El barroco es una técnica y un estado de espíritu.
Guillermo Díaz-Plaja
América,
continente de simbiosis, de mutaciones, de vibraciones, de
mestizajes, fue barroca desde siempre.
Alejo
Carpentier
En
mi último libro de poesía, La
ciudad con Laura,
publicado en México hace ya casi un año, escribí, tal vez a modo
de confesión, lo siguiente:
Barroco
y surrealista me dicen. Honestamente, no sé dónde termina lo uno y
dónde comienza lo otro. Mi barroquismo es visceral, enfático, lleno
de la desesperación del que es conocedor del vacío y lo combate.
Barroco es aquel que no conforme con vivir en un mundo vacuo,
incoloro, moderado, intenta llenarlo con lo que tiene a su alcance.
Yo tengo a mi alcance el surrealismo. Dejando toda teoría de lado,
afirmo que mi barroco/surrealismo es algo así como una militancia.
¿Y el poema entonces? El poema lo estoy haciendo con mi pecho, lo
miro con mi boca, lo oigo con mis ojos y está, seguramente, en algún
lugar fuera de esto, digo, de este texto apenas si visible entre mil
sueños.
Pues
bien, atento a recientes declaraciones, en donde se acusa a uno de
nuestros más sólidos pensadores de poseer una escritura barroca,
como si eso fuera igual de grave que cometer un crimen o sufrir de
lepra o de escorbuto, me veo obligado a hacer este desagravio,
desagravio que es en sí una reivindicación del barroco, pero
también del pensador acusado y de mí mismo. Sepan disculpar el
posible esquematismo académico de este artículo, pero ya sabemos
que «en
la guerra y el amor todo se vale».
I
– Los orígenes de un nombre, los albores de un estilo
El
concepto de barroco ha sido muchas veces víctima de incomprensiones
y equívocos lamentables. Sin embargo, pese a los muchos estudios
consagrados a esta problemática, todavía no se ha llegado a ninguna
conclusión categórica. Aun así, las certezas adquiridas acerca de
la cuestión son en principio suficientes. Para empezar, la
etimología de la palabra barroco,
hoy por hoy, está suficientemente esclarecida. No obstante, durante
muchos años, la crítica la derivaba de baroco,
término de la lógica escolástica que designaba un silogismo en el
que la premisa mayor es universal y afirmativa, y la menor,
particular y negativa, siendo la conclusión igualmente particular y
negativa. Por esto mismo, la palabra baroco
adquirió un valor peyorativo en los sectores humanistas del
Renacimiento, que la usaban para referirse desdeñosamente a los
lógicos escolásticos y a sus argumentos y raciocinios,
considerándolos absurdos y ridículos. Un argumento in
baroco
significaba, por consiguiente, un argumento falso y tortuoso, y tal
acepción habría pasado después al dominio de las artes. Esta
etimología corresponde principalmente a una perspectiva italiana del
problema, no obstante, estudios posteriores han demostrado que tal
solución no es de ningún modo satisfactoria para Francia, España y
Portugal. En efecto, en la actualidad el criterio predominante es el
que considera el origen ibérico del vocablo, origen que debe
buscarse en el término barroco,
empleado en el portugués del siglo XVI
para designar una perla de forma irregular.
Dámaso
Alonso define el barroco como «una enorme coincidencia
oppositorum»:
arte de oposiciones dualistas, de antítesis violentas y exaltadas.
Tal es la médula misma de la «Fábula de Polifemo y Galatea», de
Góngora –el tema de la belleza y el tema de lo monstruoso, la
gracia y la luminosa serenidad de Galatea contrapuesta a la lóbrega
y bestial fealdad del Cíclope–. En la literatura barroca, la
expresión de la belleza adquiere un fulgor y una riqueza exuberante
que la poesía petrarquista está lejos de poseer; pero aparece
también en ella una estética de lo feo y de lo grotesco, de lo
horrible y de lo macabro. Los poetas barrocos cantan a la hermosa
enana, a la hermosa muda, a la hermosa renga, y un poeta como Quevedo
«canta a una mujer bizca y hermosa». El gusto por lo insólito
explica la incorporación de la figura de la mendiga, tenida por poco
poética por los renacentistas, dando así origen a un tema muy
cultivado en los siglos subsiguientes y cuyos ecos llegan incluso al
mismo Baudelaire. Asimismo, las escenas crueles y sangrientas abundan
en la literatura barroca y traducen una sensibilidad exasperada que
se complace en lo horroroso y en lo lúgubre, en la soledad y en la
noche. No sin razón algunos críticos han relacionado la
sensibilidad barroca con ciertos aspectos del romanticismo.
Las
tensiones del barroco se expresan frecuentemente en antinomias entre
el espíritu y la carne, entre gozos celestiales y placeres mundanos,
así como en la descripción y el análisis del pecado, del
arrepentimiento y de la penitencia, del éxtasis y de la beatitud. En
efecto, la expresión de la religiosidad, en literatura barroca, está
asociada al erotismo. La figura de María Magdalena, en la que se
unen pecado y contrición, seducción seglar y llamamiento celeste,
constituye uno de los temas preferidos de la poesía barroca.
Los
valores sensoriales y eróticos tienen gran importancia en el arte
barroco: el mundo es conocido y gozado a través de los sentidos, y
los colores, los perfumes, los sonidos, son fuentes de deleite y
voluptuosidad. El tema de la fugacidad de la vida, incluso con
relación a lo anterior, también ocupa un lugar central en la
literatura barroca. Las motivaciones religiosas de este tema son
evidentes: todo es vano y efímero sobre la tierra, ya que la vida
carnal es un tránsito. Las ruinas atestiguan esta transitoriedad, y
los poetas meditan sobre la fragilidad de la belleza, sobre el vacío
que espera a todo lo grácil y luminoso. La muerte está oculta en
todo lo que vive, en todo lo que es frescor y lozanía. La poesía
barroca describe este fenómeno transformando, muchas veces, a la
muerte en espectáculo.
Por
otro lado, el barroco expresa un mundo de ostentación, de gloria y
de magnífico aparato. El barroco, dicho de otro modo, es arte de
exuberancia, y el teatro es por excelencia la forma de expresión de
este ideal: se construye así un imaginario donde la apariencia se
afirma como realidad, donde la máscara y los efectos escénicos
instauran la ilusión y, al mismo tiempo, dejan entrever su ruptura.
Helmut
Hazfeld, a quien se le deben importantes estudios sobre el período
que nos ocupa, señaló como rasgo importante de la literatura
barroca el «fusionismo», es decir, la tendencia a unificar en un
todo múltiples elementos expresivos, por más que éstos sean
contradictorios. Detrás de esta tendencia fusionista está la visión
de la unidad como dualidad, la visión de lo real como conflicto. El
fusionismo se manifiesta igualmente en las técnicas literarias a
través de la anulación de los límites rígidos entre diversas
partes o capítulos de una obra o en la descripción difusa y
elíptica de personas, cosas y paisajes.
La
literatura barroca forja mundos que, relucientes o lóbregos, se
caracterizan por pretender maravillar al lector. La metáfora es el
elemento fundamental de esta poética y el instrumento perfecto para
que el poeta pueda revelar las recónditas analogías del mundo
empírico. La hipérbole, el hipérbaton, la anáfora y la
construcción zeugmática de la frase son otros tantos rasgos
estilísticos característicos del período.
II-
Contrarreforma
y quiebre epistémico: verdad e impostura en el combate
estético-teológico del siglo XVII
La
historiografía liberal y racionalista de los siglos XIX
y XX,
heredera del iluminismo y para la cual el barroco era sinónimo de
mal gusto, vinculó, de manera decisiva, los inicios de este estilo a
la Contrarreforma. Lo que equivale a sostener que el barroco,
literatura de contorsiones formalistas, de contenido insignificante,
y cautivada por estériles refinamientos estilísticos, sería el
resultado de una atmósfera oscurantista y fanática y de un
cercenamiento de las libertades individuales. Esta idea, por fortuna,
ha sido desmentida.
En
primer lugar, se ha reconocido que el barroco no es sinónimo de
literatura de mala calidad, como lo demuestra la magnífica
literatura española del siglo XVII
y sus llamativas innovaciones en el campo de la metáfora y la
musicalidad del verso. En segundo lugar, relacionar el barroco con la
Contrarreforma, incluso cuando se haga en términos positivos, no es
otra cosa que una falsedad. El análisis comparativo de los
principios religiosos y morales de la Contrarreforma con los
caracteres morfológicos y el contenido del arte barroco permite, a
su vez, concluir con seguridad que el barroco se desarrolló
paralelamente a la Contrarreforma, pero que no puede ser considerado
como expresión de las aspiraciones y de los valores esenciales del
contraataque católico, aunque la Iglesia haya querido prohijarlo
para transmitir la gloria de su triunfo.
El
barroco es el resultado de una profunda crisis espiritual
desencadenada por la descomposición de los valores renacentistas. Si
los descubrimientos marítimos habían ensanchado el horizonte
terrestre del hombre, la ciencia copernicana había extendido
desmedidamente las fronteras del cosmos, resultando de estos factores
una nueva concepción del espacio: el espacio como infinito. Junto a
esta visión del espacio, aparece una concepción angustiosa del
tiempo: el tiempo como fuga, disolución y muerte. El hombre,
finalmente, sabiéndose grande y miserable, ángel y bestia, eterno y
transitorio, comienza a admitir que está suspendido entre dos
abismos: el infinito y la nada. Las antítesis violentas, la tensión
de las almas, el sentimiento de la inestabilidad de lo real, la lucha
entre lo profano y lo sagrado, entre espíritu y la carne, entre lo
mundano y lo divino, son aspectos diversos de ese quiebre religioso,
estético y filosófico que se verifica en Europa desde mediados del
siglo XV.
Ciertos
historiadores y críticos, principalmente alemanes y anglosajones,
muy influidos por la filosofía de la historia de Hegel, conciben el
barroco como el «espíritu de de la época» (zeitgeist)
que caracterizaría toda la cultura europea del siglo XVII.
Estos defensores del barroco como unidad epocal postulan la
existencia de una uniformidad fundamental en las manifestaciones
artísticas de aquel tiempo. Ahora bien, tal uniformidad no puede
comprobarse, ya que, tanto en la historia de las artes plásticas
como en la historia de la literatura, se registran diferencias y
antagonismos muy profundos, que no permiten reducciones
simplificadoras. El objeto más poderoso con que se tropiezan los que
abogan a favor de un pretendido pan-barroco es el clasicismo francés
del siglo XVII.
En
suma, el arte barroco nace de un nuevo esfuerzo de invención, de
inteligencia, de agudeza, que se desenvuelve en dos planos: el plano
del descubrimiento de lo real y sus relaciones insospechadas y el
plano de la asociación de las imágenes, de los sonidos y de las
relaciones verbales. El barroco ama la metamorfosis y la
inconstancia, tiene un agudo sentido de las variaciones que
secretamente alteran toda la realidad, y busca en el movimiento
universal la esencia de las cosas y de los seres.
III-
Reivindicación de lo barroco en el cruce de siglos. Simbolismo y
vanguardia: Góngora, Mallarmé y la Generación del 27
Es
indudable que la poesía simbolista de fines del siglo XIX
y de principios del XX,
la poesía y la poética de Stefan George y de Mallarmé, y las
teorías del «arte deshumanizado», con su gusto por lo raro, por el
símbolo anti-realista y desrealizador, por la densidad hermética,
por el lenguaje alusivo y elusivo, favorecieron el redescubrimiento
del barroco.
Entre
1920 y 1940 hubo una nueva oleada de revalorización del barroco por
parte de muchos poetas y artistas. Fueron estos, de alguna forma,
precursores de los modernos estudios historiográficos y críticos
del período que abordamos. Baste nombrar a T.S. Eliot y sus ensayos
sobre los poetas metafísicos ingleses, punto de partida de un vasto
movimiento de interés que se ocupó de volver a poner en la palestra
a John Donne. En España, el redescubrimiento de Góngora y, por
consiguiente, de la poesía barroca se debe fundamentalmente a los
artistas e intelectuales de la Generación del 27, que, en el
centenario de la muerte del poeta (1927), reeditaron y estudiaron
apasionadamente la obra de don Luis de Góngora, convirtiéndolo en
modelo ideal y maestro luminoso de la poesía «antirrealista».
Entre los artistas e intelectuales de la Generación del 27 que con
más devoción y profundidad estudiaron y dieron a conocer a Góngora
sobresalen Dámaso Alonso, García Lorca, Gerardo Diego y Jorge
Guillén; sin olvidar obras, como Cal
y Canto,
de Rafael Alberti. Asimismo, en Francia, los pioneros de los estudios
barrocos fueron P. Bremond, Valéry-Larboud y el surrealista Benjamin
Crémieux.
IV-
Lo barroco americano
La
poesía latinoamericana (y esto ya lo he dicho en otra ocasión) ha
sabido fusionar polaridades aparentes como folclore y vanguardia,
tradición religiosa y libertad recreadora, rito y cotidianidad.
Podríamos, además, destacar la incorporación del impulso europeo
en su lineamiento
barroco-romántico-vanguardista-surrealista-existencialista, impulso
que, en cada momento de su derrotero histórico, logró fusionarse
con los núcleos ético-míticos de la cultura indígena. No ha sido
sino la literatura, en su peculiar actividad transcultural y
dialógica, la que ha revelado el hecho fundante y generador de dicho
mestizaje. Así, el concepto de barroco americano, o barroco de
indias, forma parte de una teorización que podemos rastrear en
múltiples textos. Desde sor Juana Inés de la Cruz, Sigüenza y
Góngora y Luis de Tejeda, hasta Severo Sarduy y Fernando del Paso,
pasando por Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y José Lezama
Lima, la línea barroca parecería ser una constante en nuestras
letras. Por lo expuesto, podríamos decir que el Barroco de Indias no
es sólo un movimiento artístico, sino que, por sobre todas las
cosas, es una visión de mundo avivada a su vez por la incorporación
del surrealismo, la justa convivencia mítico-racional vista, no ya
como mero capricho irracionalista, sino como la concesión que le
otorga el hombre racional, mediante su obra, al poder de lo sagrado.
Buena
parte de la tradición narrativa latinoamericana funde recursos
divergentes desplegando, muchas veces, una retórica acorde a la
gestualidad barroca (elipsis, sustitución, proliferación
redundante) que se vale de la astucia, la ambigüedad y la
resistencia para afianzar nuestro proceso de afirmación, nuestro
lugar en el mundo. Otras
veces, desplazándose hacia lo mítico o legendario, donde el mundo
mágico –surrealista, si se quiere– adquiere verosimilitud por la
propia coherencia interna del relato. Tanto
Asturias y Carpentier, como Rulfo y García Márquez, poseen una
vocación de instalar un saber desde aquí, de indicar un domicilio
existencial, un locus mito-poético que tiene sus orígenes en el
Popol
Vuh
y se extiende a los Comala y los Macondo.
Por
otra parte, el neobarroco cubano de origen «lezamiano», que tuvo un
importante desarrollo en las obras de Severo Sarduy y Reynaldo
Arenas, logra trascender los límites de sus propios postulados.
Por
último, podemos decir que el barroco es una parte esencial de la
expresión americana, y sus excesos y desafueros, una clara muestra
del voluntarismo expansivo de nuestra gente. Quizás miles de voces,
miles de euforias puedan más que todo un canon de pulcritud
racionalista, que toda una idiosincrasia de equilibrio y compostura.
A una realidad cimentada en la razón instrumental, razón que no es
sino perfectamente discursiva, tal vez convenga oponerle estas
palabras de Lezama: «Otro
signo americano, entrar en el templo ajeno por curiosidad, ganarlo
por la simpatía y llevarlo después al saboreo de nuestra
omnisciente libertad».
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