lunes, 6 de julio de 2015

La constante barroca. Anatomía de un exceso Por Flavio Crescenzi



                                                                           

                                           El barroco es una técnica y un estado de espíritu.

                                                                                                      Guillermo Díaz-Plaja



América, continente de simbiosis, de mutaciones, de vibraciones, de mestizajes, fue barroca desde siempre.



Alejo Carpentier





En mi último libro de poesía, La ciudad con Laura, publicado en México hace ya casi un año, escribí, tal vez a modo de confesión, lo siguiente:



Barroco y surrealista me dicen. Honestamente, no sé dónde termina lo uno y dónde comienza lo otro. Mi barroquismo es visceral, enfático, lleno de la desesperación del que es conocedor del vacío y lo combate. Barroco es aquel que no conforme con vivir en un mundo vacuo, incoloro, moderado, intenta llenarlo con lo que tiene a su alcance. Yo tengo a mi alcance el surrealismo. Dejando toda teoría de lado, afirmo que mi barroco/surrealismo es algo así como una militancia. ¿Y el poema entonces? El poema lo estoy haciendo con mi pecho, lo miro con mi boca, lo oigo con mis ojos y está, seguramente, en algún lugar fuera de esto, digo, de este texto apenas si visible entre mil sueños.



Pues bien, atento a recientes declaraciones, en donde se acusa a uno de nuestros más sólidos pensadores de poseer una escritura barroca, como si eso fuera igual de grave que cometer un crimen o sufrir de lepra o de escorbuto, me veo obligado a hacer este desagravio, desagravio que es en sí una reivindicación del barroco, pero también del pensador acusado y de mí mismo. Sepan disculpar el posible esquematismo académico de este artículo, pero ya sabemos que «en la guerra y el amor todo se vale».



I – Los orígenes de un nombre, los albores de un estilo



El concepto de barroco ha sido muchas veces víctima de incomprensiones y equívocos lamentables. Sin embargo, pese a los muchos estudios consagrados a esta problemática, todavía no se ha llegado a ninguna conclusión categórica. Aun así, las certezas adquiridas acerca de la cuestión son en principio suficientes. Para empezar, la etimología de la palabra barroco, hoy por hoy, está suficientemente esclarecida. No obstante, durante muchos años, la crítica la derivaba de baroco, término de la lógica escolástica que designaba un silogismo en el que la premisa mayor es universal y afirmativa, y la menor, particular y negativa, siendo la conclusión igualmente particular y negativa. Por esto mismo, la palabra baroco adquirió un valor peyorativo en los sectores humanistas del Renacimiento, que la usaban para referirse desdeñosamente a los lógicos escolásticos y a sus argumentos y raciocinios, considerándolos absurdos y ridículos. Un argumento in baroco significaba, por consiguiente, un argumento falso y tortuoso, y tal acepción habría pasado después al dominio de las artes. Esta etimología corresponde principalmente a una perspectiva italiana del problema, no obstante, estudios posteriores han demostrado que tal solución no es de ningún modo satisfactoria para Francia, España y Portugal. En efecto, en la actualidad el criterio predominante es el que considera el origen ibérico del vocablo, origen que debe buscarse en el término barroco, empleado en el portugués del siglo XVI para designar una perla de forma irregular.



Dámaso Alonso define el barroco como «una enorme coincidencia oppositorum»: arte de oposiciones dualistas, de antítesis violentas y exaltadas. Tal es la médula misma de la «Fábula de Polifemo y Galatea», de Góngora –el tema de la belleza y el tema de lo monstruoso, la gracia y la luminosa serenidad de Galatea contrapuesta a la lóbrega y bestial fealdad del Cíclope–. En la literatura barroca, la expresión de la belleza adquiere un fulgor y una riqueza exuberante que la poesía petrarquista está lejos de poseer; pero aparece también en ella una estética de lo feo y de lo grotesco, de lo horrible y de lo macabro. Los poetas barrocos cantan a la hermosa enana, a la hermosa muda, a la hermosa renga, y un poeta como Quevedo «canta a una mujer bizca y hermosa». El gusto por lo insólito explica la incorporación de la figura de la mendiga, tenida por poco poética por los renacentistas, dando así origen a un tema muy cultivado en los siglos subsiguientes y cuyos ecos llegan incluso al mismo Baudelaire. Asimismo, las escenas crueles y sangrientas abundan en la literatura barroca y traducen una sensibilidad exasperada que se complace en lo horroroso y en lo lúgubre, en la soledad y en la noche. No sin razón algunos críticos han relacionado la sensibilidad barroca con ciertos aspectos del romanticismo.



Las tensiones del barroco se expresan frecuentemente en antinomias entre el espíritu y la carne, entre gozos celestiales y placeres mundanos, así como en la descripción y el análisis del pecado, del arrepentimiento y de la penitencia, del éxtasis y de la beatitud. En efecto, la expresión de la religiosidad, en literatura barroca, está asociada al erotismo. La figura de María Magdalena, en la que se unen pecado y contrición, seducción seglar y llamamiento celeste, constituye uno de los temas preferidos de la poesía barroca.



Los valores sensoriales y eróticos tienen gran importancia en el arte barroco: el mundo es conocido y gozado a través de los sentidos, y los colores, los perfumes, los sonidos, son fuentes de deleite y voluptuosidad. El tema de la fugacidad de la vida, incluso con relación a lo anterior, también ocupa un lugar central en la literatura barroca. Las motivaciones religiosas de este tema son evidentes: todo es vano y efímero sobre la tierra, ya que la vida carnal es un tránsito. Las ruinas atestiguan esta transitoriedad, y los poetas meditan sobre la fragilidad de la belleza, sobre el vacío que espera a todo lo grácil y luminoso. La muerte está oculta en todo lo que vive, en todo lo que es frescor y lozanía. La poesía barroca describe este fenómeno transformando, muchas veces, a la muerte en espectáculo.



Por otro lado, el barroco expresa un mundo de ostentación, de gloria y de magnífico aparato. El barroco, dicho de otro modo, es arte de exuberancia, y el teatro es por excelencia la forma de expresión de este ideal: se construye así un imaginario donde la apariencia se afirma como realidad, donde la máscara y los efectos escénicos instauran la ilusión y, al mismo tiempo, dejan entrever su ruptura.



Helmut Hazfeld, a quien se le deben importantes estudios sobre el período que nos ocupa, señaló como rasgo importante de la literatura barroca el «fusionismo», es decir, la tendencia a unificar en un todo múltiples elementos expresivos, por más que éstos sean contradictorios. Detrás de esta tendencia fusionista está la visión de la unidad como dualidad, la visión de lo real como conflicto. El fusionismo se manifiesta igualmente en las técnicas literarias a través de la anulación de los límites rígidos entre diversas partes o capítulos de una obra o en la descripción difusa y elíptica de personas, cosas y paisajes.



La literatura barroca forja mundos que, relucientes o lóbregos, se caracterizan por pretender maravillar al lector. La metáfora es el elemento fundamental de esta poética y el instrumento perfecto para que el poeta pueda revelar las recónditas analogías del mundo empírico. La hipérbole, el hipérbaton, la anáfora y la construcción zeugmática de la frase son otros tantos rasgos estilísticos característicos del período.



II- Contrarreforma y quiebre epistémico: verdad e impostura en el combate estético-teológico del siglo XVII



La historiografía liberal y racionalista de los siglos XIX y XX, heredera del iluminismo y para la cual el barroco era sinónimo de mal gusto, vinculó, de manera decisiva, los inicios de este estilo a la Contrarreforma. Lo que equivale a sostener que el barroco, literatura de contorsiones formalistas, de contenido insignificante, y cautivada por estériles refinamientos estilísticos, sería el resultado de una atmósfera oscurantista y fanática y de un cercenamiento de las libertades individuales. Esta idea, por fortuna, ha sido desmentida.



En primer lugar, se ha reconocido que el barroco no es sinónimo de literatura de mala calidad, como lo demuestra la magnífica literatura española del siglo XVII y sus llamativas innovaciones en el campo de la metáfora y la musicalidad del verso. En segundo lugar, relacionar el barroco con la Contrarreforma, incluso cuando se haga en términos positivos, no es otra cosa que una falsedad. El análisis comparativo de los principios religiosos y morales de la Contrarreforma con los caracteres morfológicos y el contenido del arte barroco permite, a su vez, concluir con seguridad que el barroco se desarrolló paralelamente a la Contrarreforma, pero que no puede ser considerado como expresión de las aspiraciones y de los valores esenciales del contraataque católico, aunque la Iglesia haya querido prohijarlo para transmitir la gloria de su triunfo.



El barroco es el resultado de una profunda crisis espiritual desencadenada por la descomposición de los valores renacentistas. Si los descubrimientos marítimos habían ensanchado el horizonte terrestre del hombre, la ciencia copernicana había extendido desmedidamente las fronteras del cosmos, resultando de estos factores una nueva concepción del espacio: el espacio como infinito. Junto a esta visión del espacio, aparece una concepción angustiosa del tiempo: el tiempo como fuga, disolución y muerte. El hombre, finalmente, sabiéndose grande y miserable, ángel y bestia, eterno y transitorio, comienza a admitir que está suspendido entre dos abismos: el infinito y la nada. Las antítesis violentas, la tensión de las almas, el sentimiento de la inestabilidad de lo real, la lucha entre lo profano y lo sagrado, entre espíritu y la carne, entre lo mundano y lo divino, son aspectos diversos de ese quiebre religioso, estético y filosófico que se verifica en Europa desde mediados del siglo XV.



Ciertos historiadores y críticos, principalmente alemanes y anglosajones, muy influidos por la filosofía de la historia de Hegel, conciben el barroco como el «espíritu de de la época» (zeitgeist) que caracterizaría toda la cultura europea del siglo XVII. Estos defensores del barroco como unidad epocal postulan la existencia de una uniformidad fundamental en las manifestaciones artísticas de aquel tiempo. Ahora bien, tal uniformidad no puede comprobarse, ya que, tanto en la historia de las artes plásticas como en la historia de la literatura, se registran diferencias y antagonismos muy profundos, que no permiten reducciones simplificadoras. El objeto más poderoso con que se tropiezan los que abogan a favor de un pretendido pan-barroco es el clasicismo francés del siglo XVII.



En suma, el arte barroco nace de un nuevo esfuerzo de invención, de inteligencia, de agudeza, que se desenvuelve en dos planos: el plano del descubrimiento de lo real y sus relaciones insospechadas y el plano de la asociación de las imágenes, de los sonidos y de las relaciones verbales. El barroco ama la metamorfosis y la inconstancia, tiene un agudo sentido de las variaciones que secretamente alteran toda la realidad, y busca en el movimiento universal la esencia de las cosas y de los seres.



III- Reivindicación de lo barroco en el cruce de siglos. Simbolismo y vanguardia: Góngora, Mallarmé y la Generación del 27



Es indudable que la poesía simbolista de fines del siglo XIX y de principios del XX, la poesía y la poética de Stefan George y de Mallarmé, y las teorías del «arte deshumanizado», con su gusto por lo raro, por el símbolo anti-realista y desrealizador, por la densidad hermética, por el lenguaje alusivo y elusivo, favorecieron el redescubrimiento del barroco.



Entre 1920 y 1940 hubo una nueva oleada de revalorización del barroco por parte de muchos poetas y artistas. Fueron estos, de alguna forma, precursores de los modernos estudios historiográficos y críticos del período que abordamos. Baste nombrar a T.S. Eliot y sus ensayos sobre los poetas metafísicos ingleses, punto de partida de un vasto movimiento de interés que se ocupó de volver a poner en la palestra a John Donne. En España, el redescubrimiento de Góngora y, por consiguiente, de la poesía barroca se debe fundamentalmente a los artistas e intelectuales de la Generación del 27, que, en el centenario de la muerte del poeta (1927), reeditaron y estudiaron apasionadamente la obra de don Luis de Góngora, convirtiéndolo en modelo ideal y maestro luminoso de la poesía «antirrealista». Entre los artistas e intelectuales de la Generación del 27 que con más devoción y profundidad estudiaron y dieron a conocer a Góngora sobresalen Dámaso Alonso, García Lorca, Gerardo Diego y Jorge Guillén; sin olvidar obras, como Cal y Canto, de Rafael Alberti. Asimismo, en Francia, los pioneros de los estudios barrocos fueron P. Bremond, Valéry-Larboud y el surrealista Benjamin Crémieux.



IV- Lo barroco americano



La poesía latinoamericana (y esto ya lo he dicho en otra ocasión) ha sabido fusionar polaridades aparentes como folclore y vanguardia, tradición religiosa y libertad recreadora, rito y cotidianidad. Podríamos, además, destacar la incorporación del impulso europeo en su lineamiento barroco-romántico-vanguardista-surrealista-existencialista, impulso que, en cada momento de su derrotero histórico, logró fusionarse con los núcleos ético-míticos de la cultura indígena. No ha sido sino la literatura, en su peculiar actividad transcultural y dialógica, la que ha revelado el hecho fundante y generador de dicho mestizaje. Así, el concepto de barroco americano, o barroco de indias, forma parte de una teorización que podemos rastrear en múltiples textos. Desde sor Juana Inés de la Cruz, Sigüenza y Góngora y Luis de Tejeda, hasta Severo Sarduy y Fernando del Paso, pasando por Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y José Lezama Lima, la línea barroca parecería ser una constante en nuestras letras. Por lo expuesto, podríamos decir que el Barroco de Indias no es sólo un movimiento artístico, sino que, por sobre todas las cosas, es una visión de mundo avivada a su vez por la incorporación del surrealismo, la justa convivencia mítico-racional vista, no ya como mero capricho irracionalista, sino como la concesión que le otorga el hombre racional, mediante su obra, al poder de lo sagrado.


Buena parte de la tradición narrativa latinoamericana funde recursos divergentes desplegando, muchas veces, una retórica acorde a la gestualidad barroca (elipsis, sustitución, proliferación redundante) que se vale de la astucia, la ambigüedad y la resistencia para afianzar nuestro proceso de afirmación, nuestro lugar en el mundo. Otras veces, desplazándose hacia lo mítico o legendario, donde el mundo mágico –surrealista, si se quiere– adquiere verosimilitud por la propia coherencia interna del relato. Tanto Asturias y Carpentier, como Rulfo y García Márquez, poseen una vocación de instalar un saber desde aquí, de indicar un domicilio existencial, un locus mito-poético que tiene sus orígenes en el Popol Vuh y se extiende a los Comala y los Macondo. Por otra parte, el neobarroco cubano de origen «lezamiano», que tuvo un importante desarrollo en las obras de Severo Sarduy y Reynaldo Arenas, logra trascender los límites de sus propios postulados.



Por último, podemos decir que el barroco es una parte esencial de la expresión americana, y sus excesos y desafueros, una clara muestra del voluntarismo expansivo de nuestra gente. Quizás miles de voces, miles de euforias puedan más que todo un canon de pulcritud racionalista, que toda una idiosincrasia de equilibrio y compostura. A una realidad cimentada en la razón instrumental, razón que no es sino perfectamente discursiva, tal vez convenga oponerle estas palabras de Lezama: «Otro signo americano, entrar en el templo ajeno por curiosidad, ganarlo por la simpatía y llevarlo después al saboreo de nuestra omnisciente libertad».





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