lunes, 6 de julio de 2015

Petrarquistas, Lauras y sonetos por Flavio Crescenzi

 

                                           Bendito sea el día, el mes y el año,  la estación, el tiempo, la hora, el instante,                                                       el país y el retoño, donde estuvejunto a esos bellos ojos que me ataron
                                                                       Francesco Petrarca


 José Bergamín, a través de un lírica fábula tal vez no por todos conocida, sugiere que la palabra «literatura» contiene en sí misma el nombre «Laura», es decir, «Laura» —como realidad nominal pasible de concretas evocaciones— es el resultado de un proceso de purificación que despoja a la literatura de sus lastres más gravosos, prosaicos siempre ellos, para sintetizarse en su vital esencia: la poesía. La reducción que Bergamín propone es la siguiente: ya que al elemento A, llamado literatura, le sobran varios componentes para alcanzar una equivalencia con el elemento B, llamado Laura, que, como dijimos, sería sinónimo de poesía (piensen en la órfica Eurídice para una mejor comprensión de lo apuntado), debemos forzar la igualdad. El procedimiento empleado por el español es tan sencillo como ingenioso: tómese la palabra «literatura», táchese todo lo que le sobra para que devenga en poesía y el resultado será éste que hemos adelantado: Literatura=Laura. En el texto de Bergamín, es el propio Petrarca el que recomienda dicha simplificación (como no podía ser de otra manera). Bergamín comprendió, como tantos otros poetas después, que la poesía es apenas una provisoria manifestación de aquello que deseamos, «un hecho tantálico», según las clarividentes apreciaciones de Enrique Molina.

La extraordinaria fortuna que tuvo la obra de Francesco Petrarca dio lugar a un fenómeno singular y de gran importancia: el petrarquismo. A lo largo del siglo XV, innumerables rimadores cortesanos se dedicaron a la imitación del poeta del Cancionero. Esta imitación era puramente exterior y consistía en la recuperación y desarrollo de ciertos modos conceptistas y epigramáticos que no son, por cierto, sustancia de la poética de nuestro autor. Mejor suerte tuvo el petrarquismo a principios del siglo XVI, cuando el cardenal Pietro Bembo —quien, además, conservó manuscritos de Petrarca— codificó en el espíritu del platonismo ya maduro la lectura y asimilación de esos poemas. La difusión del estilo de Petrarca por Europa fue indirecta en sus orígenes, pero profunda: los petrarquistas cortesanos de Italia tuvieron gran prestigio en Francia sentando las bases que nutrirían tanto a un Dr. Bellay como a un Ronsard. En Inglaterra, la lírica de Wyatt y Surrey, que tendría en Shakespeare su mayor exponente, fue también de estilo italianizante. España tuvo, más y mejor que ningún otro país que no fuera la propia Italia, su petrarquismo. Con sus «42 sonetos al itálico modo» y con su «Triunfete de amor», Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, introdujo en las letras castellanas una directa imitación de Petrarca: imitación fructífera y creativa, anterior a las que trajeron Boscán y Garcilaso.

El soneto fue el soporte estrófico empleado por Petrarca. Esta estructura, compuesta por dos cuartetos y dos tercetos endecasílabos, tiene en el italiano Jacopo de Lentini su más remoto ejecutor, allá en los inicios del siglo XII. El aporte de Petrarca es, sin dudas, el de haberle dado una mayor musicalidad al verso, misma que le permitió una flexibilidad expresiva que no perjudicaba en absoluto aspectos de contenido propios del ideario humanista. Este aporte, si se quiere innovación, terminaría de definir la forma italiana del soneto, aquella que lo empalma con el estilo renacentista que de la mismísima obra petrarquista surge.

Pero volvamos a Laura, o sea, a la poesía. Se sabe que hubo una Laura histórica, material, verificable, que habitaba el mundo florentino ya acostumbrado a los deletéreos susurros del dolce stilnuovo de Guido Guinizzelli, a los herméticos suspiros de Guido Cavalcanti, a las amorosas querellas de Lapo Gianni, Gianni Alfani y Ciro da Pistoia, y, por sobre todo, a la palabra carismática de Dante. Se pretende también que esta quizás fantasmal Laura fue hija de Audiverto de Noves y esposa del aristócrata Hugo de Sade (de ser cierto, la musa de Petrarca sería directa antepasada del Divino Marqués, hipótesis interesante para biógrafos y coleccionistas de curiosidades, pero completamente inútil para cualquier consideración estética). En la iglesia de Santa Clara, un seis de abril de 1327, Petrarca, ve por primera vez a la mujer que habría de inspirar sus rimas amorosas a lo largo de toda su vida. Según nos dice el propio poeta, los encuentros entre ambos fueron poquísimos y casuales, y el amor, jamás correspondido. Debemos suponer entonces que Laura no fue otra cosa que una imagen ideal, una entidad simbólica, una alusión metafísica, teológica, o, peor aún, críptica, equiparable a la Beatriz de Dante. Laura muere a causa de la peste en 1348, habiendo sido en vida la privilegiada destinataria de la más rica, sutil y constante poesía amorosa. La palabra «Laura» está etimológicamente relacionada con la palabra «lauro». Lauros fueron los que obtuvo Petrarca gracias a esta mujer que atraviesa el Cancionero, definitiva y platónica, como un cometa que ya ni se persigna.



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