(El
ángel) tiene la cara dirigida hacia el pasado. Una tormenta que se
alza desde el paraíso lo impulsa irrefrenablemente hacia el futuro
al que el ángel le da la espalda. A su alrededor, una gigantesca
montaña de escombros comienza a crecer hacia el cielo. Esta tormenta
es aquello que nosotros llamamos progreso.
Walter
Benjamin
Como
suele suceder con todo vínculo entre una personalidad histórica y
sus biógrafos o exegetas, los resultados que se exhiben como datos
presuntamente fidedignos no son más que proyecciones construidas a
partir de una subjetividad, la del divulgador o intérprete. Cuánto
habrá de genuino en el Sócrates que nos presenta Platón, es decir,
qué porcentaje de pensamiento le pertenece verdaderamente a Sócrates
y qué porcentaje a Platón; cuánto de Dante, en su oracular
Virgilio. La falta de documentación o de evidencias más o menos
verificables nos obliga muchas veces a aceptar la visión que un
determinado autor tiene del personaje en cuestión como unívoca o
como verdad revelada.
El
siglo XX
en su alarde de comprensión, en su frenética búsqueda de nuevas
instancias cognoscitivas, nos ha dado una forma más acabada de
análisis basada, quizás, en la perplejidad provocada por las nuevas
manifestaciones culturales. Revisitar el pasado inmediato para
explicar este presente inacabado y huérfano de significaciones dejó
de ser fruto de una intuición para convertirse en una metodología.
Las consideraciones acerca de Baudelaire que Walter Benjamin ha
ofrecido, en las que destacaba aspectos que exceden el rótulo de
«poeta maldito», serían parte de ese linaje, pues es en Baudelaire
donde la pugna entre artista y sociedad toma forma consciente y
concreta por primera vez.
Para
Benjamin, el proyecto baudelaireano, cifrado en su poética, está
cimentado (si se me permite la paradoja) en la inestabilidad que
significó para la cultura burguesa su llegada al poder, la crisis de
percepción real que implicaba suplantar valores, si bien
cuestionables, por lo menos definibles, por otros no del todo
delimitados e igualmente merecedores de crítica. La sociedad
burguesa, apoyada en la idea de progreso y bienestar, abandonó toda
preocupación de índole trascendental, queriendo satisfacer
urgencias que sólo eran atendidas en la medida de que provinieran de
la clase dominante. Se hace palmaria así la frivolidad e ignorancia
de esta nueva casta contra la que el poeta debía luchar, denunciando
su vacuidad y refugiándose en los arcanos de su arte: en el símbolo,
en los paraísos artificiales y finalmente, en ese flânerie
que le permitirá azorarse frente a la multitud anónima.
Parecería
ser una constante, en épocas oscuras surgen las mejores obras
artísticas, como si la humanidad quisiera, irreflexivamente,
compensar sus falencias. El progreso visto por Benjamin como una
«catástrofe» y la pérdida del aura o de lo sagrado que las
sociedades modernas experimentaron son también diagnósticos dignos
del mejor Baudelaire. Y es que Benjamin se interesará en Baudelaire
sólo en la medida en que éste podía explicar lo que aquél a su
vez padecía. La apropiación de Baudelaire por parte de Benjamin, si
bien producida por nexos empáticos, no será exclusivamente
subjetiva. Todo aquello sintomático que se muestra en la
conducta del poeta es material digno de desglose, material a sopesar,
que contribuirá a darle nombre a los males que por gravosos
necesitaban ser denominados.
No
obstante, considero que la condición de «maldito» de Baudelaire es
lo que resume su carácter. El término en sí goza de una
negatividad significativa, teniendo en cuenta el impulso positivista
de la modernidad y su consiguiente ideal de progreso. El concepto de
«maldito» es, como sabemos, un concepto decimonónico, romántico.
Hasta el siglo XIX
el artista había sido una figura decorativa de la sociedad, un dios
menor en quien las aristocracias, de vuelta de los dioses mayores,
creían o fingían creer. Tras la Revolución Francesa, el artista y
el poeta empiezan a encontrarse incómodos en las nacientes
sociedades burguesas que no necesitan de ellos para nada, aunque,
nostálgicos de lo que han derrotado y derrocado (como el vencedor es
siempre nostálgico de lo que vence o del vencido), aún continuarán
o creen continuar unas vigencias artísticas y se obligan a un gusto
por lo estético que no es sino simple mimetismo, cada vez más
desganado, del gran arte de las antiguas élites. Y es ya en el siglo
XIX,
en el siglo de las revoluciones sociales e industriales, en el siglo
de la beatería científica, cuando el artista se encuentra
declaradamente al margen de la poderosa sociedad sin rostro. De todas
formas, podemos reconocer la presencia de un «arte converso» al que
la sociedad burguesa le paga por sentirse un poco más selecta o,
sencillamente, para distraerse de a ratos de su ajetreado tejer y
destejer lo que luego llamaremos estructuras capitalistas. Frente a
este «arte converso» está el arte rebelde, que tiene como
situación límite, como tipo frontera, al poeta maldito. Se trata
del artista que, decidido a no servir más a señor alguno, decide
hacer su arte contra la sociedad o al margen de ella. El arte al
margen, que después se llamaría equivocadamente de «evasión»,
degenera casi siempre en esteticismo, exquisitez o minoritarismo
críptico. La bohemia y el dandismo son sus correlatos, su praxis
vital.
Contra
la sociedad trabajan los anarquistas y los poetas malditos. El
anarquista es una fuerza centrífuga de pistón puramente político
que no nos interesa analizar ahora. El poeta maldito es una fuerza
centrípeta, que se diferencia del anarquista en que no destruye o
trata de destruir la sociedad, sino que se destruye a sí mismo.
Frente al mal como purificación que es el anarquismo, está el mal
por el mal que es la mística implícita de los malditos. El poeta
maldito, entonces, viene a ser un desarraigado, un desclasado, un ser
que sufre complejo de autodestrucción y que hace de ese
complejo su obra de arte. El maldito es, con respecto a sí mismo, un
tarado en algún sentido, y, con respecto a la sociedad, una fuerza
disolvente, aunque, como ya hemos dicho, esa fuerza sea centrípeta y
afecte al propio individuo más que a su contorno, lo que viene a
identificar al maldito con el suicida. Pero la autodestrucción es un
suicidio en cámara lenta, y esto le permite al maldito hacer su
obra, casi siempre apresurada, iluminada por relámpagos y potenciada
un poco artificialmente por esa dirección mortal que el autor
imprime en todo ella consciente o inconscientemente, hasta terminarla
de una manera violenta o dejarla inacabada, pues el suicidio de la
obra de arte no está en cómo se termine sino, precisamente, en no
terminar.
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