lunes, 3 de marzo de 2014

CUENTOS BAJO EL SOL:PREFACIO A LA VIDA DE UN BURÓCRATA



LA PRESA Y LA SOMBRA
1
(1930)
PREFACIO A LA VIDA DE UN BURÓCRATA
I



AL DESPERTARSE
, Michel Rey vio un día sucio deslizarse a través de las
persianas. Sonrió con esa sonrisa que le era particular: una especie de ric-
tus doloroso, que estiraba sus labios hacia un lado con dos arrugas diver-
gentes, y siguiendo su costumbre se preguntó en seguida porqué sonreía a
esta luz muerta, a este cuarto de pobres muebles pretenciosos que era el or-
gullo de su mujer y donde flotaba, mezclado, el olor de un perfume violen-
to y el áspero de su gabán de caucho mojado por el aguacero que lo había
sorprendido cuando entraba el amanecer, y que transpiraba todavía goti-
tas espaciadas.
Mirando el pequeño charco casi seco que hacía una mancha oscura so-
bre el piso de madera, Michel sonrió de nuevo. Y esta vez sabía porqué.
Hacía cinco años... recordaba el día de su regreso a Haití. El sol del
mediodía dominaba un mar silencioso removido por olas suaves y sin es-
puma. Una alegría profunda lo poseía: en la muchedumbre anónima que
subía por el puente empujándose sobre la estrecha pasarela: visitantes,
cargadores, se reconocía en fin, se sentía el eco feliz de ese mundo negro,
1. Este título alude a la expresión francesa
lâcher la proie pour l’ombre
, equivalente al refrán
español “más vale pájaro en mano que cien volando”. Por sus diversos significados, hemos
preferido traducirlo literalmente.
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escuchaba fundirse en él el hielo amasado en Europa, desaparecer de su co-
razón lo que llamaba con amargura “el Gran Silencio Blanco” y que era el
abismo racial que allá sus amistades, sus amores, sus relaciones, no habían
podido colmar. Ahora se hallaba entre sus hermanos y su pueblo. Hubiera
querido arrodillarse, besar esta tierra amada.
Bruscamente, el puerto bailó delante de él en una neblina de lágrimas.
Sus padres, que lo llevaban hacia la ciudad, lo agobiaban con pregun-
tas. Trataba de responder, pero hubiera querido separarse de ellos, cami-
nar solo, en un éxtasis solemne, y abrazar a esa vendedora de mangos que
pasaba, llevando sus frutos sobre la cabeza como una reina su corona, las
caderas echadas hacia atrás, el pie seguro y las uvas moradas, maduras, de
sus senos reventando la tela azul de su tosco vestido, sí, abrazarla con fuer-
za y decirle: “Hermana”; tomar en sus brazos a ese niño harapiento que le
tendía la mano a un turista americano, apretarlo contra su corazón: “¡Her-
mano, hermanito!...”
...Un reloj de pared dio una hora cualquiera. Michel volvió al presente.
Debía de ser tarde, pues su mujer no estaba a su lado. Se levantó, con mucha
flojera, comenzó a andar por el cuarto, a vestirse, y pensando de nuevo en su
pasado, resumió: abracé la vida con demasiada fuerza, con demasiado cora-
je. La agarré por el cuello, la ahogué...
Cuando terminaba de vestirse, llamaron a la puerta. La sirvienta entró,
los pies descalzos, los ojos bajos, y con el aire tranquilo de las sirvientas joven-
citas que van a la misa de cuatro, anunció que la señora Ballin estaba abajo, sí.
La señora viuda de Ballin es la suegra de Michel. Él detesta a esa mujer
gorda que envuelve una grasa amarilla como manteca rancia en vestidos
fúnebres que sus enormes camafeos no llegan alegrar. Su pequeña cabeza,
huesuda, monstruosamente desproporcionada en relación al cuerpo enor-
me y de la cual parece que los pómulos no sobresalen sino para liberar la
parte baja del rostro hendida por una boca larga, delgada y que corta las
palabras como una cuchilla, le inspira una repulsión que la señora Ballin
no comprendería. Está orgullosa de su rostro agudo; cuando hace alusión
a él, lo hace de una manera chistosa y pretenciosa al decir: “vencí el atavis-
mo”, lo que significa que sus rasgos no guardan nada de africano. Es, por
supuesto, la hija de doña Ochsle, esa mulata que, casada con un teutón de

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origen lastimoso, convertido más tarde en un riquísimo comerciante, no se
designaba de otra manera sino como: “¡nosotras, las señoras alemanas!”
Michel la odia duramente y la ama a la vez con una ternura vaga. No
puede ignorarla. Ella es su revancha sobre esta sociedad portoprincipiana
corrompida, hipócrita, bajamente burguesa, que lo quebró y que ella sin-
tetiza perfectamente. Siente una alegría maligna, exaltante, al herirla, al
hacerle daño y lo consigue siempre y con facilidad, porque la señora Ballin,
tan superficial como es, se presta a ello.
Sabe que sus propósitos serán repetidos en los salones, donde, codo
con codo, estiradas en sus corsetes 1880 y contrariadas por la bilis, las
Parcas de Turgeau y de Bois-Verna
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, deciden la felicidad de un matrimonio
reciente, o la reputación de un hombre honesto.
Y de pensar que sus sarcasmos no serán ignorados por nadie, disemi-
nados por ese proceder estupefaciente que los haitianos llaman radio-
bemba, experimenta una gran alegría.
El odio de Michel a su suegra es quizás el único sentimiento poderoso
que le hace la vida soportable. Se aferra a él como un ahogado a una raíz y
si, por fortuna, se le ocurre pensar que la señora Ballin morirá un día, sabe
con toda certeza que llorará en su entierro.
Michel baja al salón sin chaqueta, con los pies enfundados en viejas,
anchas babuchas. Su suegra le dijo un día: mi querido yerno, es inestético
andar en
mangas de camisa
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. (Ella adora las palabras que terminan en
ique
y en
ise
, que no comprende muy bien, pero que encuentra distinguidas.) Se
pondrá furiosa.
Se regodea pues hay en él una cosa pueril que no es, de ninguna mane-
ra, índice de frescura, sino lo que le queda de una juventud en la que no
subsiste ningún candor.
En el fondo se asemeja bastante a esos niños maltratados, golpeados,
que la juventud conserva traviesos pero que no sienten placer sino hacien-
do bromas malvadas en las que su amargura encuentra su alimento.
BIBLIOTECA AYACUCHO
2. Barrios residenciales de Puerto Príncipe.
3. Con las terminaciones
-ique
(inesthètique) e -
ise
(chemise), el narrador quiere resaltar el
falso refinamiento de los burgueses de Puerto Príncipe.
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La señora Ballin desborda los dos lados de su silla, se sube los anteojos
de la nariz hacia la frente ancha y baja. Michel, que le dio los buenos días la
escucha hablar de cosas insignificantes y la examina con atención. La sien-
te calcular el impulso de una frase venenosa, tapuzada sobre ella misma co-
mo una gruesa serpiente con lentes dispuesta a atacar.
—¿Jeanne no está aquí?
—No.
—Lo encuentro desmejorado. Usted trabaja mucho, ¿no es verdad?
Es lo que todo el mundo dice.
—Dios mío, si todo el mundo lo dice, no tengo ningún problema en
creérmelo.
—Sí, se espera su anunciada novela. Parece que será una obra maestra.
Usted se documenta tan bien.
Michel no responde.
—Está muy cortés desde que, con el pretexto de estudiar el alma del
pueblo haitiano, frecuenta los tugurios.
Las visitas de la señora Ballin a Michel duran poco. Parece que la gor-
da mujer experimenta el deseo de venir a ver a Michel, de vez en cuando,
con el único fin de oirse lanzar a la cara invectivas que la hieren pero que
ella provoca.
—Se equivoca, no es esa mi intención. Frecuento esos sitios desde que
asistí a una recepción en casa del señor y de la señora Couloutte, flor y na-
ta de la élite portoprincipiana. La franca crapulería de los unos me consue-
la de la hipócrita canallería de los otros.
—Yerno, no le permito...
—¡No me fastidie!, le interrumpe Michel, con arrastrada dulzura.
¡Me asquea! ¡Todos ustedes me dan asco! Yo sé lo que esconden bajo esa
bella apariencia, su aristocracia, etc., etc. Son los lujosos vestidos que cu-
bren la carne enferma de la prostituta. Le repito que estoy harto de su vi-
da. Su remolino mundano no me tienta. No tengo ningunas ganas de girar
en el vacío.
—¡Ah!, se adivina fácilmente a qué frecuentaciones se deben esas ideas.
¡Decir que le he dado mi pobre hija a un ser como éste!
—Quizás hubiese usted hecho mejor casándola con uno de esos seño-
GOBERNADORES DEL ROCÍO Y OTROS TEXTOS
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ritos interesantes tipo standard muy comedidos, protegido de los excesos,
válvula de seguridad marca Tartufo garantizada, que he tenido el desespe-
rante honor de percibir algunas veces tan gentilmente sentados en su sa-
lón, generosamente interesados en las obras de beneficiencia y progreso
general de la humanidad, juntando las manos sobre los muslos con ese ges-
to conmovedor que deja prever que más tarde, cuando lleguen a jefes de
división o miembros del consejo de fábrica, no tendrán sino que sacar y re-
dondear los brazos para girar los pulgares sobre una virtuosa pancita suje-
tada por una cadena de oro con dijes colgantes. Señora viuda de Ballin, se-
ñora viuda de Ballin ¡por qué no haber escogido para Jeanne ese gran ideal
de las madres de familia haitianas!
—Valen mil veces más que usted, grita la señora Ballin.
¡Su figura, verde de rabia, suda un aceite que no corre! Michel que la
mira con curiosidad se pregunta cómo su rostro reseco puede secretar to-
da esa grasa. Con calma responde: “Entonces, no valen gran cosa”, se le-
vanta para salir de la pieza feliz de haber provocado esa rabia.
Fuera de sí, su suegra vocifera:
—Usted no respeta nada, usted está maldito.
Y más alto, profetiza:
—¡Irá al infierno!
¡Mierda!, contesta Michel con bonhomía, y sube a su cuarto.
Pero allí, se lamenta casi de inmediato de haberse ido tan rápido, al venirle
a la memoria otras cosas hirientes que hubiera podido decir, y se consuela to-
mando la decisión de ir al mismo día siguiente al “Todo Barato” donde su pa-
tricia de suegra tiene un comercio de quincallería bastante próspero.
II
Anuda su corbata inclinado sobre la ventana como sobre un espejo.
Debajo de esta ciudad de Bolosse, el mar se extiende gris, todavía mal la-
vado, como una teja ondulante, a lo largo de los racimos de palmeras, esos
plumeros para desempolvar los granos de lluvia.
Desde hace tiempo ese paisaje oceánico ya no lo commueve. Mira
ahora el mar con los ojos del pescador que lamenta no tener una caña.
BIBLIOTECA AYACUCHO
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Una fibra se cortó completamente en él. ¿Cómo pescar sin ella esa rara
presa, el entusiasmo?
Michel Rey piensa que de ahora en adelante su vida transcurrirá seme-
jante a ese vaivén acuático, amargo y monótono: sin bellas tempestades; es-
tá en plena zambullida y no tiene ya la fuerza para regresar a la superficie.
Su descenso se proseguirá lentamente hasta el día en que, tendido en el
fondo del hoyo, no será sacudido ya por las olas humanas.
Para engañar la espera por esa calma final, le queda injuriar a su sue-
gra, hacer desgraciada a su mujer y beber cocteles multicolores.
—Continuemos pues nuestra interesante jornada, suspira mientras se
va a tomar el aperitivo en casa de Horatio Basile.
El que responde a este nombre shakespeariano es un “hijo de familia”
que regresó a Haití hace algunos meses, después de una estadía en Francia
adonde fue a hacer estudios de derecho. Con cinco mil francos mensuales
es fácil fracasar en los exámenes. Horatio Basile lo hizo en el primer año, y
como era bastante perseverante, reincidió. Bréville Basile, gran especula-
dor de café y hombre de sentido práctico, mandó de inmediato a su hijo un
cheque desprovisto de ceros y la orden imperiosa de tomar el primer bar-
co que partiera. Horatio se separó con dolor de los brazos de su noviecita
y se embarcó (como buen haitiano) con algunos trajes de confección y un
sugestivo conjunto de pantalón y camisa como recuerdo. Pero no había
llegado todavía a las Azores cuando el señor Basile padre, haciendo prue-
ba de un espíritu del que se le hubiera creído incapaz, moría dejándole una
treintena de casas y doscientos veinticinco mil dólares ganados en el co-
mercio de víveres y en la aduana de Petit-Goave
4
.
Algunas vastas propiedades sembradas en cafetales y que está liqui-
dando lo retienen lejos de la plaza Pigalle, bajo nuestro cielo tropical, don-
de lleva una vida desocupada, escandalosa y noble.
Físicamente es una buena muestra del tipo de bachaco
5
que el haitiano
llama “mulato obligado”: largo, estrecho, un rostro deshilado del color de
nuestros cántaros de agua rojos y que creemos siempre percibir de perfil, do-
GOBERNADORES DEL ROCÍO Y OTROS TEXTOS
4. Puerto del sur de Haití.
5. En el original
grimaud
: mestizo de negro y mulato, de piel rojiza.
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minado por una frente corta en la que se rebelan cabellos rojizos y encrespa-
dos; el cuello de culo botella, del que sube y baja sin parar, como el mercurio
en el termómetro, una nuez de Adán voluminosa y sobresaliente; por su ca-
minar vacilante, descentrado, con los pies demasiados largos, demasiado
lentos en relación con los movimientos desordenados de los brazos, recuer-
da a un enorme crustáceo.
Tiene tres pasiones: los carros, los gramófonos y Michel a quien había
querido conocer después de la lectura de su manifiesto en la revista
El
Cocodrilo asesinado
:
Lamartine, el Cocodrilo-Poesía y la nueva Literatura
afrohaitiana.
Michel se había divertido enormemente con esta presentación en la
que Horatio le había dicho:
—Lo comprendo perfectamente, señor Rey, hay que destruir nuestros
sauces llorones, los cocoteros; debemos de ahora en adelante llevar ese
paisaje en nosotros, ¿no es así?; las palmeras, por ejemplo no deben servir-
nos más para hacer indigenismo, debemos sembrarlas, si se puede decir, en
nuestra alma.
—Absolutamente, había contestado Michel con una seriedad mortal,
pero no hay que olvidar el tambor negro que se fabrica, como usted sabe,
con la piel de los asnos.
Después, habiéndose ganado al heredero de Breville Basile, pasaba
cada mediodía a tomar sus cocteles en su casa y le sustraía en los últimos dí-
as del mes, cantidades considerables de dinero.
III
—¡Hola Horatio!
—¡Hola!
Cuando Michel entró, Horatio bailaba en medio de un buffet bien
adornado con frascos y cocktails-shakers, un inmenso diván y nueve gra-
mófonos de modelos diferentes alineados por orden de tamaño como esas
fotografías de familias muy numerosas que llaman “en escalera”.
Ya estaba muy borracho. Su nariz captaba las luces; en su mirada gira-
ba incierta una llama, y que la humedad del alcohol iba a apagar pronto.
BIBLIOTECA AYACUCHO
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Todos los gramófonos sonaban al mismo tiempo: molinos para moler
a domicilio el negro café de la depresión.
Michel iba de uno a otro, y con el gesto breve de un padre que distri-
buye pescozones, los apagaba. Se callaron como niños bien educados.
—Imbécil, dijo, sirviéndose un vaso lleno de manhattan, y sonrió con
desprecio.
Horatio trata de fijar los ojos en un mundo borroso y cojeante en el que
sólo Michel se mantiene derecho, preparando un segundo trago en medio
de ese nuevo milagro, la multiplicación de los gramófonos. Su lengua tie-
ne grandes dificultades para despegarse de una cola tenaz; articula en fin
con un estupefaciente acento inglés:
—¿Pourquéi?
Con los ojos semi cerrados, Michel cojea: a cada sorbo, una araña sal-
ta con vivacidad a su cerebro desenrollando los hilos de su pensamiento.
Al vaciar por cuarta vez su vaso, habla:
—No has visto nunca una campesina bajando los senderos como cin-
tas rojas de nuestros montes. Pasa entre los bananos rotos y colgantes por
el viento los mangos pesados por la miel de sus frutos, los baobabs, en cu-
yas ramas se mueven chales de parásitas, las ceibas sagradas de raíces ten-
taculares, pasa como una bailarina sobre una cuerda, alto el busto y sus
brazos balanceantes ondulan sus anchas caderas
dolce armonioso
. A veces
tropieza con una piedra que rueda sobre la pendiente saltando
decrescen-
do
. ¡Música!
Vi en el portal de un rancho a un ignorante golpear a su mujer con su
cachiporra, con medida, como un tamborero y maltratarla dejándose lle-
var por el ritmo de la porra sobre sus hombros y bailaba, y gritaba, y canta-
ba su dolor.
Vi en Amsterdam a dos acróbatas negros, bestias en fin, desnudos, col-
gados del trapecio como una semi corchea. La música se había callado, im-
potente, pues ya, por sus cuerpos tornasolados de sudor, sus piernas ner-
viosas y sus brazos sólidos en los que se rigidizaban las cuerdas de sus
musculos, eran un salmo magnífico e insolente a la vida.
¡Cuando bajaron de su cima y sonrieron, sus almas inocentes sonaban
sobre el teclado de sus dientes resplandecientes!

Pero tú, Basile, eres imbécil, asno incomprensivo...
Se detuvo: ¿Qué brusco insecto zigzagueaba bordoneando en el silen-
cio súbito? Horatio, echado sobre el diván, duerme, las piernas separadas.
Sus labios húmedos que se abren y se cierran encarcelan y liberan las abe-
jas zumbantes del ronquido.
IV
Jeanne lo esperaba en el humilde comedor. Vio sus ojos oscuros y tristes.
—Madre me contó... Ay, Michel, ¿por qué?
Es dulce y quejosa contra él. Le acaricia los cabellos. ¿Comprenderá
ella, Dios mío, este odio terrible hacia mí mismo que exige que yo atormen-
te lo que amo?
—Ay Michel, Michel, ¡qué desgraciado eres!
La arrulla:
—Mi niño, mi pequeñito.
—Michel, escucha...
La tranquiliza con una caricia: sus dos hijos, sentados en una esterilla
de paja, recortan hombrecitos del catálogo de un gran almacén. No se pa-
recen a él. ¡Le son tan extraños! Cuando quiere abrazarlos lloran.
He aquí mi prisión: esta casa triste; y los hierros de su cárcel; su mujer
que no lo comprende, y sus hijos que le temen y no lo quieren.
Toda su vida futura se alza delante de él como un horizonte estrecho,
como una pantalla espesa detrás de la cual la vida, una vida poderosa y be-
lla será tapiada, fuera de su alcance.
¡Ay!, es posible que sea ese su destino irremediable, ser este hombre
que encanece, quebrado en cuerpo y alma, sentado en este cuarto feo y
mezquino al lado de una sopera que humea y una compañera que enveje-
ce y engorda.
Una risa socarrona en su interior lo desgarra.
—Todo su porvenir: ¡La espera de los reumatismos!
Es ahora ella la que lo consuela con un arrullo tibio.
Apoya su espalda, casi vencido y desde ya una blanda persuasión se in-
sinúa en él.

Se abandona a esa voz cobarde que le dice: cede, cede, pues. Cede a la
calma corriente. Los victoriosos están solos, los que saben esto: tener la fría
e insensible paciencia de la esponja. No sientas ninguna vergüenza en fra-
casar, pues será en el puerto de una felicidad normal. Y además, ¿no eres
ridículo al pretender lanzar tu pobre llama en los flujos infinitos de la vida?
De verdad, me recuerdas al loco que quería incendiar el mar con una ceri-
lla. Además, ¿qué eres tú para querer convertirte en vencedor? Echa una
mirada alrededor tuyo, y el asco sumergirá tu corazón débil. La política te
atrajo un tiempo; no fuiste más que un demagogo pueril; te creías literato-
so (te lo crees aún), escribiste manifiestos, poemas y un libro que nadie lee.
Eres un lamentable pequeño burgués consciente de tu fealdad y de tu im-
potencia. Esta clara visión de ti mismo, es tu único mérito. El día en que tus
semejantes dejen de ser ciegos, se rebelarán contra ellos mismos, habrá en
el mundo un rebaño inmenso de descontentos amargados y soberbios que
se creerán genios desconocidos.
Vamos, tranquilízate; tú eres lo que llaman un tipo que tiene todo pa-
ra triunfar: familia honorable, sin alquiler que pagar y un puesto ofrecido
por el Departamento del Interior. Acepta ese cargo: ciento veinticinco dó-
lares por mes, tus deudas pagadas, el malestar desaparece de tu hogar, tus
hijos son felices, reanudas tus relaciones, te reconcilias con tu familia, y es
la felicidad, la vida abierta frente a ti.
Luchaste. Lo quisiste. No puedes más: ¿para qué librar un combate si
te sabes de antemano la víctima?
Y ahora su mujer que le habla:
—Oye Michel, vi a mamá. Me dijo que había conversado con
Pralier, tú sabes, Pralier, el íntimo del ministro. El ministro le dijo esto:
“Dígale a la señora Ballin que estamos completamente dispuestos a aco-
ger a su yerno. Que nos escriba una carta solicitando el cargo en cues-
tión”. Michel, piensa en tu mujer, en tus hijos, en nuestra miseria. (Y
con un sobresalto de rebeldía) ¡Todas mis amigas se visten mejor que
yo! Acepta, Michel, no te cuesta nada; en el fondo serás tan libre como
antes, y nada te impedirá pensar como tu quieras. Pero tú ves, todavía
estoy joven, me gusta el mundo y vivo recluída como una pobre. Te lo
ruego, te lo suplico, acepta.
Habla, habla; lo desliza en una fangosa lasitud.
Pero por Dios, que se calle. Está perdido, es cierto, y quebrado, pero
que esta mujer cese de comerciar su felicidad a costa del alma suya.
La rechaza, se levanta...
—Michel ...
—¡Cállate!
Su voz ha perdido todo brillo... El dolor que cava extrañamente su ros-
tro abre las profundidades de la desesperación en la llama de su mirada.
Se va, ridiculamente derecho como un borracho que no quiere titubear.

Un pobre escritorio recibe su tristeza. Aquí están sus libros, sus últi-
mos compañeros, abandonados ellos también, y cubiertos de un polvo fi-
no, que vuela y juega, todo dorado en un rayo de sol.
Aquí están las hojas blancas amontonadas sobre la mesa, y otras más
cubiertas por su escritura, amarillentas por el tiempo y la tinta ya pálida.
Toda su vida fracasada está allí.
Con la cabeza entre las manos, recapitula:
—¡Estoy limitado por mi cobardía o es más bien un deseo inhumano
que sobrepasa las fronteras de un objetivo que no deseo, que no puedo
proponerme sino lejano!
En el fondo, es posible que todo esto se convierta en las “uvas verdes”
6
que persisto en despreciar, mientras que en realidad no soy capaz del salto
que las pondría en mi mano.
La cuestión es simple: soy un fracasado con dentera por la vida, este ra-
cimo de frutas agrias que no puedo morder.
Pero, ¿de qué me sirve este lamentable análisis? Todo interrogatorio al
que uno somete su vida deja en pie la cuestión: ¿Por qué?, y toda verdad
adquirida penosamente contiene ridiculamente la sencillez de su explica-
ción en ella misma.
O bien, todo se resume en decir:
6. Alusión a la fábula de La Fontaine: La zorra y las uvas.
¿Para qué?, y justamente “¿Para qué?” no es una pregunta, sino
una respuesta.
Además, ¿no es la prueba este análisis, la mejor, de mi cobardía y de mi
nulidad? El vanidoso incapaz hurga sin cesar el vacío que hay en él, poseí-
do por la esperanza feroz (y todavía más cruel porque sabe vana la esperan-
za) de encontrarse cualidades desconocidas. Creo que Carlyle dice que el
hombre fuerte, que conoce de sí lo poco que se pueda conocer, no debe
atormentarse, sino ponerse a trabajar, y entonces: “lo que puedas hacer,
hazlo como Hércules”. Lástima, nunca tuve esa fotaleza: mi orgullo no era
sino rencor contra mi mismo, hiel vomitada sobre los demás.
Llegado a estos momentos de entera y dolorosa sinceridad, Michel se
sentía como aligerado y más libre, pero esta liberación no duraba, y pron-
to sentía con angustia que el veneno penetraba de nuevo y lo ahogaba: era
como un vaso que se vaciaba y se llenaba ineluctablemente de angustia.
Permanecía inmóvil, la pesada frente entre las palmas.
—¡Ah!, ponerle fin a todo esto. Terminar.
Abrió una gaveta. El arma estaba volteada hacia él. Observó su peque-
ña boca negra y reluciente.
—Un gesto, una simple presión del dedo, y a mi sien, a mi vida, a todas
mis miserias, coloco un rojo punto final.
Pero se sintió cobarde.
No cerró la gaveta, sino que, agarrando de repente una hoja blanca,
comenzó pesadamente, lentamente:
“Señor Secretario de Estado,
“Tengo el privilegio

.Jacques Roumain Haiti

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El septyimo cielo en los ojos n°60