Estos surgen por necesidad personal y como resultado de mis propias búsquedas.
Como escritor, desde mis comienzos, muy joven, dieciocho años de edad, lo tuve realmente fácil, parecía que tenía a mi disposición una fuente inagotable de recursos naturales y la capacidad de darle forma a las diversas ideas que acudían a mí de las más inesperadas fuentes de creatividad.
Como lector con un marcado interés centrado en desarrollar mis músculos como escritor, poseía desde joven la capacidad de captar en un momento el núcleo del estilo de cualquier escritor que se me pusiera a tiro. Recuerdo el grupo de amigos interesados con mayor o menor intensidad en la creatividad literaria que nos reuníamos en mi casa del centro de Montevideo, que aquellos grandes compañeros y artistas: Gabriel González Rama, Enrique Causa Guzzo, Fernando Santangelo Suarez, se azoraban apreciando mi capacidad para llegar rápidamente al centro del arte de cualquier narrador, poeta, ensayista dramaturgo y a continuación parodiarlo. Llegamos a parodiar incluso, con bastante acierto, a autores casi imposible de ser burlados, como Nabokov.
La literatura para nosotros era la gran fiesta, la fiesta de la vida, quizás una vida que veíamos negada en aquella época, por una cuestión de visión personal, social, educativa e histórica, la veíamos reflejada muy intensamente en los autores que más nos gustaban y a los cuales les rendíamos auténtica devoción. Borges o Nabokov por lo despiadado de su humor, Dostoievski por la precisión quirúrgica de su entrada en el fondo del alma y el corazón humanos, en el corazón del dolor. Cortázar porque representaba un desafío a la inteligencia el poder discernir sobre todo su obra Rayuela. Monterroso nos hacía reír siempre, sin importar cuantas veces lo leyéramos. De hecho, en mi caso, la influencia inspiradora de Monterroso es tan grande que no dejo de trabajar en sus textos con los alumnos de los sucesivos cursos que he brindado. Y no sólo eso, es que en los diferentes concursos a los cuales me he presentado, siempre he firmado bajo el seudónimo “Augusto”, como un modo de homenaje a tan grande autor.
Era yo y eran mis amigos artistas, no se dedicaron a escribir, aunque esto no se puede prever jamás, un día quizás vuelvan a hacerlo, los que continúan vivos. Dos se dedicaron a la actuación teatral, uno de ellos falleció, y el otro a las artes decorativas. Y todos ellos eran amantes de la literatura y de la escritura, con independencia de las posiciones del autor o la autora y con independencia de que les gustara, de que nos gustara o no, con independencia de su estética, apreciábamos la calidad, la llamada excelencia, y aspirábamos a ellos en lo que hacíamos. Pasábamos las noches en la grata compañía de Yukio Mishima o de Gunter Grass, de Italo Calvino o Lawrence Durrell.
Yo aprendí a escribir de modo autodidacta. Recién a los treinta y pico de años y luego de una crisis de aprendizaje, creí realmente que ya no podía elevar de ninguna manera la calidad de mi prosa, que había llegado al límite y esto me frustraba enormemente, me decidí a averiguar qué cosa enseñaban en los llamados talleres literarios. Me había dado cuenta de que las conclusiones generales y los recursos extraíbles de grandes obras para ser aplicados en las propias habían llegado en mi caso a un punto de estancamiento en el cual no me era posible ver más allá de lo que ya veía y por lo tanto no tenía opciones para crear nuevas obras interesantes y originales. Así me anoté al curso de la escuela de escritura de Barcelona. Algunos de mis compañeros y profesores me observaban con admiración (los primeros) y con cierto horror los segundos, pensando con cierto sentimiento de escasez que les quería quitar su trabajo o cosas por el estilo, dado que los primeros opinaban de continuo que no entendían a qué iba si escribía tan bien, de hecho una compañera inolvidable, argentina y maravillosa, un día le comentó al profesor que ella encontraba que muchos de mis textos eran de más elevada calidad que algunos de los propuestos en la bibliografía obligatoria. Los profesores me miraban con cierto terror que finalmente vino a expresarse en palabras del director de la academia cuando cuatro años más tarde y luego de egresar de varios cursos me dijo que no me podía admitir como profesor porque con los métodos que yo había creado para enseñar “se hundía definitivamente su negocio”. Así llamaba el a su escuela y a lo que en ella hacía. Yo continué y el desarrollo y aplicación de procedimientos propios de la programación neurolingüística, del coaching estratégico, del coaching ontológico, del rebirthing, del dialogo de voces, del análisis transaccional, los modelos de terapia breve estratégica, el pensamiento sistémico y las constelaciones familiares y organizacionales y de mi continuo trabajo psicocorporal en biodanza, (ciclos completos de trabajo en el área de la creatividad), cinco ritmos, el método Grinberg, el método de liberación de corazas y el método Feldenkrais, me permitieron unificar en un modelo de trabajo abierto siempre a la experimentación y a la sorpresa del descubrimiento creativo aquí y ahora lo que hoy llamo “coaching para escribir”, que debería considerarse mejor un modelo de “Coaching para abrirse por completo a la dimensión humana de la creatividad”. Un don considerado por muchas corrientes como divino.
El resultado es que hoy día en mis cursos un alumno o alumna puede absorber una masa de información en nueve meses que equivaldría a unos cuatro años en un curso normal de taller. Y desde el comienzo, en el lapso de tres meses dar un salto cualitativo importante que los conducen en algunos casos de la expresión casi nula de cuatro o cinco cuartillas a la producción de textos casi a diario. Con facilidad yu provistos de herramientas que les permiten producir ideas creativas, porque escribir es algo que ya saben hacer.
Uno de los varios modos de ver los procesos de aprendizaje que facilito en mis cursos y talleres es que los alumnos se vuelven conscientes de las habilidades que ya poseen, disciernen la estructura que siguen para desarrollarlas, las integran, las sistematizan en su aplicación y las tienen a partir de ese momento a su propia disposición las veinticuatro horas del día.
Yo veo el arte de escribir como un arte completo en el cual es más importante la aceleración de la madurez emocional de la persona que la aparición azarosa de algún acierto en lo que escribe y felicitarle porque eso apareció. Mi pensamiento de base es que el noventa y nueve por cierto del arte en escritura es trabajo y más trabajo y sistematización de procesos naturales que se presentan de un modo absolutamente estructurado para quien aprende a leerlos.
Este arte que transmito es el resultado de mi propia vida y del currículum personal y carrera personal que decidí libremente darme a mí mismo como regalo de búsqueda personal y de proyecto profesional. Vivimos en la era líquida, eso es lo que quiero decir cuando digo que el autor, igual que otros agentes sociales, se construye a sí mismo ante la mirada de su público y que vivimos en una época en la cual, liberados de muchas restricciones epistémicas (Foucault es uno de los autores que de modo preferido se trabajan en mis cursos) podemos dar un salto al vacío con plena libertad de que vamos a realizar una obra original con nuestra vida primero y con nuestra obra como consecuencia.
Como escritor, desde mis comienzos, muy joven, dieciocho años de edad, lo tuve realmente fácil, parecía que tenía a mi disposición una fuente inagotable de recursos naturales y la capacidad de darle forma a las diversas ideas que acudían a mí de las más inesperadas fuentes de creatividad.
Como lector con un marcado interés centrado en desarrollar mis músculos como escritor, poseía desde joven la capacidad de captar en un momento el núcleo del estilo de cualquier escritor que se me pusiera a tiro. Recuerdo el grupo de amigos interesados con mayor o menor intensidad en la creatividad literaria que nos reuníamos en mi casa del centro de Montevideo, que aquellos grandes compañeros y artistas: Gabriel González Rama, Enrique Causa Guzzo, Fernando Santangelo Suarez, se azoraban apreciando mi capacidad para llegar rápidamente al centro del arte de cualquier narrador, poeta, ensayista dramaturgo y a continuación parodiarlo. Llegamos a parodiar incluso, con bastante acierto, a autores casi imposible de ser burlados, como Nabokov.
La literatura para nosotros era la gran fiesta, la fiesta de la vida, quizás una vida que veíamos negada en aquella época, por una cuestión de visión personal, social, educativa e histórica, la veíamos reflejada muy intensamente en los autores que más nos gustaban y a los cuales les rendíamos auténtica devoción. Borges o Nabokov por lo despiadado de su humor, Dostoievski por la precisión quirúrgica de su entrada en el fondo del alma y el corazón humanos, en el corazón del dolor. Cortázar porque representaba un desafío a la inteligencia el poder discernir sobre todo su obra Rayuela. Monterroso nos hacía reír siempre, sin importar cuantas veces lo leyéramos. De hecho, en mi caso, la influencia inspiradora de Monterroso es tan grande que no dejo de trabajar en sus textos con los alumnos de los sucesivos cursos que he brindado. Y no sólo eso, es que en los diferentes concursos a los cuales me he presentado, siempre he firmado bajo el seudónimo “Augusto”, como un modo de homenaje a tan grande autor.
Era yo y eran mis amigos artistas, no se dedicaron a escribir, aunque esto no se puede prever jamás, un día quizás vuelvan a hacerlo, los que continúan vivos. Dos se dedicaron a la actuación teatral, uno de ellos falleció, y el otro a las artes decorativas. Y todos ellos eran amantes de la literatura y de la escritura, con independencia de las posiciones del autor o la autora y con independencia de que les gustara, de que nos gustara o no, con independencia de su estética, apreciábamos la calidad, la llamada excelencia, y aspirábamos a ellos en lo que hacíamos. Pasábamos las noches en la grata compañía de Yukio Mishima o de Gunter Grass, de Italo Calvino o Lawrence Durrell.
Yo aprendí a escribir de modo autodidacta. Recién a los treinta y pico de años y luego de una crisis de aprendizaje, creí realmente que ya no podía elevar de ninguna manera la calidad de mi prosa, que había llegado al límite y esto me frustraba enormemente, me decidí a averiguar qué cosa enseñaban en los llamados talleres literarios. Me había dado cuenta de que las conclusiones generales y los recursos extraíbles de grandes obras para ser aplicados en las propias habían llegado en mi caso a un punto de estancamiento en el cual no me era posible ver más allá de lo que ya veía y por lo tanto no tenía opciones para crear nuevas obras interesantes y originales. Así me anoté al curso de la escuela de escritura de Barcelona. Algunos de mis compañeros y profesores me observaban con admiración (los primeros) y con cierto horror los segundos, pensando con cierto sentimiento de escasez que les quería quitar su trabajo o cosas por el estilo, dado que los primeros opinaban de continuo que no entendían a qué iba si escribía tan bien, de hecho una compañera inolvidable, argentina y maravillosa, un día le comentó al profesor que ella encontraba que muchos de mis textos eran de más elevada calidad que algunos de los propuestos en la bibliografía obligatoria. Los profesores me miraban con cierto terror que finalmente vino a expresarse en palabras del director de la academia cuando cuatro años más tarde y luego de egresar de varios cursos me dijo que no me podía admitir como profesor porque con los métodos que yo había creado para enseñar “se hundía definitivamente su negocio”. Así llamaba el a su escuela y a lo que en ella hacía. Yo continué y el desarrollo y aplicación de procedimientos propios de la programación neurolingüística, del coaching estratégico, del coaching ontológico, del rebirthing, del dialogo de voces, del análisis transaccional, los modelos de terapia breve estratégica, el pensamiento sistémico y las constelaciones familiares y organizacionales y de mi continuo trabajo psicocorporal en biodanza, (ciclos completos de trabajo en el área de la creatividad), cinco ritmos, el método Grinberg, el método de liberación de corazas y el método Feldenkrais, me permitieron unificar en un modelo de trabajo abierto siempre a la experimentación y a la sorpresa del descubrimiento creativo aquí y ahora lo que hoy llamo “coaching para escribir”, que debería considerarse mejor un modelo de “Coaching para abrirse por completo a la dimensión humana de la creatividad”. Un don considerado por muchas corrientes como divino.
El resultado es que hoy día en mis cursos un alumno o alumna puede absorber una masa de información en nueve meses que equivaldría a unos cuatro años en un curso normal de taller. Y desde el comienzo, en el lapso de tres meses dar un salto cualitativo importante que los conducen en algunos casos de la expresión casi nula de cuatro o cinco cuartillas a la producción de textos casi a diario. Con facilidad yu provistos de herramientas que les permiten producir ideas creativas, porque escribir es algo que ya saben hacer.
Uno de los varios modos de ver los procesos de aprendizaje que facilito en mis cursos y talleres es que los alumnos se vuelven conscientes de las habilidades que ya poseen, disciernen la estructura que siguen para desarrollarlas, las integran, las sistematizan en su aplicación y las tienen a partir de ese momento a su propia disposición las veinticuatro horas del día.
Yo veo el arte de escribir como un arte completo en el cual es más importante la aceleración de la madurez emocional de la persona que la aparición azarosa de algún acierto en lo que escribe y felicitarle porque eso apareció. Mi pensamiento de base es que el noventa y nueve por cierto del arte en escritura es trabajo y más trabajo y sistematización de procesos naturales que se presentan de un modo absolutamente estructurado para quien aprende a leerlos.
Este arte que transmito es el resultado de mi propia vida y del currículum personal y carrera personal que decidí libremente darme a mí mismo como regalo de búsqueda personal y de proyecto profesional. Vivimos en la era líquida, eso es lo que quiero decir cuando digo que el autor, igual que otros agentes sociales, se construye a sí mismo ante la mirada de su público y que vivimos en una época en la cual, liberados de muchas restricciones epistémicas (Foucault es uno de los autores que de modo preferido se trabajan en mis cursos) podemos dar un salto al vacío con plena libertad de que vamos a realizar una obra original con nuestra vida primero y con nuestra obra como consecuencia.
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