Las
horas ya, de números vestidas.
Don
Luis de Góngora y Argote
El exquisito Federico García Lorca, solo ante una audiencia hostil por su incapacidad de comprensión, por su ceguera ante fenómenos que estallaban de evidentes, dictó una conferencia a la que llamó «La imagen poética de don Luis de Góngora». Siendo Lorca un aventajado miembro de la generación del 27, este hecho no debería sorprendernos. Sabemos que esta generación de poetas profesores (como se la llamó posteriormente) tuvo, entre otros logros, el de reivindicar al autor de las «Soledades» a la luz de las tendencias poéticas modernas, como la poesía pura y la impura o poesía vanguardista. Los trabajos de Dámaso Alonso, Jorge Guillén y Pedro Salinas son ejemplos palmarios de esto. Nunca la crítica estuvo tan aguda a la hora del análisis, nunca tan esclarecedora.
El
año 1927 fue el año del tercer centenario de la muerte de Góngora,
y esta generación se ocupó de homenajearlo con la altura merecida.
Pero regresemos a nuestro inmortal Federico y a su conferencia,
aquella que inauguró este caprichoso opúsculo. Lorca tuvo la cabal
percepción de la revolución gongorina, revolución consistente en
tratar líricamente la materia narrativa y en la búsqueda de la
palabra nueva y duradera, capaz de resistir el desgaste de las
formas, la erosión del estilo. Lorca dice en esa conferencia, y aquí
sí quiero detenerme, lo siguiente: «Hace falta que el siglo XIX
traiga al gran poeta y alucinado profesor Estéfano Mallarmé, que
paseó por la Rue de Rome su lirismo abstracto sin segundo. Hasta
entonces no tuvo Góngora su mejor discípulo».
El
Góngora culterano ha sido considerado en España (y lo sigue
considerando así un grueso núcleo de opinión) como un monstruo de
vicios gramaticales cuya poesía carece de los elementos
fundamentales para ser bella. Misma fue la suerte de Mallarmé en la
Francia del siglo XIX.
Charles Maurras, por ejemplo, poseedor de un brillante espíritu
cartesiano, escribió: «No hay inconveniente en que Mallarmé
escriba páginas oscuras, aunque resulta, sí, deplorable que sus
oscuridades, una vez descifradas, no muestren nada que merezca el
esfuerzo». Otros, que aceptaban no ser tan perspicaces como el señor
Maurras, directamente lo descartaron por incomprensible. Mallarmé,
está claro, quiso seguir el simbolismo de Baudelaire, pero luego su
simbolismo fue dejando el campo de las sensaciones para preferir el
del intelecto. El símbolo, como sabemos, es la figura del discurso
que consiste en expresar un concepto abstracto por medio de un objeto
concreto. En tal caso, descifrar el símbolo es aclarar el sentido;
pero cuando la simbología expresa ideas no compartidas la tarea de
interpretarla es ciertamente más ardua. El autor de «La siesta de
un fauno», al apartar el simbolismo de lo que es experiencia
sensorial, para aplicarlo a un platónico sistema de esencias no
objetivas, borró, en buena medida y para siempre, las huellas que
conducen a su decodificación.
Las
similitudes entre Góngora y Mallarmé, arbitrarias si se quiere,
estriban en la conexión implícita que existe entre los postulados
estéticos del barroco y las grandes corrientes de la poesía
moderna. Si bien ambos amaban los mismos cisnes, espejos, luces
duras, cabelleras femeninas y tenían el idéntico temblor fijo del
que ve, extasiado, una realidad no comunicable, Góngora poseía una
riqueza verbal que Mallarmé desconocía. La orfebrería, tanto de la
obra del uno como del otro, sugiere un impulso creador de dimensiones
faraónicas y de lógicas reñidas con la razón, pero amparadas en
lo poético: en la imagen, el símbolo y la metáfora.
Para
concluir este artículo, no sería inadecuado recordar a Paul Valéry,
digno seguidor de Mallarmé, quien en una de sus conferencias (ay,
esos tiempos en los que todos los poetas daban conferencias) cuenta
algo tan curioso como ilustrativo:
Degas
en ocasiones hacía versos y ha dejado algunos deliciosos. Pero con
frecuencia encontraba grandes dificultades en ese trabajo accesorio
de su pintura. Dijo un día a Mallarmé: «Su oficio es infernal. No
consigo hacer lo que quiero y sin embargo estoy lleno de ideas...».
Y Mallarmé le respondió: «No es con ideas, mi querido Degas, con
lo que se hacen los versos. Es con palabras».
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