paz en ningún sitio, con las consecuencias nefastas que esto ocasionaría en su papel de marido. Según dice mi abuela, alcanza con que en una intensa noche de insomnio y preocupación se piense con intensidad en cosas maravillosas o terribles para que de inmediato se cree un mundo al lado del nuestro en el que toda esa fantasía de un día comienza a desarrollarse de un modo incontenible. Al cabo de mucho tiempo viviendo de este modo y teniendo este género de imaginaciones poderosas creamos algo así como a una persona que comienza a realizar todo eso inacabado, pero como no es consciente de lo que hace nos ocasiona problemas y nos trae más de un dolor de cabeza.
Hay un momento en que esta situación se vuelve insostenible tanto para nosotros como para esa persona, que es la "sombra selvática" y que se llama de ese modo porque es un ser inmaterial que se mueve en un medio agreste y lleno de complicaciones. Llegados a éste punto comienza a hacer notar su presencia. Se nos aparece en sueños o en la misma realidad, adopta nombres y características de personas que aún no conocemos pero que pronto vamos a conocer. Esta manera de pedir auxilio, es también una manera de auxilio que nos demandamos a nosotros mismos. Estas sombras son muy puñeteras y, si bien se muestran y nos deslizan hasta el borde de su realidad, nos asustan tanto que retrocedemos cuando estábamos a punto de librarnos de ellas. Nos invitan, por ejemplo, a cometer actos imprudentes. Se nos aparecen en sueños bajo aspectos aterrorizantes y nos arrastran a situaciones incomprensibles y temerarias. El día que logramos mirarlas a los ojos en sueños o en la vigilia, damos un paso grande hacia la victoria. Hay que resistir
hasta el final sus pruebas sin horror y siendo muy conscientes. En los momentos en que estamos por conquistarles se producen a nuestro alrededor toda una serie de hechos que parecen casualidades pero que en realidad no lo son. Debajo esconden la clave, pero al igual que el objeto escondido en una mano cerrada, hay que saber dar con el puño correcto. También hay sitios o momentos en que se aparecen; indican que en ese lugar o instante se comenzó a crear ese mundo paralelo del cual la sombra se ha apropiado. El lugar puede ser una habitación de tu casa, un paraje, una ciudad; el momento puede ser una hora concreta del día, la hora en que realizas determinada actividad o cuando sientes un estado de ánimo muy concreto, especial y distinto por completo a todos tus otros estados anímicos.
Las gentes de la generación de mi abuelo tenían un modo muy material de realizar la captura de la sombra. Iban a la selva a buscarla; allí contaban con muchos aliados de la propia naturaleza que les ayudaban a hacer brotar sus propias capacidades internas.
Dentro del bosque pasaban días de hambre y búsqueda hasta lograr dar con la sombra agobiada de cansancio y consciente de su irrealidad. Una vez atrapada volvían con una gran alegría en el alma.
Querido amigo Knoppfler, piensa muy bien estas cosas, si alguna de ellas la has vivido.
Piensa dónde y cuándo deseaste algo bueno o malo con tal intensidad como para crear toda una maraña de este género.
Si no es así me alegraré y siempre estoy aquí pronta a satisfacer tu curiosidad y otras cosas.
Espero verte pronto y que algún día se cumpla alguno de los maravillosos planes que tejimos junto aquí, en la cama, después del retozo.Tu amiga, que te quiere. Joanna Falero, el explorador amazónico.
Sueño con Falero solamente cuando estoy en Barcelona. En Génova no sueño con él, tampoco se me aparece en las noches de Caracas. Cuando esta extraña coincidencia comenzó a producirse, me sentí molesto; como si alguien me quisiera decir algo y yo no le entendiera.
Me di cuenta cabal de la coincidencia, la noche en que Falero mató una onza amazónica. Falero estaba herido y se arrastraba por el suelo húmedo, cierto salitre maltrataba, con punzadas, sus heridas y, de pronto, vio el animal. Un golpe de adrenalina lo dejó tieso. No sé de dónde sacó su energía; el caso es que por un momento pareció flotar y suspenderse en el aire y a continuación se lanzó con tal fuerza contra la bestia,que se sintió el crujir de un cartílago. Sintió el aroma animal, el aliento putrefacto, la humedad del pelaje, la infinitud de sus garras.
Después de aquella muerte, Falero llevaba siempre la piel de aquel leopardo y un colmillo adornaba su cuello, el escozor de las heridas tardó mucho tiempo en desaparecer.
Le veía recorriendo largos, tupidos, insondables senderos amazónicos y pensaba ¿hacia dónde se dirige Falero? En general, lo veía alejándose, contemplaba su fuerte espalda aguerrida y dura. Siempre alejándose. La noche de la onza fue muy impresionante pues fue la primera ocasión en que lo vi de lado y muy cerca, oí su respiración.
Una tarde oscura caminaba por Muntaner y sentí que alguien me perseguía. Sentí que al caminar yo, esa persona caminaba; que al detenerme, se detenía; sentí una mirada en la nuca. Me di la vuelta y mis pasos sonaron como en una catedral vacía. Nadie había en la calle.
Entré en un bar y pedí un café. Miraba la calle y buscaba algo; una vaga inquietud me agitaba.
Decidí ir a casa y soñar con Falero.
No se presentó.
Mal asunto; al día siguiente debía partir y durante unos meses no volvería a la ciudad. Intenté soñarlo en Nueva York y fracasé. Terminaba el invierno y yo debía volver a la húmeda ciudad. El sólo pensar en volver me atraía al tiempo que me inquietaba.
La primera noche de estadía en Barcelona no me visitó en sueños. Pensé que quizás el hotel en que me encontraba no era propicio y decidí retornar al de la ocasión anterior.
Nada sucedió. Vislumbré la posibilidad de que las fechas o las estaciones o el estado del tiempo tuvieran algo que ver.
Picado en mi curiosidad, salí a caminar. Me encaminé hacia una librería y cafetería que permanece abierta hasta tarde en la noche. Busqué libros que pudieran hablar acerca de algo, aunque fuera vagamente, similar a lo que me estaba sucediendo. Observé que abundaban libros sobre los sueños. Libros que relataban la historia del análisis de los sueños. Libros acerca de los sueños proféticos, tan arbitrarios como vulgares. Distintas hermenéuticas y escatologías del sueño que nada podían aclararme. Libros sobre sueños presentados como auténticas enciclopedias gastronómicas. Libros sobre sueños y loterías varias. Libros que explicaban los sueños en función de su capacidad para hacernos ganar dinero, tener ideas geniales, ser más eficaces en el trabajo y otras simplezas. Opté por comprar "II Giornale della sera". Algo vulgar; sin grandes aspiraciones.
Me senté en una mesa frente a una ventana que daba a la calle y recorrí aquel periódico casi sin ganas. Barajé la posibilidad de irme de putas; conozco en Barcelona a una prostituta jamaicana que llega a divertirme. Siempre hacemos planes inconclusos. Me convertiré en su novio y la llevaré a viajar conmigo; ella podrá hacer lo que desee y saldrá de la vida que lleva. En sus próximas vacaciones coincidiremos en Jamaica. Proyectos por el estilo que se sostienen hasta que desaparecemos. Sé su nombre verdadero; no el de guerra. Eso es muy importante.
Esa noche le propuse irnos juntos a Brasil, al Amazonas.
– ¿A qué iríamos, Knoppfler? –me preguntó–.
–A perseguir algo.
– ¿Sombras selváticas?
– ¿Qué es eso?
–Una leyenda de mi país. Un viajero busca su sombra para apoderarse de ella.
–Y ¿luego?
–No sé cómo sigue. Supongo que vivirá feliz y comerá perdices.
–Joanna, es importante. ¿Cómo sigue? No sé; si quieres le escribo a mi familia y se lo pregunto.
–No. Tienes que recordar. ¿Cuándo lo aplicabas? ¿A qué tipo de personas se lo solían decir?
–Hum. A personas preocupadas por algo desconocido. Por Dios y cosas así.
Quedamos en que le escribiría o le telefonearía para que me lo confirmara.
Cuando salí del prostíbulo, sentí que me hallaba muy próximo a un gran descubrimiento y recordé a mi hermana, años antes en la granja en que nos criamos diciéndome que era un vanidoso que me inventaba cosas para darme aires de importancia. Ese pensamiento me desalentó; sentí que era un veterano imbécil e inútil, estaba cruzando la calle Casanovas y en ese instante, por la esquina vi pasar, raudo, a Falero.
Corrí a la esquina, agitado, miré a un lado y otro y había desaparecido. Tuve la horrible sensación de que ninguna de las pocas personas que había en la calle le había visto. Vestía de una manera bastante civilizada; la velocidad de sus andares lo ocultaría de los otros.
No entró en ningún portal; lo corroboré lo más rápido que pude. Quizás me confundí.
Busqué una explicación; quizás mi imaginación me estaba jugando malas pasadas. Fui al hotel y me acosté a dormir.
Falero avanzaba, cauteloso, por el bosque y yo le seguía unos pasos detrás. Era su colaborador y en un momento dado, avanzaba la noche, hicimos un alto para encender una hoguera; el aire, los olores, la naturaleza eran hirientes. Todo era intenso. En silencio nos dispusimos a comer. Entonces, por primera vez, me miró directamente a los ojos y me habló.
– ¿Qué, Knoppfler, preparado?
Creo que contesté afirmativamente. Yo estaba muy seguro de aquello que me preguntaba y también de mi respuesta; pero no podría explicar de qué se trataba.
Al amanecer llegamos a un paraje desolado y tenebroso, lleno de acechanzas inexplicables, comimos unas galletas extrañas y sentí pavor pero no se lo comuniqué a  Falero. No necesitábamos hablar para entendernos. Caminamos toda la jornada y legamos al borde de un abismo. Del otro lado brillaban muchos soles calcinantes y algo nos aprisionaba. Falero reía y por entre sus dientes se escurría un asqueroso hilo de baba
repugnante. Me dijo, mirándome por segunda vez, fijamente, a los ojos: "No nos queda otra salida".Y saltamos al abismo.
La caída fue infinita y mil eras transcurrieron en mi mente. Desperté profiriendo un agudo alarido de horror, pánico o furia.
Al día siguiente volví a Nueva York. Desde allí escribí a Joanna y le comuniqué que pensaba permanecer muchos meses, que podía escribirme.
Meses más tarde leí en el "Giornale" que un explorador italiano apellidado Falero necesitaba, para continuar sus investigaciones amazónicas la ayuda económica de alguna institución o de algún mecenas privado. Su fotografía era borrosa pero se le veía, por encima de los hombros, una piel de onza a modo de abrigo o decorado exótico. Sólo por tentar a la suerte pensé en escribirle y apoyarle económicamente.
Lo estaba meditando cuando llegó comunicación de Joanna:
Querido Knoppfler: Espero que te encuentres bien. Ojalá nos veamos pronto y podamos cumplir aunque sea uno sólo de nuestros deseos tejidos en común. sea uno sólo de nuestros deseos tejidos en común.
Le he preguntado a mi madre lo de las sombras selváticas y ella se lo preguntó a mi abuela. Es una leyenda muy interesante. Cuando una persona recorre materialmente el mundo sembrando proyectos y planes por aquí y por allá, siempre según mi abuela, va dejando una estela inmaterial de todos los deseos fuertemente creados en la imaginación pero no cumplidos en la realidad.
Tampoco se necesitaba de una gran movilidad geográfica para producir esto; baste para demostrarlo el caso de mi abuelo, que tuvo que viajar a capturar su sombra antes de casarse porque de otro modo mi abuela no hubiera accedido a la boda, alegando que de no hacerlo sería siempre una persona con un culo de mal asiento, que no encontraría acomodo ni paz en ningún sitio, con las consecuencias nefastas que esto ocasionaría en su papel de marido. Según dice mi abuela, alcanza con que en una intensa noche de insomnio y preocupación se piense con intensidad en cosas maravillosas o terribles para que de inmediato se cree un mundo al lado del nuestro en el que toda esa fantasía de un día comienza a desarrollarse de un modo incontenible. Al cabo de mucho tiempo viviendo de este modo y teniendo este género de imaginaciones poderosas creamos algo así como a una persona que comienza a realizar todo eso inacabado, pero como no es consciente de lo que hace nos ocasiona problemas y nos trae más de un dolor de cabeza.
Hay un momento en que esta situación se vuelve insostenible tanto para nosotros como  para esa persona, que es la "sombra selvática" y que se llama de ese modo porque es un ser inmaterial que se mueve en un medio agreste y lleno de complicaciones. Llegados a éste punto comienza a hacer notar su presencia. Se nos aparece en sueños o en la misma realidad, adopta nombres y características de personas que aún no conocemos pero que pronto vamos a conocer. Esta manera de pedir auxilio, es también una manera de auxilio que nos demandamos a nosotros mismos. Estas sombras son muy puñeteras y, si bien se muestran y nos deslizan hasta el borde de su realidad, nos asustan tanto que retrocedemos cuando estábamos a punto de librarnos de ellas. Nos invitan, por ejemplo, a cometer actos imprudentes. Se nos aparecen en sueños bajo aspectos aterrorizantes y nos arrastran a situaciones incomprensibles y temerarias. El día que logramos mirarlas a los ojos en sueños o en la vigilia, damos un paso grande hacia la victoria. Hay que resistir hasta el final sus pruebas sin horror y siendo muy conscientes. En los momentos en que estamos por conquistarles se producen a nuestro alrededor toda una serie de hechos que parecen casualidades pero que en realidad no lo son. Debajo esconden la clave, pero al igual que el objeto escondido en una mano cerrada, hay que saber dar con el puño correcto. También hay sitios o momentos en que se aparecen; indican que en ese lugar o instante se comenzó a crear ese mundo paralelo del cual la sombra se ha apropiado. El lugar puede ser una habitación de tu casa, un paraje, una ciudad; el momento puede ser una hora concreta del día, la hora en que realizas determinada actividad o cuando sientes un estado de ánimo muy concreto, especial y distinto por completo a todos tus otros estados anímicos. Las gentes de la generación de mi abuelo tenían un modo muy material de realizar la captura de la sombra. Iban a la selva a buscarla; allí contaban con muchos aliados de la propia naturaleza que les ayudaban a hacer brotar sus propias capacidades internas.
Dentro del bosque pasaban días de hambre y búsqueda hasta lograr dar con la sombra agobiada de cansancio y consciente de su irrealidad. Una vez atrapada volvían con una gran alegría en el alma.
Querido amigo Knoppfler, piensa muy bien estas cosas, si alguna de ellas la has vivido.
Piensa dónde y cuándo deseaste algo bueno o malo con tal intensidad como para crear toda una maraña de este género.
Si no es así me alegraré y siempre estoy aquí pronta a satisfacer tu curiosidad y otras cosas.
Espero verte pronto y que algún día se cumpla alguno de los maravillosos planes que tejimos junto aquí, en la cama, después del retozo. Tu amiga, que te quiere.
Joanna



La realidad de las ciudades.
 
Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay—, cuando el tema es un uruguayo.
Jorge Luis Borges Dilucidar el arduo problema que tengo entre manos me proporcionará el denuesto y la
apología en ambas orillas del río más ancho de la Tierra; el Río de la Plata.
El carácter real de esta historia ha de quedar, necesariamente supeditado a la conmoción de primera línea que ha de iniciarse en otros órdenes.
No me presentaré con mi nombre verdadero; ésta circunstancia no me afectará. Diré,sólo por fijar de algún modo mi identidad para el lector, que soy la encarnación material y concreta de aquel poeta de segundo orden al que también cantó mi querido amigo Borges. En mi persona real se inspiró para aquellas escrituras. Me exornan, asimismo, otras cualidades de las que aquí doy cuenta. He estado, a lo largo de mi ya extensa vida, compartiendo cátedras de importancia. Llegué a mi cumbre en un verano asaz luminoso de California del año 1976 o 1977. En aquella aula me flanqueaban, a la izquierda Jorge Luis y a la derecha Rodríguez Monegal. No diré más. No deseo revelar mi personalidad concreta y cuido cada término y cada dato con la finalidad de impedir el montaje del rompecabezas.
Siempre faltará una referencia.
Nací en 1902 en una de las más bellas, luminosas y oxigenadas ciudades de la geografía: en la marítima Montevideo. Una ciudad preñada de egolatría. Una ciudad que cada amanecer parece desperezarse como un animal joven pletórico de respiración. La bibliografía mundial la enumera distintamente. Fue o es sucesivamente "la nueva Troya" de Alexandre Dumas. "La Atenas de Plata." "La tacita de plata", en competencia con Cádiz. "El otro Monte" de Isidore Ducasse, significada como un Parnasso. "Capital de la Suiza de América". Denostada casi exclusivamente por sus propios hijos (Julio Herrera y Reissig) no diré con qué palabras.
A fines de la década del 40 conocí por segunda vez a Jorge Luis Borges en la cafetería "Sorocabana" ubicada en el centro de Montevideo. No hacía mucho que Borges había tenido un accidente bonaerense; en la oscuridad de una escalera se dio un golpe en medio de la cabeza que lo dejó sin sentido hasta su despertar a la conciencia días luego en el hospital. Aquella experiencia sería trascendente para el desarrollo de su persona y, lo que es más importante para la humanidad instruida, su apertura a nuevos mundos fantásticos.
En el mismo hospital Borges solicitó lápices y cuadernos donde comenzó a anotar lo que su imaginación se había encontrado de un modo, a todas luces, no casual.
Aquella tarde, polemizamos hasta el atardecer acerca de la enmarañada genealogía del antiguo virreinato del Río de la Plata; las equívocas circunstancias que nos "juntaban" según el perdido lenguaje de los criollos o que nos "hermanaban" si nos atenemos a las palabras de las castas políticas de las dos orillas. El fervor del patriotismo no es, claramente, patrimonio de Jorge y tampoco forma parte del mío, aunque me duela.
Ambos éramos, aquella tarde, de similar parecer. La forma que le aporta el medio no debe oprimir a la persona; pensaba yo, algo más adentrado en materias de la Ciencia Política –ciencia que en nuestro días lleva un nombre más parecido a la designación de una vacuna antimicrobiana que al de un saber–. Jorge, más pobre, menos leído, simplemente modesto, quizás irreal, distanciado u orientalizante, consideraba estas circunstancias como irreales y el ego como una vicisitud cimentada por el vacío.
Todo aquello que nos rodeaba podía ser distinto; la ciudad se cambiaría por otra y las relaciones entre colectivos humanos radicalmente otra, sólo permanecerían dos egos que hablan sobre el destino y las características de sus pueblos.
El halo de la Gloria ya acompañaba a mi tranquilo amigo. Yo lo podía ver y aquello me modificaba. En aquella época leía mucha historia de las diversas patrias, combinaba aquello con la inquietante consulta a la Blavatsky y al supernumerario Leadbeater. En todo podía ver el diseño oculto de un significado; éste estado sólo había sido cantado por Paul Claudel aunque hay sobrados motivos y referencias acumuladas para hacerlo obvio.
Las circunstancias todas del accidente referido por Borges, componían una cosmología particular plena de sentido y profundidad. Él ya no era el que había sido; pero de un modo radical. Aquel accidente que puede ser "pequeño" o una "nimiedad" a los ojos de los profanos, tiene un hondo significado.
Reconstruido como un acto de dramaturgia, paso a paso, compone, en todos sus detalles, una maravillosa metáfora casi esotérica del inicio, umbral o entrada en el camino que nos conduce al centro de nuestro ser y nuestra vida. Los caminos son circunstanciales; todos llevan al mismo lugar.
Jorge había ido a visitar a una mujer amada. Se comunica con ella través del interfono.
"Ella abre las puertas." "Él atraviesa el umbral." Cuando se dirige al ascensor, un repentino y a mi parecer, nada casual, "corte de luz" le deja sin medios mecánicos, tecnológicos, normales y fáciles de ascenso. "En la oscuridad busca a tientas, sin luz, guiado por la memoria y la intuición una ruta de ascenso." Una escalera. La subida es prolongada y dificultosa y "en círculos". En uno de los pisos, con la seguridad que le han dado ya varios minutos de ascenso se despreocupa, se olvida de sí, con la plena soberanía sobre sus sentidos más mecánicos, con fuerza y entusiasmo se ciega más aún a cualquier eventual dificultad. Entonces, de pronto, tropieza, se golpea la cabeza con el marco de hierro de una enorme ventana abierta a la noche en medio de aquel ascenso circular y homogéneo. No es una casualidad que fuera justamente una "ventana", con el enorme
contenido simbólico y arquetípico de que este inocuo elemento de la cultura humana está cargado.
Tras aquel imprevisto golpe, la oscuridad total y la inconsciencia.
Caía la tarde en Montevideo y la atmósfera se tornaba irreal. Jorge y yo sentados en aquellas añejas sillas del café "Sorocabana". Él bebía una grappa con miel, yo degustaba un café; la última exquisita mezcla traída del Brasil.
Inevitablemente debimos hablar de tango. Una vez más se debatió en nuestra austera y marmórea mesa la pintoresca versificación de Santos Discépolo. Una vez más juntamos en espíritu a Razzano y a Homero. Inevitablemente nos divertimos, entre elegantes y cáusticos, fingiendo polemizar acerca de la filiación de Carlos Gardel. Aún estaba escondida en el tiempo la tesis de Sebreli que confirmaba el nacimiento de Gardel en el Uruguay y las abstrusas y sórdidas razones de su nacionalización como argentino.
Borges reía en aquel atardecer, entrecerraba sus ojos con sorna. Nunca hubo en él una ironía bien definida; apenas una dulce insinuación más similar a la compasión que otra cosa.
Como dice nuestra gente "una palabra trajo a la otra" y terminamos hablando de nuestro propio parentesco. Pertenezco a una estirpe de españoles y portugueses que dio entre otros al primer aviador del Uruguay, Don Larre Borges. Este es, justamente, el momento que vincula nuestra sangre. No diré más.
Muchas ocasiones, a lo largo de la vida, el significado profundo de una conversación no se hace claro hasta mucho tiempo luego. Ninguna conversación es inocente; todas están, permanentemente, deslizándose al borde de una verdad o una realidad con la que tiene una secreta conexión.
Aquella tarde hablamos de la escondida filiación de Gardel; en realidad, hablábamos de otras cosas con las cuales aquella antigua polémica tenía una relación de espejo vagamente deformante.
Borges hablaba, esperábamos a alguien –no recuerdo a quién– y comenzaba a sentirme extraño, como si buscara algo inquietante en mi memoria.
Todo atardecer es raro; y en Montevideo, esta peculiaridad, parece acentuarse.
Con los muchos años y el trabajo del olvido y la memoria, aquella tarde se modificó de modo sustantivo.
Llegué a pensar ¿hablé con Borges alguna vez, sentados a una mesa de mármol, en elegantes sillas de madera muy antigua? Las alternativas excitantes de nuestra ciudad, el ir y venir, las nuevas inquietudes, el reverbero intelectual, no me impedía volver, cada tanto, a repasar aquella tarde.
Hasta que un día, en casa de Haedo, me di cuenta y casi me sobrecogí. Una foto muy antigua hecha en el departamento de Soriano me mostraba a mí, a mi madre y a otro niño. Interrogado mi tío Alberto, casi centenario, me lo confirmó.
"Ese, hijo, es Borges cuando todavía era uruguayo. Oriental, como le gusta decir a él."
Borges, exornado de su halo de fama, que ya apuntaba al futuro, sus recurrentes temas de conversación, la dignidad de su persona actual, me ocultaba un hecho antiguo.
En la finca de campo de Soriano, cerca de las misiones jesuíticas, acariciado por el aire eterno de los pinos y las acacias, vivía, a comienzos de siglo, un niño que era mi amiguito y que se llamaba Jorge Luis; huelga pronunciar su apellido.
No lo había soñado. Había allí una foto. Aquel niño del campo hablaba inglés, francés y se defendía muy bien en portugués.
Nada más llegar a Montevideo le escribí a Borges; le narraba la inmensa alegría de saber que mi sensación de "déjà vu" tenía un sustento material en el pasado.
Contestó. Cuatro líneas agradeciendo mi epístola pero no mencionó, en ningún pasaje, el hecho de que en el pasado nos hubiésemos conocido en tales circunstancias.
Pensé, un poco audazmente, "no desea dejar rastros de su pasado uruguayo". Pensé, incluso, que quizás el pasaje en que se lo mencionaba no estaba suficientemente claro.
Llegué a creer que aquel pasaje, mágicamente, se había borrado. Pensé "ser Borges y, además, ser uruguayo, es, casi, un pleonasmo". Y guardé el secreto.
Lo guardé hasta que casi treinta años luego volvimos a encontrarnos y le vi hacer algo
similar a la magia ante un público anglosajón. Nuestra patria estaba sometida por el terror de una feroz dictadura y los emigrados y exiliados éramos miles.
De entre el público salió una señora de aspecto inocuo que no hizo ninguna pregunta de alto contenido intelectual; simplemente le dijo, casi gritando, desde la platea:
–Borges, soy yo. Soy Olga, la hermana de Panchito. Se acuerda... del Uruguay.
Y él, entre la sorpresa, el agrado y algo similar a una equívoca confusión, respondía como un médium:
"Sí... Panchito... caramba... claro, claro que me acuerdo... En el Uruguay." Y así divagaba creando una atmósfera de reconocimiento pero sin llegar a decir nada concreto, moviéndose en el recuerdo de la realidad como sirecordara imágenes literarias.
Entonces no me aguanté más, en medio de aquella conferencia llena de público admirador, apoyé mi mano en la suya y acercándome al ciego poeta le susurré al oído: –Borges, a mí no me engaña, usted nació y se crió en el Uruguay. Nosotros, de pequeños, en verano éramos compañeros de juego. No lo declara por modestia, ¿verdad?


Él rió y me susurró al oído.
 
"Eso son detalles, circunstancias. No es la primera vez que me lo dicen. Los mitos son más fuertes que la realidad."
¿Qué quería decir? ¿Qué se sentía, en lo hondo de su corazón, tan uruguayo como argentino? ¿Que el mito de su origen argentino era más fuerte que la realidad de su nacimiento? ¿Que el mito uruguayo de considerar propio todo lo más granado y excelso era más fuerte que su posible origen argentino?
Lamentablemente, habían pasado más de setenta años. Aun así, con pocas esperanzas, viajé a Soriano en busca de pruebas, de documentos. De algún modo me comporté según prescribe el mito del escritor de segundo orden que alimentó Borges en su poema inspirado en mi persona. Invencible al fracaso ante la realidad, incapaz de demostrar la majestad de su genio, se inclina por la obra meticulosa, trabajada, documental, probatoria de algo.
Fui en busca de una partida de nacimiento.
Y la encontré, el 23 de agosto de 1900 había nacido un niño en Soriano con su nombre.
Allí estaba. Los nombres de sus padres estaban borrosos, pero podían restituirse en la caligrafía emborronada por el tiempo, con algo de imaginación, los nombres de sus progenitores.
Fui a casa de nuestros antepasados. Casi nadie lo recordaba pero suponían que era "ese escritor tan famoso". Nuestros antecesores no estaban al tanto de las novedades literarias; apartados, vivían del material rumiado por su propia memoria.
Mi tesis demostrativa se quedaba coja; mi tío Alberto Haedo tampoco se atrevía a afirmar con seguridad la identidad de aquel niño y el hombre actual.
¿Quién puede asegurarme que corrí tras una fantasmagoría? Borges era un experto en fantasmagorías y en la redacción de anécdotas fantásticas. El uruguayo que se hizo pasar por argentino. Narraba con inocencia auténticas mitologías mediáticas entre éste y los otros mundos; dejó lo mejor de sí en conversaciones misteriosas construidas con un sinfín de sobreentendidos. Sólo yo poseo el secreto, la hermenéutica de su ascenso a la luz en una torre oscura con todas y cada una de sus claves cabalmente ocultas.
Poseo un documento y la contumaz convicción contraria a la de una generación entera en el ancho mundo. El tiempo es nuestro único aliado; cae la noche en Montevideo, sólo yo sé que Borges era otro uruguayo y, como dijo un gran poeta, "sólo es real la niebla"*.

(*)El “gran poeta” es Octavio Paz.




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El septyimo cielo en los ojos n°60