lunes, 6 de julio de 2015

Elogio del buen lector por Favio Crescenzi

  El lector, aquella entidad fantasmagórica, a menudo idealizada, a menudo 

provocada o inquirida, ha sufrido una pérdida significativa de sus facultades 

decodificadoras. Me arriesgaría a situar los inicios de este fenómeno, si bien 

 con antecedentes fácilmente detectables, en la posmodernidad, entendiendo 

por posmodernidad, al menos en lo concerniente a nuestros intereses, la era 

de la industria cultural o cultura de masas.


En la modernidad se esperaba de la figura del lector un compromiso que asegurara la dinámica de intercambio de sentidos que dimanaran del texto, es decir, que el lector finalizara el proyecto de obra participando intensamente en lo que a lo semántico respecta. Tratándose de poesía, esta relación se potenciaría debido a las características propias del discurso poético. Este es, en sí mismo, un discurso que transmite de sujeto a sujeto, no meras informaciones, sino, en mayor medida, una visión de mundo supeditada a patrones estéticos: nos alejamos del dominio de las transacciones intelectuales para aproximarnos al de la evocación o invocación, donde el lenguaje es ritual, arquetípico. El lenguaje poético es entonces el signo devenido en forma y  su expresión, la imagen y el ritmo. Ya en épocas en las que el lector se podía jactar de activo (en el sentido «cortazariano» del término) la poesía suponía un desafío muchísimo  mayor que el que deparaban otros géneros; en nuestros días, el lector de poesía es una especie en vías de extinción.  
                     
Seguramente las estadísticas sostendrán que, en la actualidad, hay más lectores que hace unos años y conjeturo que por falacias como estas se siguen abriendo librerías. Lo cierto es que lo que no existe, más allá de lo que digan las encuestas, es un lector crítico, lector que pueda discernir entre textos de calidad y otros destinados al consumo masivo. Sé que los mediadores que otrora se ocupaban de orientar al público lector han también mutado, dejando como único legitimador al mercado editorial que, como otros tantos mercados, tiene preocupaciones completamente diferentes a las que aquí tratamos. De hecho, es este mercado editorial el que ha instalado el concepto de fungibilidad (reflejado en las mesas de saldo que se renuevan cada vez que los grandes sellos editoriales se descartan de sus  materiales).
                
Ahora bien, ustedes dirán que este diagnóstico es por demás apocalíptico, aduciendo que los lectores se hacen y renacen constantemente y que pueden elegir pese a la evidente coerción mercantilista; pues me temo que no es así. La libertad de la que goza cualquier consumidor de bienes culturales es una simple ilusión, un simulacro, puesto que cualquier decisión que tome frente a los anaqueles será la realización de un estereotipo prefijado por el mercado, rector universal de la sociedad de masas.  
             
Cabría preguntarse entonces qué es lo que busca el lector-masa al adquirir un determinado libro. De seguro no ya un goce estético, no ya la obtención de nuevos conocimientos. Junto a Adorno podemos decir que en el lector medio «en lugar de goce aparece el tomar parte y el estar al corriente; en lugar de la comprensión, el aumento del prestigio». Para concluir, agregaré que la lectura crítica que propugno no es sino parte de un perfil definitivo de hombre, hombre integral que ejercerá un pensamiento también crítico como acto último de libertad, en donde la poesía, lenguaje subversivo por antonomasia, oficiará sin lugar a dudas de garante.

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