lunes, 24 de febrero de 2014

MARES DE LETRAS


Yukio Mishima (Japón)  

Titulo original:Tennin Gosui La corrupción de un ángel (天人五衰; Tennin gosui).


Traductor: Guillermo Solana Alonso


                                              
                                                  Capítulo 1

                                        Mar afuera, la neblina tornaba negros los barcos lejanos. Aun así el día era más claro que el precedente.
 Podía distinguir las crestas de la península de Izu.  El mar de mayo se hallaba tranquilo

   El sol era fuerte, apenas había mechones de nubes y el mar estaba azul.

Contra la orilla rompían diminutas ondas. Pero antes de quebrarse había algo de repelente en los colores de ave nocturna de las panzas de las ondas, como si contuvieran todas las variedades desagradables de algas marinas.

 El batir del mar, jornada tras jornada, diaria repetición del batir del mar de leche en la leyenda india. Tal vez el mundo no le permitía reposo. Tal vez algo en el mar conjuraba toda la maldad que había en su naturaleza.

 La turgencia del mar de mayo, agitando incansable e inquieto sus reflejos, una miríada de diminutos clavos.

Tres aves parecieron trocarse en una en lo alto del cielo. Luego se separaron en desorden. 
Había algo maravilloso en aquella unión y en aquel la separación tenía que significar algo aquel llegar, tan juntas que podían sentir el viento agitado por otras alas; y luego, de nuevo, la distancia azul entre ellas. Tres ideas se fundirán alguna vez en nuestros corazones.El negro casco de un pequeño mercante, cuya chimenea lucía como emblema una montaña sobre tres líneas horizontales, brindó con su relieve una sensación de grandeza y repentina pujanza. A las dos de la tarde el sol se envolvió en un tenue capullo de nubes, un gusano blanquecino y brillante.El horizonte era un acerado arco de azul oscuro que encajaba perfectamente en el mar.

Por un instante, en un solo punto de la orilla, una blanca ola se alzó como un ala blanca y tornó a caer ¿Qué significaría aquello? Tenía que ser alguna gran señal o quizás una grandiosa fantasía. Ascendía poco a poco la marea, crecían las olas, la tierra yacía ante el más fuerte de los acosos. El sol se ocultaba tras nubes y el verde del mar cobró tonos sombríos y un tanto coléricos. Una larga línea blanca se extendía por encima, de

este a oeste, como una especie de gigantesco triángulo invertido. Parecía liberarse de la llana superficie y, cerca, hacia el vértice, unas líneas en abanico se perdían sombríamente en el mar verde oscuro.

El sol salió de nuevo.

Otra vez dio el mar terso cobijo a la blanca luz y a las órdenes de un viento del sudoeste, sombras innumerables, como lomos de leones

marinos, se desplazaron hacia el nordeste y el noroeste, manadas inmensas de olas que se alejaban de la costa. La luna lejana mantenía un férreo dominio de la marea.

Nubes aborregadas cubrieron la mitad del cielo y su línea superior cercenó

quedamente el sol.

Dos pesqueros se hicieron a la mar. Más allá navegaba un mercante. El viento cobró más fuerza. Del oeste llegó un pesquero como si hubiera de señalar el comienzo de una ceremonia. Era una humilde embarcación; pero, sin ruedas ni palas, avanzaba con una orgullosa gracia como si barriera la superficie con un vestido de cola.

Hacia las tres los cúmulos se tornaron más livianos. Por el cielo de mediodía las nubes se desplegaron como las timoneras de una blanca tórtola hasta arrojar una profunda sombra por encima del mar.

El mar: un mar sin nombre, el Mediterráneo, el mar del Japón, la bahía de

Suruga, aquí ante él; una vasta, innominada y absoluta anarquía, captada tras una larga pugna como algo llamado «mar», mas en realidad rechazando ese nombre.

Cuando el cielo se cubrió el mar se sumió en una hosca meditación, tachonado por diminutos puntos de color de un ave nocturna. Se erizó con olas espinosas como la rama de un rosal. En las propias espinas había indicios de tersura. Las espinas del mar eran tersas.

Tres y diez. No había barcos a la vista.

Muy extraño. Todo el vasto espacio se hallaba abandonado.

Ni siquiera alasde gaviotas.Luego, hacia el poniente, surgió y desapareció un barco espectral.

La península de Izu quedó envuelta en la niebla. Durante algún tiempo dejó de ser la península de Izu. Era el fantasma de una península perdida. Luego desapareció por completo. Se había tornado una ficción en el mapa. Tanto los barcos como la península pertenecían al «absurdo de la existencia».

Aparecía y desaparecían. ¿En qué diferían?

Si la visibilidad era la suma del ser, entonces, el mar, mientras no se perdiera en la niebla, existía allí. Se hallaba sinceramente presto a la existencia.

Un solo barco trocó todo.Cambió toda la composición. Desgarrando toda la trama del ser, un barco fue acogido por el horizonte. Se rubricó una abdicación. Todo un universo quedó arrumbado. Un solo barco a la vista para arrojar de allí al universo que había velado su ausencia.

Múltiples cambios en el color del mar, instante tras instante. Cambios en las nubes. Y la aparición de un barco. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué eran aquellos sucesos?


Cada instante les traía unos eventos, más transcendentales que la explosión del Krakatoa. Pero nadie los advirtió. No vale la pena tomar en serio la pérdida de un universo.

Los sucesos son los indicios de una reconstrucción, de una reorganización

interminable. El tañido de una lejana campana. Un barco aparece y tañe la

campana. En un instante el sonido hace todo suyo. En el mar son incesantes y la campana tañe continuamente.

Un ser.No es preciso que sea un barco. Para que la campana empiece a tañer basta una sola naranja agria, surgida quién sabe de dónde.

Tres y media de la tarde. Una sola naranja agria manifestó su existencia en la bahía de Suruga. Oculta tras una ola y apareciendo de nuevo, flotando y hundiéndose como un ojo que parpadeara incesantemente, el brillante puntito anaranjado iba poco a poco hacia oriente, entre las ondas próximas a la orilla.

Tres y treinta y cinco. Por poniente, de la dirección de Nagoya apareció,

tétricamente, un negro casco.

El sol se hallaba tras las nubes, como un salmón ahumado.

Tôru Yasunaga apartó el ojo del catalejo de treinta aumentos.

Aún no se veía rastro del mercante Tenr maru, que debía estar en el puerto a las cuatro.

Volvió a su mesa y distraídamente pasó la mirada por los avisos del tráfico portuario de Shimizu..Arribadas previstas. Navegación no regular. Sábado, 2 de mayo de 1970.

Tenr Mar japonés, 16,00. Naviera Taish Agente, Suzuichi. Procedente de

Yokohama. Fondeadero 4 5, muelle Hinodé.

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El septyimo cielo en los ojos n°60