El lector, aquella entidad fantasmagórica, a menudo idealizada, a menudo
provocada o inquirida, ha sufrido una pérdida significativa de sus facultades
decodificadoras. Me arriesgaría a situar los inicios de este fenómeno, si bien
con antecedentes fácilmente detectables, en la posmodernidad, entendiendo
por posmodernidad, al menos en lo concerniente a nuestros intereses, la era
de la industria cultural o cultura de masas.
En
la modernidad se esperaba de la figura del lector un compromiso que
asegurara la dinámica de intercambio de sentidos que dimanaran del
texto, es decir, que el lector finalizara el proyecto de obra
participando intensamente en lo que a lo semántico respecta.
Tratándose de poesía, esta relación se potenciaría debido a las
características propias del discurso poético. Este es, en sí
mismo, un discurso que transmite de sujeto a sujeto, no meras
informaciones, sino, en mayor medida, una visión de mundo supeditada
a patrones estéticos: nos alejamos del dominio de las transacciones
intelectuales para aproximarnos al de la evocación o invocación,
donde el lenguaje es ritual, arquetípico. El lenguaje poético es
entonces el signo devenido en forma y su expresión, la imagen
y el ritmo. Ya en épocas en las que el lector se podía jactar de
activo (en el sentido «cortazariano» del término) la poesía
suponía un desafío muchísimo mayor que el que deparaban
otros géneros; en nuestros días, el lector de poesía es una
especie en vías de extinción.
Seguramente
las estadísticas sostendrán que, en la actualidad, hay más
lectores que hace unos años y conjeturo que por falacias como estas
se siguen abriendo librerías. Lo cierto es que lo que no existe, más
allá de lo que digan las encuestas, es un lector crítico, lector
que pueda discernir entre textos de calidad y otros destinados al
consumo masivo. Sé que los mediadores que otrora se ocupaban de
orientar al público lector han también mutado, dejando como único
legitimador al mercado editorial que, como otros tantos mercados,
tiene preocupaciones completamente diferentes a las que aquí
tratamos. De hecho, es este mercado editorial el que ha instalado el
concepto de fungibilidad (reflejado en las mesas de saldo que se
renuevan cada vez que los grandes sellos editoriales se descartan de
sus materiales).
Ahora
bien, ustedes dirán que este diagnóstico es por demás
apocalíptico, aduciendo que los lectores se hacen y renacen
constantemente y que pueden elegir pese a la evidente coerción
mercantilista; pues me temo que no es así. La libertad de la que
goza cualquier consumidor de bienes culturales es una simple ilusión,
un simulacro, puesto que cualquier decisión que tome frente a los
anaqueles será la realización de un estereotipo prefijado por el
mercado, rector universal de la sociedad de masas.
Cabría
preguntarse entonces qué es lo que busca el lector-masa al adquirir
un determinado libro. De seguro no ya un goce estético, no ya la
obtención de nuevos conocimientos. Junto a Adorno podemos decir que
en el lector medio «en
lugar de goce aparece el tomar parte y el estar al corriente; en
lugar de la comprensión, el aumento del prestigio».
Para concluir, agregaré que la lectura crítica que propugno no es
sino parte de un perfil definitivo de hombre, hombre integral que
ejercerá un pensamiento también crítico como acto último de
libertad, en donde la poesía, lenguaje subversivo por antonomasia,
oficiará sin lugar a dudas de garante.
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