lunes, 6 de julio de 2015

Góngora y Mallarmé por Flavio Crescenzi




Las horas ya, de números vestidas.

Don Luis de Góngora y Argote


El exquisito Federico García Lorca, solo ante una audiencia hostil por su incapacidad de comprensión, por su ceguera ante fenómenos que estallaban de evidentes, dictó una conferencia a la que llamó «La imagen poética de don Luis de Góngora». Siendo Lorca un aventajado miembro de la generación del 27, este hecho no debería sorprendernos. Sabemos que esta generación de poetas profesores (como se la llamó posteriormente) tuvo, entre otros logros, el de reivindicar al autor de las «Soledades» a la luz de las tendencias poéticas modernas, como la poesía pura y la impura o poesía vanguardista. Los trabajos de Dámaso Alonso, Jorge Guillén y Pedro Salinas son ejemplos palmarios de esto. Nunca la crítica estuvo tan aguda a la hora del análisis, nunca tan esclarecedora.

El año 1927 fue el año del tercer centenario de la muerte de Góngora, y esta generación se ocupó de homenajearlo con la altura merecida. Pero regresemos a nuestro inmortal Federico y a su conferencia, aquella que inauguró este caprichoso opúsculo. Lorca tuvo la cabal percepción de la revolución gongorina, revolución consistente en tratar líricamente la materia narrativa y en la búsqueda de la palabra nueva y duradera, capaz de resistir el desgaste de las formas, la erosión del estilo. Lorca dice en esa conferencia, y aquí sí quiero detenerme, lo siguiente: «Hace falta que el siglo XIX traiga al gran poeta y alucinado profesor Estéfano Mallarmé, que paseó por la Rue de Rome su lirismo abstracto sin segundo. Hasta entonces no tuvo Góngora su mejor discípulo».

El Góngora culterano ha sido considerado en España (y lo sigue considerando así un grueso núcleo de opinión) como un monstruo de vicios gramaticales cuya poesía carece de los elementos fundamentales para ser bella. Misma fue la suerte de Mallarmé en la Francia del siglo XIX. Charles Maurras, por ejemplo, poseedor de un brillante espíritu cartesiano, escribió: «No hay inconveniente en que Mallarmé escriba páginas oscuras, aunque resulta, sí, deplorable que sus oscuridades, una vez descifradas, no muestren nada que merezca el esfuerzo». Otros, que aceptaban no ser tan perspicaces como el señor Maurras, directamente lo descartaron por incomprensible. Mallarmé, está claro, quiso seguir el simbolismo de Baudelaire, pero luego su simbolismo fue dejando el campo de las sensaciones para preferir el del intelecto. El símbolo, como sabemos, es la figura del discurso que consiste en expresar un concepto abstracto por medio de un objeto concreto. En tal caso, descifrar el símbolo es aclarar el sentido; pero cuando la simbología expresa ideas no compartidas la tarea de interpretarla es ciertamente más ardua. El autor de «La siesta de un fauno», al apartar el simbolismo de lo que es experiencia sensorial, para aplicarlo a un platónico sistema de esencias no objetivas, borró, en buena medida y para siempre, las huellas que conducen a su decodificación.

Las similitudes entre Góngora y Mallarmé, arbitrarias si se quiere, estriban en la conexión implícita que existe entre los postulados estéticos del barroco y las grandes corrientes de la poesía moderna. Si bien ambos amaban los mismos cisnes, espejos, luces duras, cabelleras femeninas y tenían el idéntico temblor fijo del que ve, extasiado, una realidad no comunicable, Góngora poseía una riqueza verbal que Mallarmé desconocía. La orfebrería, tanto de la obra del uno como del otro, sugiere un impulso creador de dimensiones faraónicas y de lógicas reñidas con la razón, pero amparadas en lo poético: en la imagen, el símbolo y la metáfora.

Para concluir este artículo, no sería inadecuado recordar a Paul Valéry, digno seguidor de Mallarmé, quien en una de sus conferencias (ay, esos tiempos en los que todos los poetas daban conferencias) cuenta algo tan curioso como ilustrativo:

Degas en ocasiones hacía versos y ha dejado algunos deliciosos. Pero con frecuencia encontraba grandes dificultades en ese trabajo accesorio de su pintura. Dijo un día a Mallarmé: «Su oficio es infernal. No consigo hacer lo que quiero y sin embargo estoy lleno de ideas...». Y Mallarmé le respondió: «No es con ideas, mi querido Degas, con lo que se hacen los versos. Es con palabras».


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