El
amor puede derivar de un sentimiento generoso: el gusto por la
prostitución; pero pronto es corrompido por el gusto por la
propiedad. El amor quiere salir de sí, confundirse con su víctima,
como el vencedor con el vencido, y sin embargo quiere conservar
privilegios de conquistador.
Charles
Baudelaire
Mucho
antes de que los múltiples subgéneros narrativos adquirieran una
magnitud tan considerable que la crítica, para referirse a ellos,
les diera el nombre de «paraliteratura», mucho antes del folletín,
de los best
sellers,
de Corín Tellado y de Rosamunde Pilcher, las lectoras sedientas de
intrigas amorosas del Medioevo ya tenían un lugar a donde arribar
luego de una jornada carente de hidalguía. La novela sentimental le
concedió un sin fin de placeres al público cortesano de la España
medieval, ese público abigarrado de teocracia y caballería
justiciera. La novela sentimental, cuyos hitos pueden ser sin temor a
equivocarnos: Siervo
libre de amor
de Juan Rodríguez del Pradón y Cárcel
de amor
de Diego de San Pedro, era el medio propicio para que una joven
lectora, probablemente entrada en carnes, pero víctima de otras
estrecheces, soñara con un amante a su medida. Lo que aseguraba el
éxito de estas novelas (aunque novelas no eran todavía, al menos no
en el sentido definitivo que le damos hoy por hoy a ese concepto)
radicaba en un principio casi dogmático: el amor cortés.
El
amor cortés implica una divinización de la amada, sus seguidores
son conscientes de ello y aceptan ese vasallaje, ufanos de pertenecer
a esa minoría incomprendida y selecta. Los moldes caballerescos, es
decir, cortesanos, cargaban con una tensión erótica insoslayable,
producto de las convenciones de la época. El propio Huizinga
comenta: «en lugar del moderno afán de ocultar y borrar las
relaciones íntimas, impera la tendencia a convertirlas en fórmula y
espectáculo para los demás». Esta suerte de exhibicionismo del
cortejo amatorio sólo indica la existencia de un onanismo conceptual
menos respaldado por el «eros» que por el «logos», no hay amor
posible sin testigos, no hay amor posible si no hay público.
El
amor cortés eleva a la virtud, o sea, que se iguala a un principio
moral; es desinteresado; y parte de una superioridad de la amada,
superioridad falsa si se toma en cuenta la egolatría de sus
seguidores. El propio amor, en su búsqueda de la belleza suprema,
ennoblece al amante (he aquí un rasgo más de esteticismo que
ponderar después de todo). El deseo amoroso está divorciado del
carnal, y precisamente en esa renuncia encuentra el gozo. El amante,
por su parte, debe garantizar constancia en el amor, ser casto,
mesurado, esforzado, valeroso, verdadero, preferentemente de buena
posición económica, discreto, diestro en las armas y gentil. Será
franco en el querer; su amor, un deseo casi siempre imposible,
inaccesible; pero, a pesar de no ser correspondido se siente
orgulloso de pertenecer a la «orden del amor», que es la
aristocracia del sentimiento.
Si
bien el amor cortés tiene algo de protocolar, no deja de exponer
también una serie de gestos teatrales de pretensiones más
profundas. Como ya vimos, el amante no sólo realiza su performance
amorosa para seducir a su amada, sino para seducir a una potencial
audiencia que sea capaz de confirmar sus talentos de hombre probo, de
seductor, según los parámetros de espectacularidad que éste
maneja. Imagino a estos amantes siendo conscientes de lo dicho por
Baudelaire en el epígrafe elegido para este artículo y, al hacerlo,
no puedo dejar de compararlos con los dandis (grandes ególatras
todos ellos) en un punto que es, en justicia, el que me promovió a
tamaña reivindicación: el de enfrentar la hipocresía de la mayoría
de las relaciones monogámicas, aunque más no sea, a fuerza de
estilo. Es importante recalcar que el hecho de idealizar a la amada
sólo supone una distancia que el amante aprovechará para no
comprometerse del todo con ella, teniendo así un campo fértil para
desarrollar su pavoneo retórico, más dirigido a él mismo que a la
destinataria de turno. Aun así, el amor cortés no es de ningún
modo funcional a la dinámica burguesa de relaciones afectivas basada
en la multiplicación y el dominio, es decir, en la anulación del
otro individual, es más bien una ficción exacerbada, un elogio de
la mentira ritual que existe también en el arte; pero, y en esto me
temo ser concluyente, sin aspirar a una trascendencia junto al sujeto
amado.
La
novela sentimental fue sepultada por La
Celestina.
Mismo fin tuvo la novela caballeresca con El
Quijote.
Pero tanto el amor cortés como el ideal caballeresco fueron
revisitados en varios momentos de la historia por los mismos
atribulados espíritus de siempre. El Medioevo fue la «Arcadia
perdida» de los grandes románticos; el amor cortés, un discurso
autotélico, como la poesía que lo nutre y justifica.
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