martes, 7 de julio de 2015

El Baudelaire de Benjamin Por Flavio Crescenzi

 
(El ángel) tiene la cara dirigida hacia el pasado. Una tormenta que se alza desde el paraíso lo impulsa irrefrenablemente hacia el futuro al que el ángel le da la espalda. A su alrededor, una gigantesca montaña de escombros comienza a crecer hacia el cielo. Esta tormenta es aquello que nosotros llamamos progreso.
 
Walter Benjamin
 
 
Como suele suceder con todo vínculo entre una personalidad histórica y sus biógrafos o exegetas, los resultados que se exhiben como datos presuntamente fidedignos no son más que proyecciones construidas a partir de una subjetividad, la del divulgador o intérprete. Cuánto habrá de genuino en el Sócrates que nos presenta Platón, es decir, qué porcentaje de pensamiento le pertenece verdaderamente a Sócrates y qué porcentaje a Platón; cuánto de Dante, en su oracular Virgilio. La falta de documentación o de evidencias más o menos verificables nos obliga muchas veces a aceptar la visión que un determinado autor tiene del personaje en cuestión como unívoca o como verdad revelada.
 
El siglo XX en su alarde de comprensión, en su frenética búsqueda de nuevas instancias cognoscitivas, nos ha dado una forma más acabada de análisis basada, quizás, en la perplejidad provocada por las nuevas manifestaciones culturales. Revisitar el pasado inmediato para explicar este presente inacabado y huérfano de significaciones dejó de ser fruto de una intuición para convertirse en una metodología. Las consideraciones acerca de Baudelaire que Walter Benjamin ha ofrecido, en las que destacaba aspectos que exceden el rótulo de «poeta maldito», serían parte de ese linaje, pues es en Baudelaire donde la pugna entre artista y sociedad toma forma consciente y concreta por primera vez.
 
Para Benjamin, el proyecto baudelaireano, cifrado en su poética, está cimentado (si se me permite la paradoja) en la inestabilidad que significó para la cultura burguesa su llegada al poder, la crisis de percepción real que implicaba suplantar valores, si bien cuestionables, por lo menos definibles, por otros no del todo delimitados e igualmente merecedores de crítica. La sociedad burguesa, apoyada en la idea de progreso y bienestar, abandonó toda preocupación de índole trascendental, queriendo satisfacer urgencias que sólo eran atendidas en la medida de que provinieran de la clase dominante. Se hace palmaria así la frivolidad e ignorancia de esta nueva casta contra la que el poeta debía luchar, denunciando su vacuidad y refugiándose en los arcanos de su arte: en el símbolo, en los paraísos artificiales y finalmente, en ese flânerie que le permitirá azorarse frente a la multitud anónima.
 
Parecería ser una constante, en épocas oscuras surgen las mejores obras artísticas, como si la humanidad quisiera, irreflexivamente, compensar sus falencias. El progreso visto por Benjamin como una «catástrofe» y la pérdida del aura o de lo sagrado que las sociedades modernas experimentaron son también diagnósticos dignos del mejor Baudelaire. Y es que Benjamin se interesará en Baudelaire sólo en la medida en que éste podía explicar lo que aquél a su vez padecía. La apropiación de Baudelaire por parte de Benjamin, si bien producida por nexos empáticos, no será exclusivamente subjetiva. Todo aquello sintomático que se muestra en la conducta del poeta es material digno de desglose, material a sopesar, que contribuirá a darle nombre a los males que por gravosos necesitaban ser denominados.
 
No obstante, considero que la condición de «maldito» de Baudelaire es lo que resume su carácter. El término en sí goza de una negatividad significativa, teniendo en cuenta el impulso positivista de la modernidad y su consiguiente ideal de progreso. El concepto de «maldito» es, como sabemos, un concepto decimonónico, romántico. Hasta el siglo XIX el artista había sido una figura decorativa de la sociedad, un dios menor en quien las aristocracias, de vuelta de los dioses mayores, creían o fingían creer. Tras la Revolución Francesa, el artista y el poeta empiezan a encontrarse incómodos en las nacientes sociedades burguesas que no necesitan de ellos para nada, aunque, nostálgicos de lo que han derrotado y derrocado (como el vencedor es siempre nostálgico de lo que vence o del vencido), aún continuarán o creen continuar unas vigencias artísticas y se obligan a un gusto por lo estético que no es sino simple mimetismo, cada vez más desganado, del gran arte de las antiguas élites. Y es ya en el siglo XIX, en el siglo de las revoluciones sociales e industriales, en el siglo de la beatería científica, cuando el artista se encuentra declaradamente al margen de la poderosa sociedad sin rostro. De todas formas, podemos reconocer la presencia de un «arte converso» al que la sociedad burguesa le paga por sentirse un poco más selecta o, sencillamente, para distraerse de a ratos de su ajetreado tejer y destejer lo que luego llamaremos estructuras capitalistas. Frente a este «arte converso» está el arte rebelde, que tiene como situación límite, como tipo frontera, al poeta maldito. Se trata del artista que, decidido a no servir más a señor alguno, decide hacer su arte contra la sociedad o al margen de ella. El arte al margen, que después se llamaría equivocadamente de «evasión», degenera casi siempre en esteticismo, exquisitez o minoritarismo críptico. La bohemia y el dandismo son sus correlatos, su praxis vital.
 
Contra la sociedad trabajan los anarquistas y los poetas malditos. El anarquista es una fuerza centrífuga de pistón puramente político que no nos interesa analizar ahora. El poeta maldito es una fuerza centrípeta, que se diferencia del anarquista en que no destruye o trata de destruir la sociedad, sino que se destruye a sí mismo. Frente al mal como purificación que es el anarquismo, está el mal por el mal que es la mística implícita de los malditos. El poeta maldito, entonces, viene a ser un desarraigado, un desclasado, un ser que sufre complejo de autodestrucción  y que hace de ese complejo su obra de arte. El maldito es, con respecto a sí mismo, un tarado en algún sentido, y, con respecto a la sociedad, una fuerza disolvente, aunque, como ya hemos dicho, esa fuerza sea centrípeta y afecte al propio individuo más que a su contorno, lo que viene a identificar al maldito con el suicida. Pero la autodestrucción es un suicidio en cámara lenta, y esto le permite al maldito hacer su obra, casi siempre apresurada, iluminada por relámpagos y potenciada un poco artificialmente por esa dirección mortal que el autor imprime en todo ella consciente o inconscientemente, hasta terminarla de una manera violenta o dejarla inacabada, pues el suicidio de la obra de arte no está en cómo se termine sino, precisamente, en no terminar.

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