LA PRESA Y LA
SOMBRA
1
(1930)
PREFACIO A LA VIDA DE UN BURÓCRATA
I
AL DESPERTARSE
, Michel Rey vio un día sucio
deslizarse a través de las
persianas. Sonrió con esa
sonrisa que le era particular: una especie de ric-
tus doloroso, que estiraba
sus labios hacia un lado con dos arrugas diver-
gentes, y siguiendo su
costumbre se preguntó en seguida porqué sonreía a
esta luz muerta, a este
cuarto de pobres muebles pretenciosos que era el or-
gullo de su mujer y donde
flotaba, mezclado, el olor de un perfume violen-
to y el áspero de su gabán de
caucho mojado por el aguacero que lo había
sorprendido cuando entraba el
amanecer, y que transpiraba todavía goti-
tas espaciadas.
Mirando el pequeño charco
casi seco que hacía una mancha oscura so-
bre el piso de madera, Michel
sonrió de nuevo. Y esta vez sabía porqué.
Hacía cinco años... recordaba
el día de su regreso a Haití. El sol del
mediodía dominaba un mar
silencioso removido por olas suaves y sin es-
puma. Una alegría profunda lo
poseía: en la muchedumbre anónima que
subía por el puente
empujándose sobre la estrecha pasarela: visitantes,
cargadores, se reconocía en
fin, se sentía el eco feliz de ese mundo negro,
1. Este título alude a la
expresión francesa
lâcher la proie pour l’ombre
, equivalente al refrán
español “más vale pájaro en
mano que cien volando”. Por sus diversos significados, hemos
preferido traducirlo
literalmente.
escuchaba fundirse en él el
hielo amasado en Europa, desaparecer de su co-
razón lo que llamaba con
amargura “el Gran Silencio Blanco” y que era el
abismo racial que allá sus
amistades, sus amores, sus relaciones, no habían
podido colmar. Ahora se
hallaba entre sus hermanos y su pueblo. Hubiera
querido arrodillarse, besar
esta tierra amada.
Bruscamente, el puerto bailó
delante de él en una neblina de lágrimas.
Sus padres, que lo llevaban
hacia la ciudad, lo agobiaban con pregun-
tas. Trataba de responder,
pero hubiera querido separarse de ellos, cami-
nar solo, en un éxtasis
solemne, y abrazar a esa vendedora de mangos que
pasaba, llevando sus frutos
sobre la cabeza como una reina su corona, las
caderas echadas hacia atrás,
el pie seguro y las uvas moradas, maduras, de
sus senos reventando la tela
azul de su tosco vestido, sí, abrazarla con fuer-
za y decirle: “Hermana”;
tomar en sus brazos a ese niño harapiento que le
tendía la mano a un turista
americano, apretarlo contra su corazón: “¡Her-
mano, hermanito!...”
...Un reloj de pared dio una
hora cualquiera. Michel volvió al presente.
Debía de ser tarde, pues su
mujer no estaba a su lado. Se levantó, con mucha
flojera, comenzó a andar por
el cuarto, a vestirse, y pensando de nuevo en su
pasado, resumió: abracé la
vida con demasiada fuerza, con demasiado cora-
je. La agarré por el cuello,
la ahogué...
Cuando terminaba de vestirse,
llamaron a la puerta. La sirvienta entró,
los pies descalzos, los ojos
bajos, y con el aire tranquilo de las sirvientas joven-
citas que van a la misa de
cuatro, anunció que la señora Ballin estaba abajo, sí.
La señora viuda de Ballin es
la suegra de Michel. Él detesta a esa mujer
gorda que envuelve una grasa
amarilla como manteca rancia en vestidos
fúnebres que sus enormes
camafeos no llegan alegrar. Su pequeña cabeza,
huesuda, monstruosamente
desproporcionada en relación al cuerpo enor-
me y de la cual parece que
los pómulos no sobresalen sino para liberar la
parte baja del rostro hendida
por una boca larga, delgada y que corta las
palabras como una cuchilla,
le inspira una repulsión que la señora Ballin
no comprendería. Está
orgullosa de su rostro agudo; cuando hace alusión
a él, lo hace de una manera
chistosa y pretenciosa al decir: “vencí el atavis-
mo”, lo que significa que sus
rasgos no guardan nada de africano. Es, por
supuesto, la hija de doña
Ochsle, esa mulata que, casada con un teutón de
origen lastimoso, convertido
más tarde en un riquísimo comerciante, no se
designaba de otra manera sino
como: “¡nosotras, las señoras alemanas!”
Michel la odia duramente y la
ama a la vez con una ternura vaga. No
puede ignorarla. Ella es su
revancha sobre esta sociedad portoprincipiana
corrompida, hipócrita,
bajamente burguesa, que lo quebró y que ella sin-
tetiza perfectamente. Siente
una alegría maligna, exaltante, al herirla, al
hacerle daño y lo consigue
siempre y con facilidad, porque la señora Ballin,
tan superficial como es, se
presta a ello.
Sabe que sus propósitos serán
repetidos en los salones, donde, codo
con codo, estiradas en sus
corsetes 1880 y contrariadas por la bilis, las
Parcas de Turgeau y de
Bois-Verna
2
, deciden la felicidad de un
matrimonio
reciente, o la reputación de
un hombre honesto.
Y de pensar que sus sarcasmos
no serán ignorados por nadie, disemi-
nados por ese proceder
estupefaciente que los haitianos llaman radio-
bemba, experimenta una gran
alegría.
El odio de Michel a su suegra
es quizás el único sentimiento poderoso
que le hace la vida
soportable. Se aferra a él como un ahogado a una raíz y
si, por fortuna, se le ocurre
pensar que la señora Ballin morirá un día, sabe
con toda certeza que llorará
en su entierro.
Michel baja al salón sin
chaqueta, con los pies enfundados en viejas,
anchas babuchas. Su suegra le
dijo un día: mi querido yerno, es inestético
andar en
mangas de camisa
3
. (Ella adora las palabras
que terminan en
ique
y en
ise
, que no comprende muy bien,
pero que encuentra distinguidas.) Se
pondrá furiosa.
Se regodea pues hay en él una
cosa pueril que no es, de ninguna mane-
ra, índice de frescura, sino
lo que le queda de una juventud en la que no
subsiste ningún candor.
En el fondo se asemeja
bastante a esos niños maltratados, golpeados,
que la juventud conserva
traviesos pero que no sienten placer sino hacien-
do bromas malvadas en las que
su amargura encuentra su alimento.
BIBLIOTECA AYACUCHO
2. Barrios residenciales de
Puerto Príncipe.
3. Con las terminaciones
-ique
(inesthètique) e -
ise
(chemise), el narrador quiere
resaltar el
falso refinamiento de los
burgueses de Puerto Príncipe.
La señora Ballin desborda los
dos lados de su silla, se sube los anteojos
de la nariz hacia la frente
ancha y baja. Michel, que le dio los buenos días la
escucha hablar de cosas
insignificantes y la examina con atención. La sien-
te calcular el impulso de una
frase venenosa, tapuzada sobre ella misma co-
mo una gruesa serpiente con
lentes dispuesta a atacar.
—¿Jeanne no está aquí?
—No.
—Lo encuentro desmejorado. Usted
trabaja mucho, ¿no es verdad?
Es lo que todo el mundo dice.
—Dios mío, si todo el mundo
lo dice, no tengo ningún problema en
creérmelo.
—Sí, se espera su anunciada
novela. Parece que será una obra maestra.
Usted se documenta tan bien.
Michel no responde.
—Está muy cortés desde que,
con el pretexto de estudiar el alma del
pueblo haitiano, frecuenta
los tugurios.
Las visitas de la señora
Ballin a Michel duran poco. Parece que la gor-
da mujer experimenta el deseo
de venir a ver a Michel, de vez en cuando,
con el único fin de oirse
lanzar a la cara invectivas que la hieren pero que
ella provoca.
—Se equivoca, no es esa mi
intención. Frecuento esos sitios desde que
asistí a una recepción en
casa del señor y de la señora Couloutte, flor y na-
ta de la élite portoprincipiana.
La franca crapulería de los unos me consue-
la de la hipócrita canallería
de los otros.
—Yerno, no le permito...
—¡No me fastidie!, le
interrumpe Michel, con arrastrada dulzura.
¡Me asquea! ¡Todos ustedes me
dan asco! Yo sé lo que esconden bajo esa
bella apariencia, su
aristocracia, etc., etc. Son los lujosos vestidos que cu-
bren la carne enferma de la
prostituta. Le repito que estoy harto de su vi-
da. Su remolino mundano no me
tienta. No tengo ningunas ganas de girar
en el vacío.
—¡Ah!, se adivina fácilmente
a qué frecuentaciones se deben esas ideas.
¡Decir que le he dado mi
pobre hija a un ser como éste!
—Quizás hubiese usted hecho
mejor casándola con uno de esos seño-
GOBERNADORES DEL ROCÍO Y OTROS
TEXTOS
ritos interesantes tipo standard
muy comedidos, protegido de los excesos,
válvula de seguridad marca
Tartufo garantizada, que he tenido el desespe-
rante honor de percibir
algunas veces tan gentilmente sentados en su sa-
lón, generosamente
interesados en las obras de beneficiencia y progreso
general de la humanidad,
juntando las manos sobre los muslos con ese ges-
to conmovedor que deja prever
que más tarde, cuando lleguen a jefes de
división o miembros del
consejo de fábrica, no tendrán sino que sacar y re-
dondear los brazos para girar
los pulgares sobre una virtuosa pancita suje-
tada por una cadena de oro
con dijes colgantes. Señora viuda de Ballin, se-
ñora viuda de Ballin ¡por qué
no haber escogido para Jeanne ese gran ideal
de las madres de familia
haitianas!
—Valen mil veces más que
usted, grita la señora Ballin.
¡Su figura, verde de rabia,
suda un aceite que no corre! Michel que la
mira con curiosidad se
pregunta cómo su rostro reseco puede secretar to-
da esa grasa. Con calma
responde: “Entonces, no valen gran cosa”, se le-
vanta para salir de la pieza
feliz de haber provocado esa rabia.
Fuera de sí, su suegra
vocifera:
—Usted no respeta nada, usted
está maldito.
Y más alto, profetiza:
—¡Irá al infierno!
¡Mierda!, contesta Michel con
bonhomía, y sube a su cuarto.
Pero allí, se lamenta casi de
inmediato de haberse ido tan rápido, al venirle
a la memoria otras cosas
hirientes que hubiera podido decir, y se consuela to-
mando la decisión de ir al
mismo día siguiente al “Todo Barato” donde su pa-
tricia de suegra tiene un
comercio de quincallería bastante próspero.
II
Anuda su corbata inclinado
sobre la ventana como sobre un espejo.
Debajo de esta ciudad de
Bolosse, el mar se extiende gris, todavía mal la-
vado, como una teja
ondulante, a lo largo de los racimos de palmeras, esos
plumeros para desempolvar los
granos de lluvia.
Desde hace tiempo ese paisaje
oceánico ya no lo commueve. Mira
ahora el mar con los ojos del
pescador que lamenta no tener una caña.
BIBLIOTECA AYACUCHO
Una fibra se cortó
completamente en él. ¿Cómo pescar sin ella esa rara
presa, el entusiasmo?
Michel Rey piensa que de
ahora en adelante su vida transcurrirá seme-
jante a ese vaivén acuático,
amargo y monótono: sin bellas tempestades; es-
tá en plena zambullida y no
tiene ya la fuerza para regresar a la superficie.
Su descenso se proseguirá
lentamente hasta el día en que, tendido en el
fondo del hoyo, no será
sacudido ya por las olas humanas.
Para engañar la espera por
esa calma final, le queda injuriar a su sue-
gra, hacer desgraciada a su
mujer y beber cocteles multicolores.
—Continuemos pues nuestra
interesante jornada, suspira mientras se
va a tomar el aperitivo en
casa de Horatio Basile.
El que responde a este nombre
shakespeariano es un “hijo de familia”
que regresó a Haití hace
algunos meses, después de una estadía en Francia
adonde fue a hacer estudios
de derecho. Con cinco mil francos mensuales
es fácil fracasar en los
exámenes. Horatio Basile lo hizo en el primer año, y
como era bastante
perseverante, reincidió. Bréville Basile, gran especula-
dor de café y hombre de
sentido práctico, mandó de inmediato a su hijo un
cheque desprovisto de ceros y
la orden imperiosa de tomar el primer bar-
co que partiera. Horatio se
separó con dolor de los brazos de su noviecita
y se embarcó (como buen
haitiano) con algunos trajes de confección y un
sugestivo conjunto de
pantalón y camisa como recuerdo. Pero no había
llegado todavía a las Azores
cuando el señor Basile padre, haciendo prue-
ba de un espíritu del que se
le hubiera creído incapaz, moría dejándole una
treintena de casas y
doscientos veinticinco mil dólares ganados en el co-
mercio de víveres y en la
aduana de Petit-Goave
4
.
Algunas vastas propiedades
sembradas en cafetales y que está liqui-
dando lo retienen lejos de la
plaza Pigalle, bajo nuestro cielo tropical, don-
de lleva una vida desocupada,
escandalosa y noble.
Físicamente es una buena
muestra del tipo de bachaco
5
que el haitiano
llama “mulato obligado”:
largo, estrecho, un rostro deshilado del color de
nuestros cántaros de agua
rojos y que creemos siempre percibir de perfil, do-
GOBERNADORES DEL ROCÍO Y OTROS
TEXTOS
4. Puerto del sur de Haití.
5. En el original
grimaud
: mestizo de negro y mulato,
de piel rojiza.
minado por una frente corta
en la que se rebelan cabellos rojizos y encrespa-
dos; el cuello de culo
botella, del que sube y baja sin parar, como el mercurio
en el termómetro, una nuez de
Adán voluminosa y sobresaliente; por su ca-
minar vacilante, descentrado,
con los pies demasiados largos, demasiado
lentos en relación con los
movimientos desordenados de los brazos, recuer-
da a un enorme crustáceo.
Tiene tres pasiones: los
carros, los gramófonos y Michel a quien había
querido conocer después de la
lectura de su manifiesto en la revista
El
Cocodrilo asesinado
:
Lamartine, el
Cocodrilo-Poesía y la nueva Literatura
afrohaitiana.
Michel se había divertido
enormemente con esta presentación en la
que Horatio le había dicho:
—Lo comprendo perfectamente,
señor Rey, hay que destruir nuestros
sauces llorones, los
cocoteros; debemos de ahora en adelante llevar ese
paisaje en nosotros, ¿no es
así?; las palmeras, por ejemplo no deben servir-
nos más para hacer
indigenismo, debemos sembrarlas, si se puede decir, en
nuestra alma.
—Absolutamente, había
contestado Michel con una seriedad mortal,
pero no hay que olvidar el
tambor negro que se fabrica, como usted sabe,
con la piel de los asnos.
Después, habiéndose ganado al
heredero de Breville Basile, pasaba
cada mediodía a tomar sus
cocteles en su casa y le sustraía en los últimos dí-
as del mes, cantidades considerables
de dinero.
III
—¡Hola Horatio!
—¡Hola!
Cuando Michel entró, Horatio
bailaba en medio de un buffet bien
adornado con frascos y
cocktails-shakers, un inmenso diván y nueve gra-
mófonos de modelos diferentes
alineados por orden de tamaño como esas
fotografías de familias muy
numerosas que llaman “en escalera”.
Ya estaba muy borracho. Su
nariz captaba las luces; en su mirada gira-
ba incierta una llama, y que
la humedad del alcohol iba a apagar pronto.
BIBLIOTECA AYACUCHO
Todos los gramófonos sonaban
al mismo tiempo: molinos para moler
a domicilio el negro café de
la depresión.
Michel iba de uno a otro, y
con el gesto breve de un padre que distri-
buye pescozones, los apagaba.
Se callaron como niños bien educados.
—Imbécil, dijo, sirviéndose
un vaso lleno de manhattan, y sonrió con
desprecio.
Horatio trata de fijar los
ojos en un mundo borroso y cojeante en el que
sólo Michel se mantiene
derecho, preparando un segundo trago en medio
de ese nuevo milagro, la
multiplicación de los gramófonos. Su lengua tie-
ne grandes dificultades para
despegarse de una cola tenaz; articula en fin
con un estupefaciente acento
inglés:
—¿Pourquéi?
Con los ojos semi cerrados,
Michel cojea: a cada sorbo, una araña sal-
ta con vivacidad a su cerebro
desenrollando los hilos de su pensamiento.
Al vaciar por cuarta vez su
vaso, habla:
—No has visto nunca una
campesina bajando los senderos como cin-
tas rojas de nuestros montes.
Pasa entre los bananos rotos y colgantes por
el viento los mangos pesados
por la miel de sus frutos, los baobabs, en cu-
yas ramas se mueven chales de
parásitas, las ceibas sagradas de raíces ten-
taculares, pasa como una
bailarina sobre una cuerda, alto el busto y sus
brazos balanceantes ondulan
sus anchas caderas
dolce armonioso
. A veces
tropieza con una piedra que
rueda sobre la pendiente saltando
decrescen-
do
. ¡Música!
Vi en el portal de un rancho
a un ignorante golpear a su mujer con su
cachiporra, con medida, como
un tamborero y maltratarla dejándose lle-
var por el ritmo de la porra
sobre sus hombros y bailaba, y gritaba, y canta-
ba su dolor.
Vi en Amsterdam a dos
acróbatas negros, bestias en fin, desnudos, col-
gados del trapecio como una
semi corchea. La música se había callado, im-
potente, pues ya, por sus
cuerpos tornasolados de sudor, sus piernas ner-
viosas y sus brazos sólidos
en los que se rigidizaban las cuerdas de sus
musculos, eran un salmo
magnífico e insolente a la vida.
¡Cuando bajaron de su cima y
sonrieron, sus almas inocentes sonaban
sobre el teclado de sus
dientes resplandecientes!
Pero tú, Basile, eres
imbécil, asno incomprensivo...
Se detuvo: ¿Qué brusco
insecto zigzagueaba bordoneando en el silen-
cio súbito? Horatio, echado
sobre el diván, duerme, las piernas separadas.
Sus labios húmedos que se
abren y se cierran encarcelan y liberan las abe-
jas zumbantes del ronquido.
IV
Jeanne lo esperaba en el
humilde comedor. Vio sus ojos oscuros y tristes.
—Madre me contó... Ay,
Michel, ¿por qué?
Es dulce y quejosa contra él.
Le acaricia los cabellos. ¿Comprenderá
ella, Dios mío, este odio
terrible hacia mí mismo que exige que yo atormen-
te lo que amo?
—Ay Michel, Michel, ¡qué
desgraciado eres!
La arrulla:
—Mi niño, mi pequeñito.
—Michel, escucha...
La tranquiliza con una
caricia: sus dos hijos, sentados en una esterilla
de paja, recortan hombrecitos
del catálogo de un gran almacén. No se pa-
recen a él. ¡Le son tan
extraños! Cuando quiere abrazarlos lloran.
He aquí mi prisión: esta casa
triste; y los hierros de su cárcel; su mujer
que no lo comprende, y sus
hijos que le temen y no lo quieren.
Toda su vida futura se alza
delante de él como un horizonte estrecho,
como una pantalla espesa
detrás de la cual la vida, una vida poderosa y be-
lla será tapiada, fuera de su
alcance.
¡Ay!, es posible que sea ese
su destino irremediable, ser este hombre
que encanece, quebrado en
cuerpo y alma, sentado en este cuarto feo y
mezquino al lado de una
sopera que humea y una compañera que enveje-
ce y engorda.
Una risa socarrona en su
interior lo desgarra.
—Todo su porvenir: ¡La espera
de los reumatismos!
Es ahora ella la que lo
consuela con un arrullo tibio.
Apoya su espalda, casi
vencido y desde ya una blanda persuasión se in-
sinúa en él.
Se abandona a esa voz cobarde
que le dice: cede, cede, pues. Cede a la
calma corriente. Los
victoriosos están solos, los que saben esto: tener la fría
e insensible paciencia de la
esponja. No sientas ninguna vergüenza en fra-
casar, pues será en el puerto
de una felicidad normal. Y además, ¿no eres
ridículo al pretender lanzar
tu pobre llama en los flujos infinitos de la vida?
De verdad, me recuerdas al
loco que quería incendiar el mar con una ceri-
lla. Además, ¿qué eres tú
para querer convertirte en vencedor? Echa una
mirada alrededor tuyo, y el
asco sumergirá tu corazón débil. La política te
atrajo un tiempo; no fuiste
más que un demagogo pueril; te creías literato-
so (te lo crees aún),
escribiste manifiestos, poemas y un libro que nadie lee.
Eres un lamentable pequeño
burgués consciente de tu fealdad y de tu im-
potencia. Esta clara visión
de ti mismo, es tu único mérito. El día en que tus
semejantes dejen de ser
ciegos, se rebelarán contra ellos mismos, habrá en
el mundo un rebaño inmenso de
descontentos amargados y soberbios que
se creerán genios desconocidos.
Vamos, tranquilízate; tú eres
lo que llaman un tipo que tiene todo pa-
ra triunfar: familia
honorable, sin alquiler que pagar y un puesto ofrecido
por el Departamento del
Interior. Acepta ese cargo: ciento veinticinco dó-
lares por mes, tus deudas
pagadas, el malestar desaparece de tu hogar, tus
hijos son felices, reanudas
tus relaciones, te reconcilias con tu familia, y es
la felicidad, la vida abierta
frente a ti.
Luchaste. Lo quisiste. No
puedes más: ¿para qué librar un combate si
te sabes de antemano la
víctima?
Y ahora su mujer que le
habla:
—Oye Michel, vi a mamá. Me
dijo que había conversado con
Pralier, tú sabes, Pralier,
el íntimo del ministro. El ministro le dijo esto:
“Dígale a la señora Ballin
que estamos completamente dispuestos a aco-
ger a su yerno. Que nos
escriba una carta solicitando el cargo en cues-
tión”. Michel, piensa en tu
mujer, en tus hijos, en nuestra miseria. (Y
con un sobresalto de
rebeldía) ¡Todas mis amigas se visten mejor que
yo! Acepta, Michel, no te
cuesta nada; en el fondo serás tan libre como
antes, y nada te impedirá
pensar como tu quieras. Pero tú ves, todavía
estoy joven, me gusta el
mundo y vivo recluída como una pobre. Te lo
ruego, te lo suplico, acepta.
Habla, habla; lo desliza en
una fangosa lasitud.
Pero por Dios, que se calle.
Está perdido, es cierto, y quebrado, pero
que esta mujer cese de
comerciar su felicidad a costa del alma suya.
La rechaza, se levanta...
—Michel ...
—¡Cállate!
Su voz ha perdido todo
brillo... El dolor que cava extrañamente su ros-
tro abre las profundidades de
la desesperación en la llama de su mirada.
Se va, ridiculamente derecho
como un borracho que no quiere titubear.
Un pobre escritorio recibe su
tristeza. Aquí están sus libros, sus últi-
mos compañeros, abandonados
ellos también, y cubiertos de un polvo fi-
no, que vuela y juega, todo
dorado en un rayo de sol.
Aquí están las hojas blancas
amontonadas sobre la mesa, y otras más
cubiertas por su escritura,
amarillentas por el tiempo y la tinta ya pálida.
Toda su vida fracasada está
allí.
Con la cabeza entre las
manos, recapitula:
—¡Estoy limitado por mi
cobardía o es más bien un deseo inhumano
que sobrepasa las fronteras
de un objetivo que no deseo, que no puedo
proponerme sino lejano!
En el fondo, es posible que
todo esto se convierta en las “uvas verdes”
6
que persisto en despreciar,
mientras que en realidad no soy capaz del salto
que las pondría en mi mano.
La cuestión es simple: soy un
fracasado con dentera por la vida, este ra-
cimo de frutas agrias que no
puedo morder.
Pero, ¿de qué me sirve este
lamentable análisis? Todo interrogatorio al
que uno somete su vida deja
en pie la cuestión: ¿Por qué?, y toda verdad
adquirida penosamente
contiene ridiculamente la sencillez de su explica-
ción en ella misma.
O bien, todo se resume en
decir:
6. Alusión a la fábula de La Fontaine: La zorra y las
uvas.
¿Para qué?, y justamente
“¿Para qué?” no es una pregunta, sino
una respuesta.
Además, ¿no es la prueba este
análisis, la mejor, de mi cobardía y de mi
nulidad? El vanidoso incapaz hurga
sin cesar el vacío que hay en él, poseí-
do por la esperanza feroz (y
todavía más cruel porque sabe vana la esperan-
za) de encontrarse cualidades
desconocidas. Creo que Carlyle dice que el
hombre fuerte, que conoce de
sí lo poco que se pueda conocer, no debe
atormentarse, sino ponerse a
trabajar, y entonces: “lo que puedas hacer,
hazlo como Hércules”.
Lástima, nunca tuve esa fotaleza: mi orgullo no era
sino rencor contra mi mismo,
hiel vomitada sobre los demás.
Llegado a estos momentos de
entera y dolorosa sinceridad, Michel se
sentía como aligerado y más
libre, pero esta liberación no duraba, y pron-
to sentía con angustia que el
veneno penetraba de nuevo y lo ahogaba: era
como un vaso que se vaciaba y
se llenaba ineluctablemente de angustia.
Permanecía inmóvil, la pesada
frente entre las palmas.
—¡Ah!, ponerle fin a todo
esto. Terminar.
Abrió una gaveta. El arma
estaba volteada hacia él. Observó su peque-
ña boca negra y reluciente.
—Un gesto, una simple presión
del dedo, y a mi sien, a mi vida, a todas
mis miserias, coloco un rojo
punto final.
Pero se sintió cobarde.
No cerró la gaveta, sino que,
agarrando de repente una hoja blanca,
comenzó pesadamente,
lentamente:
“Señor Secretario de Estado,
“Tengo el privilegio
.Jacques Roumain Haiti
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